Elogio de la corrupci¨®n
Es dif¨ªcil de soportar el espect¨¢culo de quienes han arramblado con todo
En una de las escenas pol¨ªticamente m¨¢s impactantes del Espartaco de Stanley Kubrick, el inolvidable senador republicano que interpreta Charles Laugthon, a la proclama de uno de los miembros del Senado afirmando que ¡°Craso es el ¨²nico hombre de Roma que no se ha doblegado ante la corrupci¨®n republicana¡±, responde con rotundidad: ¡°Yo tolero una Rep¨²blica corrompida que asegure la libertad al pueblo, pero no tolerar¨¦ la dictadura que pretende imponer Craso sin ninguna libertad¡±. La corrupci¨®n, nos dicen los estudios demosc¨®picos, se ha encaramado a una de las posiciones de honor entre las preocupaciones de los espa?oles. El espect¨¢culo de esos p¨ªcaros de alto copete que, con una rapacidad tan s¨®lo comparable a su ordinariez est¨¦tica, han arramblado con todo cuanto han encontrado a su paso es, ciertamente, dif¨ªcil de soportar para cualquier sociedad con un m¨ªnimo sentido de la autoestima. Aunque puede que en la percepci¨®n tan lacerante que la ciudadan¨ªa tiene de este hecho haya influido su simultaneidad con los efectos m¨¢s devastadores de la crisis, tal y como se han encargado de se?alar algunos analistas, tampoco puede descartarse un componente no del todo desde?able de hipocres¨ªa colectiva: si fu¨¦ramos tan virtuosos como les interesa imaginarnos a los que proyectan toda la responsabilidad en ese ente de raz¨®n al que llaman la ¡°casta¡± pol¨ªtica, tal vez la extensi¨®n del lodazal no hubiera rebasado las dimensiones de otras sociedades de nuestro entorno con las que compartimos exactamente el mismo modelo de organizaci¨®n pol¨ªtica.
Ahora bien, una cosa es que nuestra sociedad haya padecido una serie de episodios de corrupci¨®n m¨¢s o menos intensivos (tan solo superados, seg¨²n los datos, por Italia y Grecia) y otra muy diferente la idea que, en un perverso ejercicio de birlibirloque ideol¨®gico, est¨¢n propagando con relativo ¨¦xito unos cuantos avispados profesores de teor¨ªa pol¨ªtica: que son las propias bases de nuestra democracia las que, desde su origen, est¨¢n corrompidas y que se impone, por tanto, un asalto m¨¢s o menos controlado a la legalidad vigente para sustituirla por un modelo alternativo del que, sin embargo, se nos ocultan con sumo cuidado sus perfiles y sus aristas. Por supuesto, la reducci¨®n de un fen¨®meno tan complejo como el de la corrupci¨®n, en el que se mezclan razones hist¨®ricas, culturales, sociales y jur¨ªdicas, a una sola causa no es m¨¢s que una burda simplificaci¨®n demag¨®gica, pero el hecho de que haya encontrado cr¨¦dito entre sectores m¨¢s o menos significativos de la ciudadan¨ªa hay que cargarlo en el debe, este s¨ª, de una democracia que a lo largo de sus casi 40 a?os de existencia ha fracasado estrepitosamente en el imperativo categ¨®rico de la pedagog¨ªa.
Lo peor viene de los se envuelven en la bandera de la incorruptibilidad
Sea como fuere, si hay un r¨ªo revuelto en el que hayan pescado siempre quienes aspiran imponer las formas m¨¢s diversas de tiran¨ªa (aunque esa tiran¨ªa sea la del pueblo) es, tal y como nos ense?a el senador romano Charles Laughton, el de la corrupci¨®n pol¨ªtica. Asociar corrupci¨®n y democracia ha sido unos de los expedientes m¨¢s transitados por los enemigos de esta ¨²ltima. Ya en su Rep¨²blica, el bueno de Plat¨®n equiparaba las sociedades democr¨¢ticas a las cualidades m¨¢s groseramente apetitivas del alma y dise?aba un modelo pol¨ªtico alternativo que anticipaba algunos de los rasgos m¨¢s caracter¨ªsticos de las pesadillas totalitarias de nuestro tiempo. Pero no hay que remontarse tan lejos: la expresi¨®n ¡°democracia corrupta¡± (o su sin¨®nimo en la conciencia de clase: democracia burguesa) era la moneda corriente de cambio de todos los movimientos autocr¨¢ticos del pasado siglo, de la misma forma que vuelve a serlo en nuestros d¨ªas para el fundamentalismo isl¨¢mico, confirmando lo que Fernando Savater, parafraseando a Nietzsche, llama ¡°el eterno retorno de lo memo¡±. Incluso nuestro ¨ªnclito caudillo, es preciso recordarlo, se refer¨ªa a la democracia en los t¨¦rminos siguientes: ¡°Todos hemos conocido, especialmente los que ya somos viejos, la ficci¨®n de los partidos pol¨ªticos, en los que la relaci¨®n entre representantes y representados se limita a la elecci¨®n entre varios nombres que los comit¨¦s de los partidos les presentan, y que en la casi totalidad de los casos los electores desconoc¨ªan; pero una vez lograda la investidura obraban a su antojo, sin tener en cuenta los intereses y la voluntad de los votantes. A ello oponemos nosotros nuestra democracia org¨¢nica¡±. Si les parece que el ¡°no nos representan¡± resopla a lo lejos, tal vez es que estemos hablando del mismo tipo de ballena.
Hace poco, el l¨ªder neocomunista de Syzira abundaba en este mismo diario que ¡°la derrota de los patrocinadores pol¨ªticos de la austeridad, la inseguridad y el miedo, de la corrupci¨®n y los esc¨¢ndalos, comienza en nuestros pa¨ªses. Nuestros pueblos tienen el futuro en sus manos para abrir la puerta del ma?ana a gobernantes incorruptibles¡±. Pues bien, tal vez sea llegado el momento de afirmar que la peor corrupci¨®n no es la que brota de forma m¨¢s o menos circunstancial en un r¨¦gimen de libertades, sino aquella que, como nos ense?a la figura de Robespierre, viene de quienes se envuelven en la bandera de la incorruptibilidad para instaurar un proyecto pol¨ªtico que, en el mejor de los casos, tan solo proyecta sombras inquietantes. Esas libertades que ellos motejan con desprecio de meramente formales son, por ejemplo, las que ha estado reivindicando la artista cubana Tania Bruguera, detenida en su pa¨ªs por el mero hecho de querer hacer en una plaza de La Habana lo que cualquiera de nosotros hacemos cada d¨ªa en cualquiera de las nuestras. Ciertamente, tenemos una democracia llena de deficiencias y defectos, y tal vez haya llegado el momento, por volver a Plat¨®n, de plantearse una segunda traves¨ªa, pero sin dejar que nos embauquen los fuegos de artificios de quienes quieren corromper nuestra libertad con el pretexto de que es una libertad corrompida.
Manuel Ruiz Zamora es fil¨®sofo e historiador del arte.
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