La ca¨ªda de los viejos caciques
Carlos Fabra y Jos¨¦ Luis Baltar levantaron feudos pol¨ªticos casi inexpugnables asentados en el clientelismo y la corrupci¨®n. Ambos parecen residuos del pasado, incrustaciones de una Espa?a inculta en un pa¨ªs moderno
Si no lo impide una petici¨®n de indulto, Carlos Fabra ¡ªjefe del Partido Popular en Castell¨®n durante m¨¢s de dos d¨¦cadas¡ª entrar¨¢ en la c¨¢rcel un d¨ªa de estos. El Tribunal Supremo ha confirmado la sentencia que le conden¨® a cuatro a?os de prisi¨®n por fraude fiscal. Poco antes, un juzgado inhabilit¨® por prevaricaci¨®n continuada a otro notable del mismo partido, Jos¨¦ Luis Baltar, que estuvo al mando en Ourense un cuarto de siglo, aunque su castigo no tendr¨¢ consecuencias porque ya est¨¢ retirado. Ambos encarnan una manera de hacer pol¨ªtica que, para emplear una palabra que todo el mundo entiende, llamamos caciquismo. Podr¨ªa pensarse, tras su estrepitosa y humillante ca¨ªda, que con ellos se agota un fen¨®meno clave en nuestra vida p¨²blica contempor¨¢nea, ?o no?
Estos personajes tienen mucho en com¨²n. Los dos comenzaron en la Uni¨®n de Centro Democr¨¢tico, que recogi¨® desde el poder heredado de la dictadura adhesiones locales que luego alimentaron al Partido Popular en expansi¨®n. Abogado el uno, maestro rural el otro, ascendieron y consolidaron su influencia en las Diputaciones Provinciales, centros neur¨¢lgicos en el reparto de subvenciones y servicios, en especial para los municipios peque?os. Y mostraron tambi¨¦n un gran amor a sus respectivas familias, que nutrieron verdaderas dinast¨ªas pol¨ªticas: Fabra recibi¨® el legado de sus ancestros, entre los que es posible encontrar hasta cinco presidentes de la Diputaci¨®n castellonense, pero le resultar¨¢ dif¨ªcil transmitirlo a su hija Andrea, que habl¨® demasiado alto en cierto episodio parlamentario; Baltar, en cambio, consigui¨® dejar a su hijo tanto el liderazgo partidista como la presidencia de la instituci¨®n provincial.
Ambos condenados comparten tambi¨¦n un toque pintoresco que induce a la sonrisa c¨®mplice: las gafas oscuras de Fabra y su ins¨®lita suerte en la loter¨ªa; la afabilidad campechana de Baltar, que se arrancaba a tocar el tromb¨®n en los actos con sus correligionarios. Pero, sobre todo, se asemejan en algo fundamental: su capacidad para levantar feudos pol¨ªticos casi inexpugnables. Arrasaron elecci¨®n tras elecci¨®n ante la impotencia de sus rivales, internos y externos, que a veces se pasaron a sus filas. Y presumieron de hacer cientos de favores y de dar empleo a numerosos paisanos. La parentela de alcaldes y concejales populares engord¨® la n¨®mina de la Diputaci¨®n ourensana hasta extremos incre¨ªbles y fue una contrataci¨®n masiva lo que desencaden¨® el proceso de Baltar. El caudillo castellonense confes¨®, en un p¨¢rrafo memorable: ¡°El que gana las elecciones coloca a un sinf¨ªn de gente, a un sinf¨ªn de gente, asesores, secretarios, directores generales, subdirectores, subsecretarios, asesores (¡), secretarias de no s¨¦ qu¨¦ y con las oposiciones puedes meter a uno o dos ayudantes. Y toda esa gente es un voto cautivo. (¡) Supone mucho poder en un Ayuntamiento, en una Diputaci¨®n. Yo no s¨¦ la cantidad de gente que habr¨¦ colocado en 12 a?os, no lo s¨¦¡±.
Estos pol¨ªticos son como un contubernio entre amigotes que se dividen el pastel estatal
A finales del siglo XIX y comienzos del XX, la geograf¨ªa pol¨ªtica espa?ola estaba poblada por hombres as¨ª. Los partidos gubernamentales de entonces, el Conservador y el Liberal, se compon¨ªan de grandes caciques, caciques y caciquillos que manipulaban a su antojo los resortes de la Administraci¨®n. Algunos acumulaban un poder semejante: sultanes en sus provincias, nada se mov¨ªa en Huesca, por ejemplo, sin el consentimiento de Manuel Camo, un boticario republicano convertido en mon¨¢rquico; o en Asturias sin el de los hermanos Pidal, pr¨®ceres de la extrema derecha cat¨®lica. El t¨ªo-tatarabuelo de Carlos Fabra, apodado Pantorrilles por su chocante atuendo huertano, controlaba su territorio con una m¨¢quina caciquil conocida como el cossi, es decir, el barre?o de la ropa sucia. Todos ellos se erig¨ªan en interlocutores ineludibles para los ministerios y en art¨ªfices de las mayor¨ªas parlamentarias que respaldaban al Gobierno de turno. Ejerc¨ªan como mediadores y a veces consegu¨ªan beneficios importantes para sus distritos: si el liberal Fernando Le¨®n y Castillo logr¨® que se construyera el puerto de la Luz en Canarias, el conservador Juan de la Cierva propici¨® la creaci¨®n de la Universidad de Murcia. Bienes comparables con el aeropuerto de Castell¨®n, aunque algo m¨¢s provechosos.
Sobre el caciquismo espa?ol han llovido toda clase de interpretaciones. Se ha especulado acerca de su car¨¢cter clasista, en una econom¨ªa agraria y desigual; y se han querido ver en ¨¦l rasgos modernizadores, como etapa inevitable en la adaptaci¨®n de un d¨¦bil r¨¦gimen liberal a una sociedad semianalfabeta. En cualquier caso, este sistema, nada excepcional en la Europa de la ¨¦poca, reun¨ªa los rasgos t¨ªpicos de cualquier organizaci¨®n pol¨ªtica clientelar, en la que facciones y partidos no son m¨¢s que clientelas estables formadas por patronos y clientes que intercambian entre s¨ª variados recursos: los patronos proporcionan protecci¨®n y trabajo a los suyos, gestionan para ellos concesiones individuales o colectivas, desde un permiso hasta una carretera; los clientes, a cambio, les garantizan su lealtad, no s¨®lo a la hora de votar. Los v¨ªnculos personales, como los establecidos por Fabra o Baltar ¡ªque entregaba las ayudas p¨²blicas en mano¡ª, resultaban cruciales para apuntalar la autoridad del cacique.
La red de corruptelas solo acabar¨¢ cuando a la vigilancia legal se una el repudio en las urnas
Clientelismo y corrupci¨®n no son equivalentes, pues hay actos corruptos e ilegales ¡ªcomo el pago de una mordida al concejal que otorga licencias¡ª que no implican relaci¨®n clientelar alguna; y, al contrario, deferencias con la clientela ¡ªel nombramiento de un cargo de confianza¡ª que no incumplen la ley. Sin embargo, est¨¢n ¨ªntimamente unidos, como prueban los casos citados, ya que el cacique abusa y tuerce la norma siempre que puede con el fin de favorecer a los suyos, haciendo bueno el dicho ¡°al amigo el favor, al enemigo la ley¡±. Desde luego, cualquier distribuci¨®n de dineros o puestos p¨²blicos basada en criterios clientelares atenta contra una asignaci¨®n racional de los mismos. El reinado caciquil trae consigo despilfarros, favoritismos e injusticias; degrada la condici¨®n de los ciudadanos, sometidos al dictado de intereses bastardos, y promueve el desapego general hacia la escena pol¨ªtica, percibida como un contubernio entre amigotes que se dividen el pastel estatal.
Los Baltar y los Fabra parecen residuos del pasado, incrustaciones de una Espa?a inculta en un pa¨ªs moderno. Por fortuna, la labor de los medios de comunicaci¨®n ¡ªcon impagables contribuciones de este mismo diario¡ª y la profesionalidad de fiscales y jueces han comenzado a desmontar, pese a triqui?uelas legales sin cuento, sus entramados corruptos. Pero estas trayectorias delictivas son tambi¨¦n s¨ªntomas de una transici¨®n hacia nuevas formas de clientelismo, en las que Administraciones locales faltas de control han contado con medios abundantes y donde los aparatos partidistas ¡ªy su insaciable financiaci¨®n¡ª pesan m¨¢s que los tradicionales patriarcas. Los esc¨¢ndalos que afectan al Partido Socialista en Andaluc¨ªa ser¨ªan un buen indicio de ello. En realidad, el caciquismo no constituye m¨¢s que una porci¨®n de la extensa red de corruptelas tejida en las ¨²ltimas d¨¦cadas, ese cat¨¢logo de piller¨ªas que repasa con agudeza Justo Serna en su libro La farsa valenciana, y s¨®lo se disolver¨¢ cuando la vigilancia legal se vea acompa?ada con el repudio ciudadano en las urnas.
Lejos de desaparecer, las pr¨¢cticas clientelares que manejaron con destreza los viejos caciques se han adaptado a nuevas circunstancias y siguen ah¨ª, arropadas por reivindicaciones corporativas o identitarias. En la base de esos comportamientos, que a¨²n forman parte sustancial de la cultura pol¨ªtica de los espa?oles, se halla el aceite que engrasa todo intercambio de favores: la recomendaci¨®n, motor de muchas decisiones en diversas instancias. Desde una empresa p¨²blica hasta un hospital, desde las universidades hasta el Tribunal de Cuentas. Como denunci¨® el fiscal Jos¨¦ Mar¨ªa Mena, la Audiencia Provincial de Castell¨®n contribuy¨® a perpetuar la corrupci¨®n cuando se neg¨® a sancionar a Fabra por tr¨¢fico de influencias, pese a haber presionado a varios ministros y altos cargos hasta obtener autorizaciones que beneficiaban a sus amigos. El tribunal argument¨® que no pod¨ªa ¡°penalizar la recomendaci¨®n, una pr¨¢ctica por lo dem¨¢s habitual¡±. Pues de eso se trata.
Javier Moreno Luz¨®n es catedr¨¢tico de Historia en la Universidad Complutense de Madrid.
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