Cuba antes de la revoluci¨®n
Un periodista brit¨¢nico aterriz¨® en La Habana en 1957 con el encargo de contactar con Hemingway y conocer las posibilidades de la guerrilla de Fidel El cambio estaba en marcha. Y la isla, una mezcla de casinos, esp¨ªas y prostitutas, despertaba la misma expectaci¨®n que hoy frente a lo desconocido
Norman Lewis, el m¨¢s grande escritor de viajes desde Marco Polo seg¨²n Auberon Waugh, viaj¨® a La Habana en 1957 con la doble misi¨®n de consultarle a Hemingway las posibilidades de la guerrilla de Fidel Castro e investigar qu¨¦ vendr¨ªa despu¨¦s de El viejo y el mar. Por el camino dio con un mech¨®n de vello p¨²bico de Catalina la Grande, consult¨® a la santera del dictador Batista y medi¨® en un duelo a muerte provocado por Ava Gardner.
Fue su editor londinense, Jonathan Cape, quien le pidi¨® que averiguara qu¨¦ escrib¨ªa ahora Hemingway, al que publicaba en Inglaterra. La consulta sobre pol¨ªtica cubana era encargo de Ian Fleming, inventor de la saga de James Bond, jefe de la secci¨®n internacional de The Sunday Times y con lazos en la inteligencia naval brit¨¢nica, donde sirviera durante la guerra. Fleming y Lewis se hab¨ªan conocido en la fiesta navide?a de Jonathan Cape. Los reuni¨® el azar alfab¨¦tico, pues las escasas dimensiones del local obligaban a m¨¢s de una convocatoria. A ellos les correspond¨ªa la segunda, aunque Fleming malici¨® que aquella era la fiesta de los autores de segundo rango, y se?al¨® a unas cuantas letras que no tendr¨ªan por qu¨¦ estar all¨ª. Elogi¨® la novela m¨¢s reciente de Lewis, conversaron de poes¨ªa y cuando Lewis confes¨® que Garc¨ªa Lorca era su poeta favorito, le pregunt¨® si lo le¨ªa en espa?ol y quiso conocer de sus viajes por Centroam¨¦rica. As¨ª que quedaron para almorzar al d¨ªa siguiente y a los postres le propuso la expedici¨®n a Cuba.
Acreditado por The Sunday Times, Norman Lewis lleg¨® a La Habana un domingo de fines de diciembre. Hab¨ªa estado all¨ª 20 a?os antes y ahora encontraba mayores razones para admirarla: La Habana era la ciudad m¨¢s hermosa de las Am¨¦ricas. Tom¨® una habitaci¨®n en el Sevilla Biltmore y pregunt¨® por Edward Scott, editor de The Havana Post, quien viv¨ªa en una suite del hotel y cuyas se?as le hab¨ªa pasado Fleming.
Se dec¨ªa que Scott era uno de los cuatro individuos que sirvieron de modelo para James Bond, aunque aquel hombre bajo y de expresi¨®n ani?ada decepcionaba bastante como cuarta parte de 007. Con un habano en sus manos regordetas, pluma de oro en el bolsillo, zapatos bien lustrados y la amante de turno (negra, seg¨²n alcanz¨® a ver Lewis) esper¨¢ndolo en su habitaci¨®n, a Scott le pareci¨® risible la idea de consultar al novelista estadounidense. Pero Lewis insisti¨® en que Ian Fleming ten¨ªa noticias de un encuentro entre Castro y Heming?way en una de las cacer¨ªas del escritor por las monta?as. ¡°La ¨²nica monta?a donde Hemingway caza es el Montana Bar¡±, cort¨® Scott. En cualquier caso, ¨¦l era el peor conducto para llegar al novelista, pues acababa de retarlo a duelo.
Lewis tuvo que sonre¨ªr, ?es qu¨¦ all¨ª la gente se bat¨ªa a duelo todav¨ªa? Bueno, si visitaba la morgue de la ciudad (y tal visita val¨ªa la pena), descubrir¨ªa entre los cad¨¢veres de estudiantes revolucionarios a uno o dos duelistas. Noches antes, Ava Gardner acompa?¨® a Hemingway a la fiesta del embajador brit¨¢nico por el cumplea?os de la reina, y en un momento de jolgorio se desembaraz¨® de su ropa interior, agit¨¢ndola en el aire. Scott lo consider¨® un insulto a la corona, Hemingway lo amenaz¨® con darle una paliza y ¨¦l no tuvo m¨¢s remedio que enviarle invitaci¨®n para batirse. As¨ª que tendr¨ªa que apresurarse si deseaba encontrarlo con vida.
El escritor Norman Lewis pregunt¨® por el apoyo que ten¨ªan las fuerzas de Fidel Castro. ¡°Hay un mont¨®n de j¨®venes de clase media que ven en ¨¦l su ¨²nica oportunidad de llegar a alguna parte¡±
Luego de enviar una nota al novelista estadounidense, Norman Lewis se dedic¨® a husmear en busca de gente interesante y dio con el general Enrique Loynaz del Castillo y el tambi¨¦n general Carlos Garc¨ªa V¨¦lez, embajador en Londres durante 12 a?os.
¡°En la prensa suele aparecer que tengo 94 a?os¡±, salud¨® Garc¨ªa V¨¦lez. ¡°No es verdad, solo tengo 93.¡±
Plantas y muebles victorianos repletaban el sal¨®n. El general ten¨ªa siempre a mano su lectura favorita, el Edinburgh Journal, que coleccionaba desde el n¨²mero inicial de 1764. Hijo del general Calixto Garc¨ªa I?¨ªguez, un bisabuelo suyo hab¨ªa peleado contra Bol¨ªvar en Carabobo. Hollywood hab¨ªa hecho una pel¨ªcula con la historia de su padre, pero ¨¦l no la conoc¨ªa. No sent¨ªa el m¨¢s m¨ªnimo inter¨¦s por el cine o la televisi¨®n. Loynaz del Castillo record¨® entonces que Barbara Stanwyck protagonizaba el filme, Mensaje a Garc¨ªa. ¡°Una chica muy guapa¡±, lament¨® no haber coincidido con ella.
Graduado de cirujano dental en Madrid, Carlos Garc¨ªa V¨¦lez fue el director fundador en 1894 de la Revista Espa?ola de Estomatolog¨ªa, segunda de su clase en el mundo. Sin embargo, debi¨® regresar entonces a Cuba y estrenarse como combatiente. ¡°Cuando digo que la guerra se dirigi¨® con la brutalidad m¨¢s extrema me refiero a los dos bandos¡±, resumi¨®. ?l la recordaba como un historiador y dejaba los aspavientos del patriotismo para su amigo Loynaz.
Ambos generales sopesaron si el visitante merec¨ªa conocer el ¨¢lbum. Decidida la consulta a su favor, Garc¨ªa V¨¦lez busc¨® un manojo de llaves, apart¨® una aspidistra y coloc¨® sobre la mesa el legado de Francisco de Miranda, antecesor suyo, combatiente de las guerras de independencia de Estados Unidos y Venezuela, y cuyo nombre aparec¨ªa inscripto en el Arco del Triunfo como h¨¦roe de la Revoluci¨®n Francesa.
Cada p¨¢gina de aquel ¨¢lbum dieciochesco conten¨ªa un pu?ado de cabellos y una dedicatoria de la dama a la que pertenecieran. All¨ª ten¨ªan, al alcance de los dedos, m¨¢s de 50 muestras de vello p¨²bico de algunas de las muchas amantes de Miranda. Al menos una de aquellas muestras ten¨ªa gran inter¨¦s muse¨ªstico, la perteneciente a Catalina II, emperatriz de todas las Rusias. Al pie de su pelusa real pod¨ªa verse rubricada una espl¨¦ndida y arrogante K. El general Garc¨ªa V¨¦lez coment¨® que, descontando lo que pudiese contener su sepulcro, aquello era cuanto sobreviv¨ªa del cuerpo de Catalina la Grande. Y pensar que su propuesta de donaci¨®n del ¨¢lbum le hab¨ªa deparado el rechazo del Museo Nacional¡
(Norman Lewis se vio con el magnate azucarero Julio Lobo para hablar del apoyo empresarial a Castro, y de haber tratado acerca de sus colecciones, habr¨ªa tenido noticias de otro mech¨®n notable: el de Napole¨®n, que Lobo atesoraba junto a una muela del emperador. En La Habana coexist¨ªan, por tanto, dos mechones imperiales, el de Napole¨®n y el de Catalina. La primera de estas reliquias se exhibe hoy en el Museo Napole¨®nico, adonde fue a dar la colecci¨®n de Julio Lobo incautada por el r¨¦gimen revolucionario, pero del ¨¢lbum de Francisco de Miranda no conozco m¨¢s que lo que cuenta Lewis).
Dejando atr¨¢s batallas y galanter¨ªas de otros siglos, Norman Lewis pregunt¨® por el apoyo que ten¨ªan las fuerzas de Fidel Castro. ¡°Hay un mont¨®n de j¨®venes de clase media que ven en ¨¦l su ¨²nica oportunidad de llegar a alguna parte¡±, le asegur¨® Garc¨ªa V¨¦lez.
Meses antes, en febrero de 1957, el reportero de The New York Times Herbert L. Matthews entrevistaba al jefe de la guerrilla en su campamento. La entrevista result¨® tan crucial que un libro sobre el tema considera a Matthews ¡°el hombre que invent¨® a Fidel Castro¡±. Vaquero, uno de los organizadores del viaje de Matthews a la Sierra Maestra, se cit¨® con Norman Lewis en el hotel Sevilla. Parec¨ªa hacer tan descuidadamente su trabajo que iniciaron tratos sin chequeo previo, y cuando un limpiabotas se les acerc¨®, ¨¦l sigui¨® hablando como si nada.
Estaban a pocos metros de la sede de la inteligencia militar. En la calle se produjeron disparos y vieron hombres corriendo a lo lejos. Los jugadores de un billar cercano iban armados y continuaron en lo suyo. Una prostituta cara aprovech¨® la ocasi¨®n para dejarles su tarjeta. Vaquero dijo estar aburrido de la vida en la sierra y sentirse solo en la capital, donde no conoc¨ªa a nadie. En un cine cercano echaban una pel¨ªcula de g¨¢nsteres y le pregunt¨® a Lewis si no le apetec¨ªa acompa?arlo. Entretanto, Edward Scott practicaba tiro en la redacci¨®n de The Havana Post. Con punter¨ªa muy distinta a la de Bond.
Lewis viaj¨® a Santiago de Cuba siguiendo instrucciones de Vaquero. En el parque del centro de la ciudad, un negro le pidi¨® su opini¨®n sobre el fil¨®sofo Kant. No era, contra lo que pudiera suponerse, una contrase?a. (Quiz¨¢ el lugar sea proclive a esta clase de encuentros porque el escritor Virgilio Pi?era, de visita en la ciudad unos a?os despu¨¦s, pregunt¨® a una transe¨²nte d¨®nde viv¨ªa Franz Kafka, a lo que la santiaguera contest¨® que no sabr¨ªa decirle, pero que un rato antes lo hab¨ªa visto cruzar en una bicicleta).
En Santiago de Cuba consultaba lo invisible T¨ªa Margarita, a quien se encomendaba el propio Fulgencio Batista y cuyo preparado contra las enfermedades nerviosas, a base de huesos de perro, gozaba de fama milagrera. Exvotos de peloteros y senadores repletaban el altar del dios de la guerra Chang¨®, del cual era sacerdotisa. ?Acaso ¨¦l quer¨ªa conocer la fecha exacta de su muerte? No, lo que de veras preocupaba a Lewis era qui¨¦n ganar¨ªa la guerra en Cuba. ¡°Chang¨® dice que la victoria le llegar¨¢ a quien la merezca¡±, respondi¨® T¨ªa Margarita. Prometi¨® que faltaba un a?o para la victoria, y no anduvo errada en esto.
Cada noche los disparos empezaban a las diez en punto. Vaquero avis¨® a Lewis que ya pod¨ªa salir rumbo a Manzanillo. All¨ª lo esperaban con una contrase?a que no alcanz¨® a intercambiar, pues nada m¨¢s bajarse del autob¨²s lo interceptaron tres soldados. Muy cort¨¦smente, le requisaron la guerrera que comprara en una tienda de efectos militares de Oxford Street y le notificaron que en media hora saldr¨ªa un autob¨²s y un agente iba a ocuparse de que llegara a la capital sano y salvo.
Lewis hab¨ªa imaginado a un Hemingway imponente y vigoroso, y descubri¨® a un viejo exhausto, vestido de pijama y emborrach¨¢ndose con Dubonnet desde temprano
En La Habana encontr¨® una invitaci¨®n de Hemingway, que lo esperaba al d¨ªa siguiente. Lewis lo hab¨ªa imaginado imponente y vigoroso, y descubri¨® a un viejo exhausto, vestido de pijama y emborrach¨¢ndose con Dubonnet desde temprano. Su aspecto era tan triste que en cualquier momento podr¨ªa ponerse a lagrimear. ?Era aquello una entrevista?, quiso saber. ?l procur¨® tranquilizarlo: le tra¨ªa un mensaje de su devoto amigo Jonathan Cape. Tan devoto que evitaba gastar demasiado en la cubierta de sus libros, le reproch¨® el viejo. ?Conoc¨ªa ¨¦l a Edward Scott? Someramente, adujo Lewis. Bien, quer¨ªa que le echara una ojeada a la carta a The Havana Post que estaba preparando.
En la carta rechazaba el reto a batirse con el argumento de que Scott se deb¨ªa a los lectores de su diario y no habr¨ªa de exponer su vida. Quiso saber si la consideraba una respuesta digna. Lewis opin¨® que lo era. El viejo le pidi¨® entonces su sincera opini¨®n sobre todo aquel asunto. ?l coment¨® que le parec¨ªa rid¨ªculo. Exacto, sonri¨® por primera vez. Y cuando lo consult¨® acerca de las oportunidades de la guerrilla, el viejo novelista respondi¨® tan sibilino como una santera: ¡°Mi respuesta es inseparable del hecho de que vivo aqu¨ª¡±.
Otra vez de visita en Cuba, en 1959 Lewis fue testigo de c¨®mo una paloma se posaba en el hombro de Fidel Castro, que discurseaba. La escena, orquestada por un entrenador de palomas de quien entonces no se tuvo noticia, surti¨® efecto tambi¨¦n sobre Lewis. Fidel Castro era el mejor orador desde Dem¨®stenes, sostuvo temerariamente.
Edward Scott inclinaba ahora su diario hacia la izquierda, se retrataba con Ernesto Che Guevara y sab¨ªa de un local donde jugar al bingo pese a las prohibiciones. Lewis olfate¨® cierto puritanismo en el ambiente. Los borrachos eran mandados a centros de desintoxicaci¨®n, las prostitutas eran reeducadas. Un Cadillac oficial lo condujo al centro donde unos j¨®venes aprend¨ªan a autocriticarse. Y le llegaron noticias de que el propietario del mejor restaurante chino de la ciudad, quien fuera astr¨®logo de Chiang Kai-shek, hab¨ªa elegido el suicidio despu¨¦s de que le ordenaran suprimir el lujo en su cocina.
Norman Lewis asisti¨® a un juicio militar y pudo conocer al estadounidense Herman Marks, jefe del pelot¨®n de fusilamiento de La Caba?a, a quien dej¨® hablar con largueza. Marks alarde¨® de que a la gente le gustaba dejarse ver con ¨¦l. En el hotel Riviera le procuraban la mejor mesa, Fidel lo saludaba efusivamente. Cre¨ªa en el trabajo bien hecho, y el suyo era fusilar. Hab¨ªa elegido aquel emplazamiento del pared¨®n, con vista al Cristo de La Habana. Consent¨ªa que los sentenciados ordenaran su propia muerte, si acaso deseaban esa fanfarronada ¨²ltima. No aceptaba regalos, ninguno de esos relicarios o patas de conejo que tanto significaban para sus due?os. ?nicamente gemelos de camisa, que regalaba luego a sus amigos. Estaba en contra de que los proyectiles usados se vendieran por cinco pesos para hacer brujer¨ªa. Y conoc¨ªa a diplom¨¢ticos y visitantes extranjeros que daban cualquier cosa por asistir a una de sus noches de trabajo.
Exist¨ªa, al parecer, un turismo de las ejecuciones. ¡°El artista de Fidel¡±, bautiz¨® Lewis a Marks, y un a?o m¨¢s tarde lo dio por fusilado en aquel pared¨®n. La historia de Herman Frederick Marks result¨®, sin embargo, distinta. Nacido en Milwaukee en 1921 y arrestado m¨¢s de treinta veces por robo, asalto, secuestro y violaci¨®n, conoci¨® desde temprano la c¨¢rcel. En Cuba combati¨® bajo las ¨®rdenes de otro extranjero, Ernesto Che Guevara, quien lo menciona en uno de sus diarios. Pon¨ªa un entusiasmo carnicero en su trabajo: en lugar del tiro de gracia, vaciaba su pistola en el rostro del ejecutado para hacer m¨¢s dif¨ªcil el reconocimiento por parte de los familiares. Lo acompa?aba un perro, cruce de pastor alem¨¢n con otra raza, aficionado a lamer sangre humana. ¡°El Carnicero¡±, lo llamaban. A ?Marks, no al perro.
En alguna de sus madrugadas, Marks debi¨® temer que aquella estatua de Cristo fuese su ¨²ltima imagen y que el perro que criaba terminara probando su sangre. De manera que, acompa?ado de su esposa, la modelo y fot¨®grafa neoyorquina Jean S¨¦con, secuestr¨® una embarcaci¨®n. Luego de una semana a la deriva, recalaron en Yucat¨¢n. En julio de 1960 se encontraba en terreno estadounidense. En enero de 1961 fue arrestado por oficiales de Inmigraci¨®n que iniciaron los tr¨¢mites para deportarlo. Apelaciones mediante, logr¨® librarse del reencuentro con sus jefes habaneros, recuper¨® su ciudadan¨ªa estadounidense y puede que viva a¨²n, a los 94 a?os.
El Pabell¨®n de Jade, el mejor restaurante chino mencionado por Lewis, no aparece en la gu¨ªa telef¨®nica de La Habana de 1958. Quiz¨¢ se trataba del Pac¨ªfico. La lectura favorita del general Garc¨ªa V¨¦lez debi¨® ser no el Edinburgh Journal, sino el Edinburgh Adviser, fundado en 1764. Podr¨ªa pensarse que en estas aventuras cubanas de Norman Lewis hay materia suficiente para una novela. Pero ¨¦l la escribi¨® ya, y espl¨¦ndidamente. En cambio, lo que s¨ª aguarda por alg¨²n novelista, mitad Walter Benjamin y mitad Patrick Modiano, es la gu¨ªa telef¨®nica habanera de 1958. La Habana de entonces concitaba un inter¨¦s muy parecido al que en la actualidad concita. Igual que en ¨¦poca de Norman Lewis, quienes hoy la visitan hablan de una hermosa capital a punto de muy grandes cambios.
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