El Terror de los Austrias
P¨¦rez-Reverte sigue empe?ado en propiciar mi descr¨¦dito ante los que me rodean regal¨¢ndome armas. No s¨¦ si me estoy convirtiendo en su terror o en su hazmerre¨ªr
Har¨¢ once meses, en una columna titulada Noches armadas de Reyes, cont¨¦ que Arturo P¨¦rez-Reverte hab¨ªa adoptado la costumbre de regalarme cada Navidad un arma. Ya expliqu¨¦ entonces, para que los numerosos pazguatos no se escandalizaran, que se trata de perfectas r¨¦plicas y que las pistolas no disparan. (Los cuchillos ya son otra historia y he preferido no someterlos a prueba, no vaya a sajarme un dedo jugando.) Y enumer¨¦ la colecci¨®n atesorada: el bonito casco de los que llevaban los ingleses en la India, en Isandlwana, en el paso de Jaybar y en otros lugares ex¨®ticos, y con el cual en la cabeza me hab¨ªa pillado una periodista extranjera que no pudo evitar preguntarme con sorna: ¡°?Qu¨¦ tal se le ha dado hoy la caza del tigre?¡± Tener en casa tan favorecedores tocados lo invita a uno a encasquet¨¢rselos de vez en cuando; luego se pone a sus asuntos ¨Cpor ejemplo, escribir un art¨ªculo¨C y se olvida de lo que lleva encima, un desastre. La bayoneta de Kalashnikov, el pu?al Fairbairn-Sykes, el de marine americano. Y las armas de fuego: un Colt de 1873, una Webley & Scott de 1915 y, en la Navidad pasada, una Luger de 1908 que Arturo me entreg¨® en la Real Academia Espa?ola y con la que aterrorizamos a los miembros m¨¢s r¨ªgidos (recuerdo que uno, espantado ¨Cve conspiraciones por doquier, por las muchas mal¨¦volas en que participa¨C, corri¨® a esconderse bajo su propio sill¨®n de la Sala de Plenos; no s¨¦ si pens¨® que ¨ªbamos derechos por ¨¦l o si nos confundi¨® con anarquistas de principios de siglo, como salidos de una novela de Conrad).
Sin duda para evitarles m¨¢s alarmas a nuestros colegas, la mayor¨ªa gente recia y duradera pero en edad a la que sientan regular los sustos, me llam¨® el Capit¨¢n una tarde, mientras yo estudiaba a Sherlock Holmes, como relat¨¦ hace un par de domingos. ¡°?Vas a estar en casa?¡±, me pregunt¨®. ¡°Es que tengo algo voluminoso que darte, y no es cuesti¨®n de cargar hasta la Academia con ello. Si est¨¢s ah¨ª te lo acerco. Ando por tu zona, por los Austrias¡±. No pensaba moverme, ya que estaba resolviendo un caso, concretamente el del asesinato del propio Holmes a manos de su creador, Conan Doyle. As¨ª que al cabo de diez minutos le abr¨ª la puerta. Le brillaban los ojos como si trajera un tesoro o acabara de hacer un descubrimiento cient¨ªfico, y al hombro cargaba, en efecto, algo alargado y no ligero. Como yo estaba imbuido de Holmes, especul¨¦ antes de que abriera la zarrapastrosa bolsa de pl¨¢stico que envolv¨ªa el objeto (probablemente de contrabando). Para entonces ya hab¨ªa comprendido que, pese a mi columna de hac¨ªa un a?o, y a que le hab¨ªa rogado que pusiera t¨¦rmino a su escalada armament¨ªstica (la colecci¨®n me estaba haciendo quedar como un belicista sanguinario ante quienes visitan mi piso), no se resist¨ªa a seguir arm¨¢ndome, justamente en las fechas en que todo el mundo (aunque de boquilla) se desea paz y buena voluntad y estrellas y bienaventuranza. Tem¨ª que se tratara de una bazuca o un mortero. Pero no, con un adem¨¢n experto lo que extrajo de la bolsa fue una metralleta Sten que mont¨® en un periquete y que me alarg¨® muy ufano: ¡°Qu¨¦, qu¨¦ te parece. Una Sten, ya sabes, la que utilizaban los comandos aliados en la Segunda Guerra Mundial, la que lanzaban desde el aire a los resistentes y partisanos para combatir a los nazis, la que se encasquill¨® en el atentado a Heydrich¡±. ¡°Est¨¢s loco¡±, le dije, pero la verdad es que en seguida le ped¨ª que me ense?ara su funcionamiento. Y al poco me rega?aba: ¡°La coges mal. Como eres zurdo ¡¡± A m¨ª me pareci¨®, por el contrario, que era un arma ideada para zurdos, pues el abultado cargador queda a la izquierda y para un diestro ha de resultar un estorbo. Luego se larg¨®, tan satisfecho como hab¨ªa venido: ¡°Cu¨¦ntaselo a Tano, se morir¨¢ de envidia y sabr¨¢ manejarla. Pr¨¦stasela¡±.
Qu¨¦, qu¨¦ te parece. Una Sten, ya sabes, la que utilizaban los comandos aliados en la Segunda Guerra Mundial¡±
En los siguientes d¨ªas, al bailotear con la Sten en los brazos, vi sobresalto en los ojos de Aurora, que viene a trabajar a casa tres ma?anas por semana. No le debe de hacer gracia la escalada. No s¨¦ si por temor o por guasa, se despidi¨® llam¨¢ndome ¡°mi comandante¡±. Cuando subi¨® Mercedes, que trabaja conmigo otras tres ma?anas y que, por una serie de azares, sabe much¨ªsimo ahora de armas, me espet¨® al ver la pieza: ¡°?Qu¨¦ haces con un subfusil desmontable? O no, es m¨¢s bien pistola ametralladora¡±, precis¨® con pedanter¨ªa. Y a continuaci¨®n me mir¨® con preocupaci¨®n profunda: ¡°?Qu¨¦ va a ser lo pr¨®ximo? ?Un ca?¨®n? Te veo por muy mal camino¡±. Poco despu¨¦s vino a visitarme Carme, que ya me hab¨ªa tildado de Pancho Villa un a?o antes. ¡°?Qu¨¦, qu¨¦ vas a tomar al asalto?¡±, me dijo aguant¨¢ndose la risa. ¡°?Los cielos, como esos, o simplemente La Moncloa? ?O vas a entrenarte primero con El Riojano?¡± (Pasteler¨ªa en la que, por cierto, son muy amables conmigo.) Al d¨ªa siguiente vino un periodista alem¨¢n muy competente y simp¨¢tico, Paul Ingendaay, y nada m¨¢s ver la Sten alz¨® los brazos y exclam¨®: ¡°Me rindo, y me acojo inmediatamente a la Convenci¨®n de Ginebra¡±.
As¨ª que ya ven: Arturo sigue empe?ado en propiciar mi descr¨¦dito ante los que me rodean. No s¨¦ si me estoy convirtiendo en su terror o en su hazmerre¨ªr. Lo ¨²nico que me consuela es imaginar c¨®mo deben de ver al Capit¨¢n Alatriste sus allegados; porque si yo, sin querer, poseo ya el arsenal mencionado, no quiero ni imaginar c¨®mo tendr¨¢ ¨¦l su casa. Seguro que de los techos cuelgan aviones Messerschmitt y Lancaster, como en el Imperial War Museum de Londres, y que la piscina se la ocupan U-Boote, es decir, submarinos.
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