Crimen y coqueter¨ªa
Christine era una tutsi que perdi¨® a su familia. Le ped¨ª una foto. Se arregl¨® el pelo y compuso un gesto te?ido de coqueter¨ªa
Este verano se han cumplido los 20 a?os de una de las mayores atrocidades cometidas por la especie humana en el pasado siglo XX: el genocidio ruand¨¦s, aquellos cien d¨ªas en que las milicias radicales hutus, conocidas como Interahamwe (significa ¡°los que matan juntos¡±), ejecutaron a m¨¢s de 800.000 personas, en su mayor¨ªa miembros de la minor¨ªa tutsi y unos pocos miles de hutus moderados. Todo ello sucedi¨® ante la pasividad ¨Cy en algunos casos con la complicidad¨C de Estados Unidos, Francia y B¨¦lgica, este ¨²ltimo fue el pa¨ªs al que Ruanda perteneci¨® como colonia antes de su independencia. Las matanzas cesaron cuando un ej¨¦rcito tutsi proveniente de Uganda derrot¨® a los hutus e instal¨® en el poder a Paul Kagame, un tusti-ugand¨¦s que contin¨²a como presidente.
Viaj¨¦ al pa¨ªs cuatro a?os despu¨¦s de la masacre y encontr¨¦ una bella y desolada Ruanda que a¨²n lloraba a sus muertos. La iglesia de Nyamata, en las afueras de la capital Kigali, fue uno de los escenarios de los cr¨ªmenes masivos de 1994 y el nuevo Gobierno la hab¨ªa dejado tal y como qued¨® al entrar en ella los Interahamwe. Hoy se considera como una suerte de memorial que recuerda los horrores de aquellos d¨ªas. All¨ª se refugiaron m¨¢s de 5.000 tutsis, en su mayor¨ªa mujeres y ni?os, buscando la protecci¨®n de los dos curas cat¨®licos italianos que regentaban el templo. Pero los misioneros huyeron, los hutus la asaltaron y, durante dos d¨ªas, asesinaron sin tregua. Uno de los verdugos confes¨® al tribunal que le juzg¨® meses despu¨¦s: ¡°Me dol¨ªa el brazo. El machete pesaba tanto que apenas pod¨ªa golpear con fuerza sobre los cr¨¢neos. No es sencillo matar, porque la gente se resiste a morir. Y gritan tanto que llegan a dolerte los o¨ªdos¡±.
Recorr¨ª el escenario del crimen pisando huesos. El paso del tiempo hab¨ªa devorado la carne de los muertos. Pero quedaban calaveras, costillares, tibias y f¨¦mures mezclados con restos de ropas, libros de oraciones destrozados, zapatos, cestos de mujeres, bastones de ancianos, vasijas de pl¨¢stico, la mu?eca de una ni?a¡ Ol¨ªa a cuero viejo y lagartos de cola roja corr¨ªan a esconderse a mi paso. Sobre el ara, cuatro calaveras miraban hacia la nave: una de ellas conservaba un punz¨®n de acero que le entraba por un ojo y le sal¨ªa por la nuca. No hab¨ªa cruz en el altar: Cristo se hab¨ªa ido para siempre de Nyamata.
Sal¨ª. La guardesa del lugar se llamaba Christine Mukaluyengi y era una tutsi alta y delgada de unos cuarenta y pocos a?os, de gran belleza y mirada extraviada. Fue la ¨²nica superviviente de la matanza en la que perdi¨® a sus padres, a su marido y a sus nueve hijos. Se salv¨® porque qued¨® enterrada bajo varios cad¨¢veres. Mientras charl¨¢bamos, se?al¨® su vientre y dijo: ¡°S¨®lo me queda un hijo, lo llevaba dentro¡ Es por ¨¦l por lo que sigo viviendo y trabajo aqu¨ª: para darle de comer. No tengo otro lugar adonde ir. Y al menos estoy cerca de las almas de los m¨ªos¡±.
Le ped¨ª permiso para fotografiarla. Encogi¨® los hombros, se arrim¨® a la pared de la iglesia para posar y me dijo: ¡°Un momento¡±. Y mientras yo esperaba, se arregl¨® el pelo y las ropas y compuso un gesto te?ido de coqueter¨ªa.
En aquella sorprendente actitud yo no percib¨ª ¨¢nimo alguno de frivolidad o locura, sino que sent¨ª admiraci¨®n, al presenciar hasta qu¨¦ punto los humanos podemos ser valerosos, amando la vida sin condiciones. Y me acord¨¦ de algo que siempre me dec¨ªa mi padre: ¡°Que no te den Dios o el diablo todo lo que eres capaz de soportar¡±.
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