La ciudad de los mil muertos se lame las heridas
Es como si hubiera dos monrovias, la de aquellos que de verdad sufren el golpeo del ¨¦bola y la de quienes luchan con todas sus fuerzas para que no les alcance
No se ve, pero est¨¢ por todas partes. Est¨¢ en el aeropuerto, nada m¨¢s poner el pie en tierra. Est¨¢ en los carteles que jalonan la enorme calle Tubman que atraviesa la ciudad, en los taxis, en los buses. Est¨¢ en las miradas esquivas y en los saludos a distancia, en las conversaciones apresuradas de las vendedoras de fruta, en las puertas de los hoteles, de los bancos, de los supermercados. Se acurruca en las esquinas de las calles de tierra y en las charlas en voz baja de los que pasean por las playas de arena de esta poblaci¨®n arrullada por las olas, se esconde en las panader¨ªas, en los mercados, en los hospitales. Est¨¢ en las pesadillas de la gente y cuando se despiertan, sigue ah¨ª. El ¨¦bola, peque?o, invisible y escurridizo, ha matado ya a 5.000 personas en ?frica, pero aqu¨ª es donde m¨¢s ha dolido el golpe, aqu¨ª resid¨ªa nada menos que uno de cada cinco de esos muertos. Ahora se empieza a ganar la batalla al virus, hay se?ales para el optimismo, pero su rastro, su legado, el miedo que genera, los cambios sociales que ha provocado, permanecer¨¢n para siempre en el coraz¨®n de esta ciudad llamada Monrovia.
En su permiso de conducir guineano, su pa¨ªs de origen, aparece como Diuoma Conde y en el carn¨¦ liberiano est¨¢ registrado como Mohamed Konn¨¦ pero, en realidad, se llama Momb¨¦. Eso al menos dice ¨¦l. Tiene 27 a?os y conduce un destartalado taxi amarillo con el que saca, en una jornada buena de trabajo, unos 20 euros para ir tirando. A lo mejor un d¨ªa respet¨® las l¨ªneas continuas, las se?ales y los sem¨¢foros, pero, si existi¨®, ese tiempo ya pas¨®. Entre una infracci¨®n y otra, Momb¨¦ se pone a hablar saltando del ingl¨¦s al franc¨¦s con desparpajo. "Si alguien viene a coger el taxi y est¨¢ enfermo, no lo llevo y punto, que venga una ambulancia a buscarlo. Ahora ning¨²n taxista lo hace, es demasiado peligroso". ?Y si entra alguien y no sabes que est¨¢ enfermo?, le pregunto. Me mira con los ojos como platos y sonr¨ªe dejando que asome el resplandor de su reluciente diento de oro. "Pues para eso est¨¢ Dios, todo depende de ¨¦l".
Con Momb¨¦ recorro la ciudad. Es mi Cicerone particular. Lleva diez a?os aqu¨ª, aunque ya se las sabe todas. Me muestra una ciudad herida, pero lejos de estar muerta. Monrovia ha sufrido mucho, sobre todo durante la guerra, aunque de eso hace ya veinte a?os. Parece incre¨ªble que entre los muros de estas casas con cierto aire colonial, entre sus calles hoy ca¨®ticas y bulliciosas, reinara entonces el lenguaje de los tiros y los machetes, una violencia que se extendi¨® alumbrando ni?os soldados y familias rotas, provocando miles de muertos. Parece mentira que toda esta gente tuviera que pasar por eso y que ahora les est¨¦ tocando librar esta otra guerra, la que luchan contra un mal invisible que se ha colado sin avisar. Parece mentira.
Ya en su nombre, Monrovia lleva impresa su historia. Fundada en 1822 a ra¨ªz de la liberaci¨®n de esclavos negros procedentes de Estados Unidos, se llama as¨ª en honor al presidente James Monroe que rompi¨® sus cadenas. Los v¨ªnculos con ese pa¨ªs siguen siendo enormes y van mucho m¨¢s all¨¢ de su bandera de barras y una ¨²nica estrella. Casi se podr¨ªa decir que muchos habitantes de esta ciudad se sienten un poco estadounidenses. El d¨®lar circula con id¨¦ntica facilidad que la moneda liberiana y la presencia de la ayuda americana es enorme. Imprudente de m¨ª, he tra¨ªdo francos CFA.
Cincuenta y tres m¨¦dicos cubanos colaboran all¨ª con las autoridades locales para aislar y atender a los pacientes
En la oficina de cambio (una caseta de madera en plena calle, en realidad) el joven Martin me mira con la sonrisa torcida. "No tienes d¨®lares?". "No", le respondo. "Vengo de Senegal y este es un pa¨ªs de ?frica occidental. ?Podr¨¢s cambiarme, ?no?". Y entonces Martin comienza el ritual de llamadas, gestos extra?os, aspavientos, idas y venidas para, al final del espect¨¢culo, confirmarme que s¨ª, que me puede cambiar, pero que est¨¢ la cosa dif¨ªcil, todo para intentar ara?ar alg¨²n que otro d¨®lar en su favor. Tras la discusi¨®n de rigor llegamos a una cantidad razonable, alejada de la que propon¨ªa en principio pero con la que, a¨²n as¨ª, sale ganando. De repente, la sirena de una ambulancia que pasa a toda velocidad atraviesa la calle. Detr¨¢s, un veh¨ªculo de la Cruz Roja. La gente que merodea por la Calle Octava se mira en silencio. Instantes despu¨¦s, siguen a lo suyo. "D¨®lares, compro d¨®lares".
Momb¨¦ y yo pasamos a toda velocidad por delante del hospital JFK, que durante meses ha contado con un centro de tratamiento para pacientes de ¨¦bola, ahora trasladado a otro lugar. El centro hospitalario todav¨ªa no ha recuperado su ritmo de anta?o, pero hay movimiento, pacientes, familiares que se arremolinan junto a la puerta. Unos cientos de metros m¨¢s all¨¢, en el barrio de Congo Town, una inmensa estructura de lona gris acoge un enorme centro de tratamiento para pacientes de ¨¦bola, que fue inaugurado el pasado fin de semana por la presidenta de Liberia en persona, Ellen Johnson-Sirleaf y que ha contado con la financiaci¨®n de varias agencias de la ONU y, una vez m¨¢s, la cooperaci¨®n estadounidense. De hecho, fueron soldados americanos quienes levantaron esta enorme estructura en un tiempo r¨¦cord. Cincuenta y tres m¨¦dicos cubanos llegados tambi¨¦n hace unos d¨ªas al pa¨ªs colaboran all¨ª con las autoridades sanitarias locales para tratar de aislar y atender a los pacientes, una de las mejores maneras de evitar nuevos contagios.
Nadie se toca, la mayor¨ªa de los muertos ya no se entierran
sino que se incineran
A escasos cien metros, el hotel A la Lagune est¨¢ a rebosar de clientes. Situado en una zona privilegiada muy cerca del mar y con un hermoso restaurante que se asoma a la laguna de la que toma su nombre, son decenas las familias que aprovechan el domingo para pasar aqu¨ª unas horas de descanso. Su propietario, Augustus Payne, un hombre afable, ingeniero inform¨¢tico que ha residido durante a?os en EE UU, no tiene dudas. "Nos va a costar mucho recuperarnos de este golpe, encajar algo as¨ª no es f¨¢cil, y vamos a seguir necesitando ayuda. Estos meses he sentido que hab¨ªa gente que hablaba incluso con nostalgia del tiempo de la guerra, porque entonces sab¨ªan d¨®nde esconderse y de qui¨¦n huir. Ahora no lo saben. Pero una cosa es segura, saldremos adelante", explica.
Monrovia est¨¢ aprendiendo las lecciones y haciendo los deberes. Es como si hubiera dos ciudades, la que sufre directamente el martillo de la enfermedad y la que trata de impedir que no le alcance. Nadie se toca, la mayor¨ªa de los muertos ya no se entierran sino que se incineran, al primer s¨ªntoma la gente lo notifica y acude a los centros especializados, se lavan las manos con agua clorada todo el tiempo y en casa tienen material de protecci¨®n repartido por las ONG por si fuera necesario atender a alguna persona enferma que pudiera sufrir la infecci¨®n. Es pronto para cantar victoria, pero Monrovia se lame las heridas y empieza a levantar la cabeza.?
Tu suscripci¨®n se est¨¢ usando en otro dispositivo
?Quieres a?adir otro usuario a tu suscripci¨®n?
Si contin¨²as leyendo en este dispositivo, no se podr¨¢ leer en el otro.
FlechaTu suscripci¨®n se est¨¢ usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PA?S desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripci¨®n a la modalidad Premium, as¨ª podr¨¢s a?adir otro usuario. Cada uno acceder¨¢ con su propia cuenta de email, lo que os permitir¨¢ personalizar vuestra experiencia en EL PA?S.
En el caso de no saber qui¨¦n est¨¢ usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contrase?a aqu¨ª.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrar¨¢ en tu dispositivo y en el de la otra persona que est¨¢ usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aqu¨ª los t¨¦rminos y condiciones de la suscripci¨®n digital.