En el nombre de...
A quien pretenda ser portavoz de una abstracci¨®n ¡ªDios, el pueblo, una naci¨®n¡ª debemos pedirle que ense?e el poder notarial por el que le hizo su mandatario. Las identidades colectivas no protagonizan la acci¨®n pol¨ªtica
Clases, naciones, civilizaciones, dioses, pueblan nuestro discurso diario como si fueran reales y tangibles, como si fueran ¨¢rboles, animales o edificios. Y son meras convenciones, necesarias para la vida social y nuestra comprensi¨®n del mundo, pero inaprehensibles como actores en el escenario humano.
¡°En el nombre de Dios todopoderoso¡±, comienzan su serm¨®n los ulemas o los obispos. ¡°En representaci¨®n del proletariado¡±, dicen ¡ªo dec¨ªan¡ª hablar los partidos comunistas. ¡°Lo que Catalu?a pide es¡±, o¨ªmos a cualquier nacionalista; a lo que su contrincante, con no menor desenvoltura, le opone: ¡°Espa?a no puede consentir¡¡±. Otros se arrogan la representaci¨®n de ¡°la gente¡± o ¡°el pueblo¡±. Y hay quien propone una ¡°alianza de civilizaciones¡± y se abraza un dirigente ex¨®tico convencido de ser una civilizaci¨®n; a lo que un polit¨®logo conservador opone su pesimista diagn¨®stico de una ¡°guerra de civilizaciones¡±, sin explicar c¨®mo dan ¨®rdenes y movilizan ej¨¦rcitos¡ Cualquiera que oiga una de estas, aparentemente ingenuas, expresiones, deber¨ªa alarmarse, pulsar de inmediato el bot¨®n de las alarmas.
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Porque no estamos ya en el mundo mental de los autos sacramentales, unos dramas aleg¨®ricos en los que aparec¨ªan personajes que encarnaban ideas, como la Fe, el Pecado, la Primavera, el Apetito, la Sabidur¨ªa, la Caridad o el Error, y que expon¨ªan con nitidez las ventajas o inconvenientes de esas abstracciones. Era una manera sencilla de explicar a una sociedad poco letrada las complejidades teol¨®gicas de una religi¨®n com¨²n a todos. Pero hoy, despu¨¦s de lo que hemos sufrido con guerras religiosas e ideol¨®gicas, ?podemos consentir que alguien hable en nombre de Dios, el proletariado, el islam, Catalu?a, Espa?a o ¡°la gente¡±? ?Qui¨¦nes son, d¨®nde est¨¢n, estos entes? ?Qui¨¦n puede presumir de haberlos conocido en persona, de haberse tomado una copa o dado de bofetadas con ellos?
A quien pretenda ser portavoz de un ente et¨¦reo deber¨ªamos exigirle que nos lo presentara o que nos ense?ara el poder notarial por el que le hizo su mandatario. Si no, que no se ofenda si dudamos de su representatividad. Un esc¨¦ptico sano, cuando se enfrenta con una demanda en nombre de estos entes et¨¦reos, siente ganas de actuar como un juez que manda al ujier que se asome al pasillo y diga en voz alta y clara: ¡°?Que pase Dios (o Catalu?a, el proletariado, la gente, la civilizaci¨®n X)!¡±. No hace falta ser un descre¨ªdo rastrero para augurar que no aparecer¨¢ nadie.
Nuestro an¨¢lisis o nuestra explicaci¨®n del mundo deben partir siempre de datos verificables
Puede, eso s¨ª ¡ªincluso es probable¡ª, que se presente alguien que ostente un cargo de una instituci¨®n y diga que habla en nombre de esa clase social, naci¨®n, civilizaci¨®n o divinidad. Pero no podr¨¢ evitar que haya otro que reclame de inmediato representar tambi¨¦n a ese mismo ente ideal y le denuncie como farsante, sosteniendo a continuaci¨®n una propuesta pol¨ªtica opuesta a la suya. La pretensi¨®n, por ejemplo, de un comunista de ser el portavoz del proletariado le ser¨¢ disputada por socialistas, anarquistas, trotskistas o mao¨ªstas, que acusar¨¢n al primero, como poco, de traidor a los intereses de clase, y, si les dejan explayarse, de asesino cargado de una ristra de cr¨ªmenes, muchos de ellos contra camaradas de los segundos. Por no hablar de los obreros apol¨ªticos, o sin afiliar, que ser¨¢n quiz¨¢s mayor¨ªa y que podr¨ªan perfectamente reclamar el derecho a ser reconocidos como el aut¨¦ntico proletariado. No digamos la cantidad de competidores que le saldr¨¢n al que pretenda hablar en nombre de Dios. No solo ha habido innumerables dioses en la historia humana, sino que quienes rinden culto a uno determinado est¨¢n divididos en una mir¨ªada de Iglesias, cada una de las cuales pretende ser la ¡°verdadera¡±. La historia registra muchas batallas en las que ej¨¦rcitos enfrentados invocaron, poco antes de acuchillarse mutuamente, la protecci¨®n de un mismo Dios. Y, en general, el funcionario clerical que act¨²a en nombre de una divinidad odia menos a los fieles de otras religiones que al ¡°hereje¡± que venera al mismo Dios que ¨¦l pero interpreta el mensaje sagrado de un modo distinto ¡ªaunque sea levemente distinto¡ª al suyo.
No quiero entrar aqu¨ª en un debate filos¨®fico sobre lo que es una abstracci¨®n y sus diferencias con esencias, tipos ideales o universales. Me refiero a una cierta clase de abstracciones: a las identidades colectivas, esos conjuntos sociales a los que los individuos nos adscribimos y que nos etiquetan, diferencian, comparan y discriminan, sea positiva o negativamente. Estos entes pueblan nuestro discurso cotidiano, creemos en ellos, cohesionan nuestra sociedad y nos movilizan contra los que consideramos ¡°nuestros¡± enemigos. Pero, estrictamente hablando, ni protagonizan la acci¨®n pol¨ªtica ni explican la causalidad hist¨®rica. Esto lo hacen organizaciones o grupos concretos que, eso s¨ª, dicen actuar en nombre de una colectividad o de un programa o mensaje moral. Y, en efecto, nacieron un d¨ªa en defensa de ese conjunto o al servicio de esa idea, suficientemente atractivos en su momento como para hacerles alcanzar el ¨¦xito; y siguen hoy difundiendo, de manera rutinaria, aquel mensaje o identidad que marcan a sus seguidores. Pero, en sus decisiones diarias, los intereses de la propia organizaci¨®n priman sobre los principios del mensaje fundacional. Y eso, los intereses y motivaciones de quienes incitan a la acci¨®n, es lo que explica los enfrentamientos y los acuerdos, mucho m¨¢s que la referencia a la colectividad o al mensaje ideal del fundador, ilocalizable la primera y muerto el segundo hace quiz¨¢s milenios.
Para explicar el pasado o el presente, lo m¨ªnimo que debemos exigir a un historiador o un cient¨ªfico social es que su an¨¢lisis parta de sujetos concretos, inequ¨ªvocos, de los que pueda documentar reuniones, decisiones y actuaciones. Es decir, que no atribuya la autor¨ªa de los hechos a la burgues¨ªa o al proletariado, a Espa?a o a Catalu?a, al islam o al cristianismo, a la gente o la casta, sino al partido o sindicato A o B, al c¨ªrculo nacionalista X o Z, a la iglesia tal o cual, a esta o aquella corporaci¨®n financiera, al grupo revolucionario Mano Negra o a la oficina contraterrorista MI5. Los cuales, por supuesto, tienen estados mayores, dan ¨®rdenes, las difunden a trav¨¦s de redes, proporcionan medios para ejecutarlas¡ Esa es la mano que act¨²a, y no la del ente colectivo al que llamamos religi¨®n o civilizaci¨®n. Y lo hace, por cierto, con las debilidades y miserias propias del ser humano, mucho mejor reflejadas en los calamitosos delincuentes de los hermanos Coen que en los recios e infalibles h¨¦roes de los western cl¨¢sicos.
?Podemos consentir que alguien hable por Dios, el islam, Catalu?a, Espa?a o ¡°la gente¡±?
Este no es un llamamiento en favor de un empirismo ingenuo. No estoy diciendo que el an¨¢lisis pol¨ªtico o el relato hist¨®rico deban limitarse a registrar datos y hechos. Los datos no bastan para explicar nuestro entorno ni nuestro pasado. Necesitan ser interpretados, para lo que nuestra mente recurre a esquemas mentales, a conceptos abstractos. Pero estos son solo instrumentos anal¨ªticos, no realidades. En cuanto a los sujetos colectivos o los conjuntos normativos que pueblan nuestro discurso ¡ªclases, naciones, doctrinas, mitos, promesas redentoras¡ª, tienen realidad, en la medida en que creemos en ellos y actuamos movidos por ellos; pero tampoco son los autores o los protagonistas de los acontecimientos. Nuestro an¨¢lisis, o nuestra explicaci¨®n del mundo, debe partir siempre de datos verificables: el individuo X se reuni¨® con Y el d¨ªa tal en el sitio A o B y le hizo esta o aquella propuesta. Que lo hiciera diciendo actuar en nombre de una idea es lo de menos, aunque tampoco debamos despreciarlo, porque quiz¨¢s ayude a entender por qu¨¦ fue aceptado o rechazado.
Seamos exigentes con cualquiera que suba al escenario ¡ªo baje al ruedo, si prefieren met¨¢foras taurinas¡ª diciendo que representa a una abstracci¨®n. A ver, papeles. Que se identifique, que lo demuestre. Cosa que, no hace falta a?adir, no podr¨¢ hacer. Si, pese a ello, aceptamos que quien act¨²a es el ente incorp¨®reo al que ¨¦l dice encarnar, simplificaremos de manera infantil la realidad, idealizaremos en exceso las motivaciones de los personajes, abonaremos el campo para visiones conspiratorias y encarrilaremos los problemas por sendas que dificultan los acuerdos.
Jos¨¦ ?lvarez Junco es historiador. Su ¨²ltimo libro es Las historias de Espa?a (Pons?/?Cr¨ªtica).
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