Democracia sin h¨¦roes
Pel¨ªculas sobre dictadores, parodias islamistas... Crece la fascinaci¨®n de la cultura contempor¨¢nea por el extremismo pol¨ªtico
En el ¨²ltimo v¨ªdeo de Dakota Johnson, una chica occidental se despide de sus padres. Un cap¨ªtulo m¨¢s, suponemos, en ese ritual norteamericano que consiste en darle categor¨ªa tr¨¢gica al hecho de irse a la Universidad. Hasta ah¨ª todo normal, con la aflicci¨®n t¨ªpica que suele acompa?ar estas separaciones filiales. El ¡°detalle¡± es que, al final, la recogen unos barbudos armados en su tanque y en realidad la muchacha est¨¢ diciendo adi¨®s¡ ?para enrolarse en el Estado Isl¨¢mico!
No hace falta decir que el impacto provocado por este enga?o ha dado lugar a las lecturas m¨¢s variadas. Unos lo interpretan en clave positiva, como una llamada de atenci¨®n sobre algo que puede pasar en cualquier familia, por muy occidental que sea. Otros lo consideran un acto de frivolidad que banaliza, incluso exalta, la crueldad extrema del terrorismo. En cualquier caso, si algo podemos dar por cierto es que el v¨ªdeo de la protagonista de 50 sombras de Grey no ser¨¢ el ¨²ltimo en el que aflore ¡ªcomo ficci¨®n o como documento, como montaje o como prueba¡ª la fascinaci¨®n creciente de los extremismos pol¨ªticos en esta era de la imagen.
Cuando el videoarte empezaba a languidecer en los museos, parece haber encontrado acomodo en estos reductos siniestros desde los que puede lanzar mensajes m¨¢s espectaculares y, por supuesto, m¨¢s atendidos: del narcotr¨¢fico o dictaduras extravagantes, de psic¨®patas ideol¨®gicos o tiranos can¨ªbales...
Visto con distancia, hoy Rambo nos provoca risa y Smiley nos produce melancol¨ªa
Antes de la era de la imagen, en el mundo blanquinegro de la Guerra Fr¨ªa, los h¨¦roes tambi¨¦n pod¨ªan presumir de un curr¨ªculo sangriento. Pero les amparaba una licencia para matar por el hecho de defender, as¨ª se nos dec¨ªa, la causa mayor de la libertad. Reagan ped¨ªa que la naci¨®n estirara sus m¨²sculos y r¨¢pidamente la ficci¨®n se sacaba de la manga el Rambo de Sylvester Stallone, el coronel Braddock de Chuck Norris o el Jack Ryan de Harrison Ford, tipos que enfrentaban una conspiraci¨®n de la guerrilla colombiana con la misma parsimonia que se pasaban una pel¨ªcula entera matando vietnamitas. No todo era as¨ª de obvio, por supuesto. Tambi¨¦n cont¨¢bamos con antih¨¦roes solitarios como el Smiley de John le Carr¨¦, un esp¨ªa t¨ªmido ¡ªcon la misma licencia para matar que su paisano James Bond, eso s¨ª¡ª, capaz de urdir cualquier trampa imaginable en contra de sus principios, pero a favor de la democracia.
Lo cierto es que, visto con distancia, hoy Rambo nos provoca risa y Smiley nos produce melancol¨ªa. Y que sigue creciendo el atractivo de personajes reales para quienes las coartadas pol¨ªticas ya carecen de importancia. Lo verdaderamente significativo, en nuestros d¨ªas, no es por qu¨¦ se mata, sino c¨®mo se mata. Y la inmoralidad a la que te puede llevar una causa pol¨ªtica ha dado paso a la amoralidad del acto que ya no la necesita. Cualquier ambig¨¹edad, la m¨¢s m¨ªnima duda est¨¢n siendo desterradas en la nueva cultura de la violencia.
M¨¢s all¨¢ de que un Gadafi o tres Kim nos parezcan pintorescos, el embeleso por el extremismo rebasa a personas o grupos humanos
Un d¨ªa decidimos ver Red Army ¡ªesa epopeya del equipo sovi¨¦tico de hockey al que echaron sobre los hombros toda la gloria de un sistema, un mundo, una ideolog¨ªa¡ª como otro d¨ªa podemos elegir 300 ¡ªesa otra epopeya de la antigua Esparta cuyos soldados cumpl¨ªan un destino parecido en tiempos de yelmo y espada¡ª. O hacemos cola para ver The Act of Killing ¡ªcon la demoledora confesi¨®n de unos asesinos jubilados¡ª, como antes segu¨ªamos cada entrega de Rambo en Vietnam. (A fin de cuentas, ambos se prodigaron matando comunistas en el sudeste asi¨¢tico). Lo que diferencia las nuevas entregas es ese gusto por el extremismo que va calando en la cultura contempor¨¢nea y que refleja un desd¨¦n por cualquier forma de la moderaci¨®n. Si antes segu¨ªamos la cultura desde aquellos rastros de carm¨ªn que detect¨® Greil Marcus, o desde el radicalismo chic del que hablaba Tom Wolfe, hoy la marca de sangre es suficiente para sustituir esas viejas sofisticaciones.
De ah¨ª la fascinaci¨®n que ejerce la familia Kim en Corea del Norte o exagentes del KGB que llevan las riendas de la nueva oligarqu¨ªa, los usos fascistas de la moda o francotiradores sin otra ideolog¨ªa que la de su profesionalismo, consistente en matar de la manera m¨¢s perfecta posible.
A todo el proyecto Vice, probablemente, le debamos buena parte del afianzamiento de esta est¨¦tica del extremismo
Entre los delirios de esta moda aparece, de repente, Muamar el Gadafi intentando colocarle una exposici¨®n de sus trajes nada menos que al Museo Metropolitano de Nueva York. ?El gancho? Aparte de su extravagancia y su abundante fondo de armario, la reivindicaci¨®n de un extra?o copyright: el caudillo libio requer¨ªa un acto de justicia pues entend¨ªa que hab¨ªa sido copiado por estrellas occidentales como Michael Jackson o James Brown. (Y es posible, por cierto, que tuviera raz¨®n).
M¨¢s all¨¢ de que un Gadafi o tres Kim nos parezcan pintorescos, el embeleso por el extremismo rebasa a personas o grupos humanos. Pa¨ªses y territorios enteros se han convertido en escalas perfectas desde las cuales la pol¨ªtica asume todas las caracter¨ªsticas de un deporte extremo. Basta con que nos enfoquemos en Corea del Norte o Guant¨¢namo, sitios cerrados en los que el capitalismo y el comunismo han experimentado sus desmesuras.
En la c¨¢rcel de Guant¨¢namo encontramos un compendio del terrorismo islamista y, al mismo tiempo, las torturas de la democracia. Tambi¨¦n la atenci¨®n de un dramaturgo como Harold Pinter, cineastas como Michael Winterbottom y Mat Whitecross, los graffitis de Banksy o el thriller de esp¨ªas servido por Frederick Forsyth.
El caso de Corea del Norte es, si cabe, todav¨ªa m¨¢s curioso. Y llama la atenci¨®n que el pa¨ªs definido como el m¨¢s cerrado del mundo haya impactado ¨²ltimamente con tanta fuerza en la cultura occidental. Desde una exposici¨®n colectiva como El peso de la historia, que recoge los carteles comunistas, hasta la fotograf¨ªa de Charlie Crane, Andreas Gusrski o Noh Suntag. Desde El leopardo, la novela que vali¨® un Pulitzer a Adam Johnson hasta Sin ti no hay nosotros, libro desde el cual Suki Kim nos descubre los entresijos de la ¨¦lite norcoreana. Todo ello sin olvidar un programa que le dedica En tierra hostil o el n¨²mero pionero de la revista Vice.
A todo el proyecto Vice, probablemente, le debamos buena parte del afianzamiento de esta est¨¦tica del extremismo, en el que lo pol¨ªtico se empareja con un botell¨®n y una rave puede alcanzar el mismo rango que una guerra civil en Liberia. Una est¨¦tica que saca petr¨®leo de la ortodoxia, el hiperrealismo, la improductividad de lo ambiguo y el encumbramiento de la l¨ªnea dura. En el subsuelo de todo, una democracia en declive que se ha quedado sin h¨¦roes desde el mismo momento en que tambi¨¦n ha renunciado a la duda.
Si Vice es la plataforma ideal de esta cultura, un personaje como Lim¨®nov es su Frankenstein perfecto. Con esa manera de compactar, en s¨ª mismo, el fascismo y el comunismo, Stalin y los genocidas balc¨¢nicos, para proponer una alternativa pol¨ªtica al mundo de hoy.
La publicidad lo dice todo sobre esta tendencia. De ah¨ª que en sus predios los l¨ªderes, tiranos o asesinos realmente existentes ya sustituyan sin problema a los modelos. En su exposici¨®n Sistema operativo, que puede verse en el Reina Sof¨ªa, Daniel G. And¨²jar dedica una sala a esos usos publicitarios del comunismo, el fascismo, la revoluci¨®n, el caudillismo o la democracia. Y a la amalgama, sin jerarqu¨ªa, de Lenin y Putin, Aznar y Che Guevara, Ronald Reagan y Fidel Castro. Todos rentables, todos histri¨®nicos, todos resultones. El proyecto muestra las entra?as de c¨®mo funciona esta dimensi¨®n posdemocr¨¢tica en la que todo vale por igual y en la que la superficie banal de su espectacularidad parece bastarle para ofrecernos las claves de la verdadera operatividad del sistema.
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