Algo se muere en el alma cuando una abuela se va
Mi abuela falleci¨® el 24 de junio a media tarde. R¨¢pidamente, el presidente del club hindost¨¢nico escribi¨® una circular gen¨¦rica a trav¨¦s de whatsapp, para avisar de la funesta noticia a todos los miembros de la comunidad. Aquella misma tarde trasladaron el cuerpo a un tanatorio ubicado en la capital. Al parecer aquel centro estaba adaptado a trabajar con emigrantes indios en Espa?a y conoc¨ªa los ritos funerarios hinduistas y sus requerimientos.
Cuando llegu¨¦ al tanatorio, el cuerpo de mi abuela se encontraba tras un escaparate, acicalado y expuesto dentro de un ata¨²d de madera, que aparec¨ªa encabezado por una gran cruz. Este detalle que tan discordante puede resultar para muchos locales, resulta algo muy natural para los emigrantes indios que, al ser polite¨ªstas, consideran igualmente v¨¢lido y sagrado cualquier s¨ªmbolo religioso. Sea una gota del r¨ªo o del mar, el agua es la misma.
Fue enternecedor ver c¨®mo se acercaban amigos locales e indios para darnos el p¨¦same y acompa?arnos en la p¨¦rdida: que es igual para todos, independientemente de la nacionalidad y la frontera, pues la muerte siega todos los campos por igual.
Al d¨ªa siguiente hubo una peque?a misa que consist¨ªa en c¨¢nticos religiosos, alg¨²n familiar los trajo grabados en un viejo radio cassette. Familiares y amigos meditaron en sosiego y tras ello condujeron el cad¨¢ver a una soleada plazoleta en el interior del recinto. Algunas buganvillas juguetonas trepaban por las p¨¦rgolas y el ambiente veraniego era pac¨ªfico y luminoso.
Durante la ceremonia se congregaron en c¨ªrculo alrededor de ciento cincuenta miembros de la comunidad india. Mi padre, al ser el hijo mayor, fue el encargado de ejecutar los ritos de rigor bajo las ¨®rdenes del pandit.
En este momento, ser¨ªa oportuno aclarar que el pandit es el monje hinduista. De origen brahman, se distingue porque viste una t¨²nica naranja y luce un s¨ªmbolo rojo en la frente. Es conocedor de los libros sagrados de memoria, de los cuales recit¨® algunos fragmentos en s¨¢nscrito y en solemne silencio ante la concurrencia. Despu¨¦s de cada verso pronunciado, esperaba a que mi padre repitiese sus palabras mientras llevaba a cabo la liturgia.
Para sorpresa de algunos, mi padre dej¨® caer una vasija de barro de su hombro derecho. Se escuch¨® un estruendo de mil pedazos y alguien entre la concurrencia grit¨® asustada. Precisamente esta costumbre bebe de la intenci¨®n de espantar el alma retenida en el cuerpo del difunto, igual que una bandada de p¨¢jaros prende el vuelo ante un disparo.
Alguien entre la multitud trajo una bolsa de arroz con semillas de s¨¦samo negro y fue rellenando las manos unidas de mi padre. Luego coloc¨® una flor en lo alto del pu?ado y verti¨® un chorro de agua sagrada, que inevitablemente se col¨® a trav¨¦s de los dedos y cay¨® a los pies de mi abuela, mojando sus hermosos ropajes blancos de gasa y algod¨®n. El blanco era el s¨ªmbolo de su viudedad, al parecer era el salwar que mi t¨ªo hab¨ªa comprado para el d¨ªa en que ella asistiese a la boda de su hijo. Sin embargo, no lleg¨® la oportunidad.
Mientras mi padre repet¨ªa en un susurro apenas perceptible las palabras del pandit, obedeciendo a las indicaciones, dej¨® la monta?a de arroz en la parte inferior del ata¨²d. El ayudante, volvi¨® a rellenarle las manos, y de nuevo mi padre abandon¨® el contenido a los pies de su madre. De este modo, reiter¨® el gesto por varias ocasiones.
Cuando hubo terminado, desplegaron una cinta de algod¨®n desde los pies de la fallecida hasta lo alto de su pecho. Desenvolvieron tres barras de mantequilla y las extendieron junto con aceite a lo largo de la tira. Se repartieron varillas de incienso entre los asistentes y, poco a poco, se fue cubriendo el cuerpo de mi abuela, dejando tan solo la cabeza al descubierto. Tambi¨¦n se nos repartieron chales de seda, trasl¨²cidos y brillantes, que cada uno fue desplegando sobre el otro, embalsam¨¢ndola en aquellas telas preciosas y roci¨¢ndolas con litros de perfume. Los chales se empaparon y todo el mundo quiso rociar su colonia o tender su pa?uelo sobre el cuerpo de mi abuela.
Todos estos ritos ten¨ªan y tienen mucho sentido en la India, donde a¨²n hoy d¨ªa, gran parte de las incineraciones son al aire libre, sobre piras funerarias de s¨¢ndalo y, donde el aceite y la mantequilla cumplen las funciones de combustible para alimentar las llamas y facilitar la cremaci¨®n del cad¨¢ver. As¨ª mismo las varillas de incienso y el perfume evitan los olores desagradables e intensos. Pensemos en un simple cabello y el hedor que desprende al ser quemado.
Cuando hubo concluido el ceremonial, se cerr¨® el ata¨²d y los asistentes se dirigieron a una peque?a capilla, donde un miembro de la comunidad cant¨® un hermoso y delicioso c¨¢ntico en una sala silenciosa y con ¨¢nimo sensible.
Lo cierto es que mi abuela no era propiamente hinduista, sino que se hab¨ªa adherido a un movimiento espiritual originado en la India en el siglo XIX, conocido como Radhasoami, y que rehuye la pompa y aboga por la simplificaci¨®n de la liturgia religiosa, con especial querencia por una vida sobria y fundamentada en la meditaci¨®n. De modo que fue un compatriota de sus creencias quien cant¨® para ella. Algunos de los presentes tararearon con ojos adormilados y durante algunos minutos solo se escuch¨® la melod¨ªa tierna y dolorosa de aquel buen hombre sentado a contraluz y encorvado ante su libreto. Cuando hubo terminado la salmodia, mi hermano ofreci¨® un tierno discurso y, acto seguido, los hermanos e hijos nos situamos en fila ante la puerta de la capilla para recibir a los presentes, que fueron despidi¨¦ndose con un sentido y afectuoso p¨¦same.
Al d¨ªa siguiente nos entregaron las cenizas. Alquilamos una embarcaci¨®n a trav¨¦s de una empresa especializada y nos alejamos a varias millas de profundidad. La barcaza se tambaleaba cadenciosamente sobre las olas saltarinas. En el momento de arrojar los restos al agua, nos avisaron de que, al volver a la costa, no pod¨ªamos mirar atr¨¢s, pues la tradici¨®n sostiene que debemos despedirnos de nuestros muertos en alta mar y para siempre. Sin embargo, cuando regres¨¢bamos, me gir¨¦, vi c¨®mo mi abuela se hac¨ªa cada vez m¨¢s peque?a, como un velero que se aleja en el horizonte y, cu¨¢nto m¨¢s diminuta ella, m¨¢s grande mi nostalgia. Contempl¨¦ la estela espumosa del camino transitado que ya no habr¨ªa de volver a recorrer jam¨¢s. Podr¨ªa decir que mi abuela se march¨® para no volver nunca, pero no es as¨ª, yo tampoco habr¨¦ de estar aqu¨ª para siempre. Mi madre me advirti¨® de haber desobedecido la costumbre y, sin embargo, ninguna creencia debe acotar el sentimiento. Lo cierto es que mirar¨¦ una y otra vez al pasado para ver a mi abuela, para recordarla y, poco a poco, ir¨¦ al mar a dejar algo de sus cenizas y algo de m¨ª, de tal modo que, con el tiempo, no sepa qui¨¦n qued¨® atr¨¢s, si ella o yo. Porque algo de nosotros tambi¨¦n muere cuando perdemos a alguien a quien amamos.
Mi abuela, el d¨ªa que lleg¨® el primer ejemplar de Amagi. El libro est¨¢ dedicado a ella.
Mientras arrib¨¢bamos, no pude dejar de pensar que, al fin y al cabo, las despedidas son para los vivos y no para los muertos, un vano consuelo nada m¨¢s. El que se ha marchado no est¨¢ ah¨ª para recibir el adi¨®s. Somos como elciegoque aun se despide entre l¨¢grimas despu¨¦s que parti¨® el barco.
A pesar de todo, cuando escucho con atenci¨®n el rumor de las olas y me invade la sensaci¨®n de vac¨ªo, siento que la ausencia de nuestros seres queridos siempre nos grita a aquellos que permanecemos en la orilla: ?Vive, porque ¨¦ste tambi¨¦n habr¨¢ de ser tu destino, vive!
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