?M¨¢s o menos Estado?
Si falla el regeneracionismo, se abrir¨ªa otro ciclo de frustraci¨®n colectiva
Cuanto mayor es el campo de decisi¨®n de pol¨ªticos y funcionarios, m¨¢s favores distribuyen y m¨¢s fuertes son sus tentaciones. De ah¨ª que la corrupci¨®n est¨¦ tan ligada al peso del Estado. Para reducirla, los gobernantes deber¨ªan tomar menos decisiones; pero el espa?ol a¨²n cree que el Estado es la soluci¨®n de todos sus problemas, y los pol¨ªticos le dan lo que pide. Igualmente, lejos de limitar la actuaci¨®n del Estado, muchas propuestas de regeneraci¨®n s¨®lo buscan mejorarla, dando por supuesto que ello es posible. Si no lo es, y aun en el caso de que esa actuaci¨®n ideal fuera deseable, estas propuestas aumentar¨ªan las oportunidades de corrupci¨®n y despilfarro. Con la pretensi¨®n de intervenir mejor, acabar¨ªan por intervenir m¨¢s.
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Esta cr¨ªtica no es una enmienda a la totalidad de los esfuerzos regeneradores y regulatorios. Tan s¨®lo a los que omiten dos condiciones ¡°coasianas¡±: comparar todas las opciones relevantes, incluyendo las de un menor estatismo, y considerar las experiencias previas como un indicio de qu¨¦ posibilidades reales ofrece cada una de las opciones.
Pero muchas propuestas incumplen ambas condiciones. Sobre todo, cuando suponen que una reforma ser¨¢ eficaz sin m¨¢s que cambiar la ley, crear un nuevo ¨®rgano o reemplazar al decisor, un voluntarismo ordenancista que es muy com¨²n.
En lo econ¨®mico, suelen padecerlo las ideas relativas a la independencia de los ¨®rganos reguladores. No s¨®lo prejuzgan que tales ¨®rganos son siempre necesarios, sino que pueden ser en verdad independientes; y ello en un pa¨ªs que a¨²n no ha logrado separar el poder ejecutivo del judicial. Est¨¢ claro que no basta con sustituir a las personas, pero tampoco con trasplantar reglas formales. Si somos incapaces de regular bien, lo m¨¢s l¨®gico quiz¨¢ sea regular menos.
En lo pol¨ªtico, las propuestas para cambiar los mecanismos de representaci¨®n tambi¨¦n padecen un defecto similar: al no comparar de forma exhaustiva, dan por hecho que el resultado ser¨¢ favorable a sus reformas favoritas. Suponen, por ejemplo, que reformar el sistema electoral engendrar¨ªa m¨¢s competencia pol¨ªtica y ¨¦sta llevar¨ªa a elegir mejores l¨ªderes, quienes s¨ª racionalizar¨ªan el sector p¨²blico. Olvidan que son muchos m¨¢s quienes apoyan reformas parecidas porque creen que, por el contrario, nos llevar¨ªan a aumentarlo.
El voluntarismo cree que una reforma es eficaz solo por cambiar una ley
En lo institucional, tambi¨¦n se defienden a veces cambios radicales y costosos sin contemplar escenarios alternativos. Sucede as¨ª cuando se proponen rupturas institucionales que prometen el bienestar de forma autom¨¢tica. Es lo que hacen las propuestas m¨¢s populistas, tanto nacionales como regionales. Pero muchas otras, en apariencia mucho menos emocionales, tambi¨¦n tienen algo de magia, pues sugieren cambios cuyos beneficios se limitan a suponer. Su ret¨®rica es m¨¢s sofisticada, pero tampoco suelen comparar opciones reales, sino una realidad parcial, descrita por sus peores atributos, con un para¨ªso virtual.
Las propuestas m¨¢s simples son incluso expl¨ªcitas en este punto: se limitan a sustituir reguladores, gobernantes o sujetos de soberan¨ªa, pero no se molestan en definir nuevos incentivos, ni a ciudadanos ni a pol¨ªticos. Tan s¨®lo conf¨ªan en que los nuevos decisores se comporten mejor que los anteriores. Y ello pese a que, al no cambiar cultura ni incentivos, parece sensato suponer que todos ellos lo har¨ªan de forma similar.
Cierto que algunas propuestas s¨ª modificar¨ªan los incentivos, en especial las que lograsen intensificar la competencia entre partidos. Pero tambi¨¦n caen en el idealismo, pues suponen que la cultura y en especial las actitudes ciudadanas, incluso en el corto plazo, carecen de importancia. Por desgracia, esas actitudes hacen que no sea obvio a qu¨¦ nivel conviene aumentar la competencia pol¨ªtica. Ni siquiera est¨¢ claro que sea bueno aumentarla con una ciudadan¨ªa que sabemos poco predispuesta a informarse y contribuir con su esfuerzo al control de lo p¨²blico. En tales condiciones, hasta es probable que aumentar la competencia entre partidos s¨®lo genere m¨¢s populismo, como suced¨ªa en la d¨¦cada de 1930, y como en parte ya hemos presenciado, a ra¨ªz de la creciente competencia pol¨ªtica que ha tra¨ªdo la crisis.
Incluso sucede algo similar con la competencia dentro de los partidos. Se cree que el control que ejercen sus c¨²pulas es excesivo, que inhibe la discusi¨®n de ideas y la selecci¨®n de buenos l¨ªderes. Es una cr¨ªtica veros¨ªmil, pero algunos indicios emp¨ªricos la ponen en duda. Las escisiones a escala local y auton¨®mica han sido numerosas y, lo que es peor, a menudo han dado lugar a partidos de calidad cuestionable. De un lado, las escisiones indican competencia interna. De otro, esa baja calidad confirma la conjetura de que, en este ¨¢mbito, los efectos de la competencia pueden ser negativos. No olvidemos, por ¨²ltimo, las dudas que suscita el funcionamiento de las primarias, ni que los nuevos partidos, pese a tener reglas internas diferentes, exhiben algunos vicios similares a los de los antiguos.
Si somos incapaces de regular bien, lo m¨¢s l¨®gico quiz¨¢ sea regular menos
Las reformas institucionales son, sin duda, necesarias. Pero debemos ser rigurosos en su planteamiento. Adem¨¢s, es esencial complementarlas con un remedio m¨¢s simple y democr¨¢tico, pero que requiere un enfoque radicalmente distinto, mucho m¨¢s bottom-up. En vez de cambiar tan s¨®lo los liderazgos, su ilustraci¨®n o su benevolencia, mejoremos la informaci¨®n que nutre las preferencias ciudadanas, muchas de las cuales no reflejan nuestros valores. Me refiero, en especial, a la informaci¨®n sobre los servicios p¨²blicos y el pago de impuestos, informaci¨®n que hoy distorsionamos mediante todo tipo de gratuidades ficticias e impuestos invisibles. Hag¨¢mosla m¨¢s clara e ineludible, de modo que el ciudadano ya no haya de esforzarse tanto para votar mejor, ni menos aun depender de la buena voluntad de los nuevos ¡°predicadores¡±, ya se trate de pol¨ªticos, periodistas o intelectuales. No ocultemos las diferencias de rendimiento y calidad en los servicios p¨²blicos, desde las escuelas a los hospitales, o la cuant¨ªa de nuestra futura pensi¨®n. Y dejemos de enga?arnos, como hacemos con la falacia de las cargas sociales ¡°a cargo de la empresa¡±, como si ¨¦stas no fueran parte del impuesto al trabajo. En una palabra, hagamos que el ciudadano sienta qu¨¦ paga y qu¨¦ recibe, de tal modo que pueda prescindir tanto de la mera transparencia documental como de homil¨ªas interpretativas.
No es una propuesta espectacular, pero ofrece una gran ventaja: en vez de prometer un man¨¢ inaccesible para, en el fondo, suplantar la voluntad del ciudadano, busca tratarle como adulto, para que sea ¨¦l quien en verdad decida la cuesti¨®n clave: d¨®nde quiere m¨¢s o menos Estado. La propuesta cobra todo su valor al ponderar que, sin ciudadanos adultos, los cambios institucionales ni se intentan; o, si se intentan, generan graves conflictos y no suelen perdurar.
En otro caso, tambi¨¦n el buen gobierno corre el riesgo de convertirse en una excusa al servicio de quien lo predica. Ello en modo alguno justifica el mal gobierno que, hoy como ayer, padecemos; pero el regeneracionismo ha de evitar volver a equivocarse, un error con el que s¨®lo iniciar¨ªamos un nuevo ciclo de frustraci¨®n colectiva.
Benito Arru?ada es catedr¨¢tico de la Universidad Pompeu Fabra.
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