El desaf¨ªo de la industria musical
Mientras caen los grandes estudios, las principales beneficiarias son las compa?¨ªas de Internet. ?Hacia d¨®nde se dirige este negocio?
?Recuerdan el arranque de Historia de dos ciudades? Parece pensado para describir la coyuntura actual de la m¨²sica: ¡°Era el mejor de los tiempos, era el peor de los tiempos¡±. No citamos gratuitamente a Charles Dickens: mel¨®mano insaciable, us¨® su fortuna para viajar por toda Europa en busca de ¨®peras y obras sinf¨®nicas. Intenten imaginar su pasmo si viviera hoy: la m¨²sica est¨¢ disponible en todos los rincones, en cantidades industriales, por un coste ¨ªnfimo. Todas las m¨²sicas: en una semana, cualquier criatura del siglo XXI con conexi¨®n a Internet puede consumir m¨¢s m¨²sica renacentista que la disfrutada por Lorenzo de M¨¦dici a lo largo de toda su vida.
Aun as¨ª, mejor desconfiar de los que proclaman que hemos alcanzado el para¨ªso en la tierra. En general, la m¨²sica se escucha hoy con peor calidad sonora que hace 30 a?os. Los oyentes de pop somos v¨ªctimas de la tendencia a saturar cualquier grabaci¨®n, para que sobresalga entre la cacofon¨ªa ambiental, un vicio de los productores que resulta da?ino con esos ?auriculares que se introducen como proyectiles en los o¨ªdos, creando futuras generaciones de sordos.
S¨ª, se hace m¨¢s m¨²sica que nunca, pero es muy probable que su calidad media haya descendido. M¨¢s all¨¢ de los trampantojos de la nostalgia, hay razones objetivas: van cayendo los grandes estudios, con su equipo humano altamente especializado; sobre todo, han desaparecido los A&R (directores art¨ªsticos), los productores y dem¨¢s sistemas de filtros que nos libraban de mucha basura.
Pero de eso se habla poco. En realidad, m¨¢s que de la m¨²sica en s¨ª, ahora hablamos de sus modos de consumo y de las plataformas de distribuci¨®n. Tiene su l¨®gica. Cada avance t¨¦cnico ha repercutido en la creaci¨®n: la capacidad de una pizarra de 78 rpm, un LP o un CD ha determinado la duraci¨®n de las canciones y el margen de experimentaci¨®n. La grabaci¨®n, cualquiera que sea su soporte, necesita fuertes inversiones, no tanto para su elaboraci¨®n como para el marketing. No es, como se suele creer, una foto fija del directo de un artista: se trata de un producto aut¨®nomo.
El mundo entero considera a las discogr¨¢ficas como los ¡°malos de la pel¨ªcula¡±
Entre esos trepidantes cambios quiz¨¢ est¨¦ pasando desapercibida la creciente irrelevancia social de la m¨²sica. Tras d¨¦cadas en que el pop funcionaba como rompehielos para nuevas actitudes, ahora tiende a ser un objeto de consumo m¨¢s, que no lleva mensajes de contrabando. En la esfera p¨²blica ha quedado reducido a un indicador de estilo de vida: todo pol¨ªtico con ambiciones ¨CBarack Obama es el maestro¨C aspira a apuntarse el toque cool con sus playlists, sus invitados, la concesi¨®n de honores.
El pop ya no provoca movimientos s¨ªsmicos. A la vez que ha crecido, se ha fragmentado en mil tendencias: se produce y se consume en nichos m¨¢s o menos grandes. A los que repiten el lamento de ¡°ya no se hace m¨²sica como la de antes¡±, urge avisar que desde luego que s¨ª, que quiz¨¢ el problema resida en que se hace demasiada m¨²sica sobre patrones a?ejos. Pero hay que esforzarse en buscar estas camadas recientes: nunca llegan al prime time televisivo.
La pista central del circo est¨¢ ocupada por boy bands, agrupaciones de adolescentes aparentemente seleccionados en los mejores bancos gen¨¦ticos, o las llamadas divas, actualizaci¨®n de las lascivas vedettes de nuestros abuelos; ambas especies protagonizan vistosos espect¨¢culos de baile, luces y sonido (pregrabado). Y pod¨ªa ser peor: si quieren paladear los verdaderos horrores del pop prefabricado, investiguen en el estilo idol, vistosos subproductos industrializados por Corea del Sur y Jap¨®n.
Siempre nos quedar¨¢n¡ Bob Dylan, los Rolling Stones, Leonard Cohen, Paul McCartney. Los h¨¦roes de los sesenta viven, en t¨¦rminos econ¨®micos, sus mejores a?os, gracias al directo y a las ventas de su cat¨¢logo. Cada equis tiempo se especula con los centenares de millones que se embolsar¨ªan los supervivientes de Led Zeppelin si aceptaran una gira internacional. Dejando aparte a U2 o Madonna, nadie tiene lo que estos ilustres ancianos: cancionero profundo, gancho intergeneracional, dimensiones m¨ªticas.
Se quejaba Gloria Swanson en El cre?p¨²scu?lo de los dioses, aquella amarga pel¨ªcula de Billy Wilder: ¡°Yo soy grande, son las pel¨ªculas las que se han hecho peque?as¡±. El mismo proceso afecta al pop actual. Los soportes musicales han empeque?ecido hasta convertirse en invisibles: un mp3 carece de materialidad, no transporta informaci¨®n complementaria y ¨Ces una sospecha¨C banaliza la experiencia est¨¦tica.
Cuando irrumpi¨® Internet en nuestras vidas, su oferta de barra libre musical result¨® irresistible. Te topabas con amigos no especialmente musiqueros que presum¨ªan de llenar sus discos duros con discograf¨ªas completas, incluso de grupos que les resultaban desconocidos. Y normalmente, all¨ª se quedaban: almacenadas, sin escuchar, arte muerto.
El paradigma, ya saben, ha cambiado. Acumular miles de horas de m¨²sica perdi¨® su encanto. Ahora se aspira a disponer de toda la m¨²sica del mundo en cualquier lugar, a trav¨¦s de ordenador o tel¨¦fono. Servicios de streaming, como Spotify, Deezer o Apple Music, nos prometen la Fonoteca Universal. Conviene saber que hay mucho de espejismo: basta con buscar algo que se escape del mainstream o de los cat¨¢logos de las grandes compa?¨ªas para descubrir enormes vac¨ªos. Finalmente, adem¨¢s, estamos a merced de m¨¢quinas torpes: no distinguen entre artistas hom¨®nimos y se atragantan con los grupos o solistas que cambian de denominaci¨®n.
Las zonas de sombra de Spotify y similares est¨¢n mejor iluminadas en YouTube. Aqu¨ª el problema es la abundancia. La b¨²squeda de determinada canci¨®n genera infinidad de resultados. Esa catarata carece de jerarqu¨ªas: se mezclan las versiones de directo con las de estudio, los v¨ªdeos con movimiento y los realizados a partir de fotos, los audios cuidados y los desastrosos, los originales y las versiones de aficionados. Aparte, la mayor¨ªa han sido subidas ilegalmente, por alguien que no es su propietario. Cierto que eso no preocupa al com¨²n de los artistas: lo consideran una forma de promoci¨®n. Incluso alguien tan pu?etero respecto a la pulcritud sonora como Neil Young tolera todo tipo de v¨ªdeos: para ¨¦l, me asegur¨®, YouTube es el equivalente actual de la freeform radio, las emisoras contraculturales que funcionaban sin limitaciones comerciales.
No todas las superestrellas son igual de generosas. Al igual que algunas multinacionales, cuentan con equipos de sabuesos que avisan a los abogados, que obligan a suprimir determinado material. Los vigilantes de Bob Dylan permiten sus v¨ªdeos en directo, pero arremeten contra los que parten de sus grabaciones. Prince est¨¢ literalmente obsesionado por eliminar toda imagen suya que no controle. Proh¨ªbe que se graben sus conciertos y toma medidas antip¨¢ticas: sus gorilas confiscan m¨®viles y expulsan a los infractores. El pasado a?o denunci¨® a 22 fans que compart¨ªan filmaciones de sus directos, exigiendo a cada uno un mill¨®n de d¨®lares en da?os y perjuicios. Dos semanas despu¨¦s, tras haber metido el miedo en el cuerpo a su comunidad de seguidores, retir¨® las demandas.
Los emporios de la m¨²sica grabada no se pusieron necesariamente ¡°en contra de Internet¡±
El concepto clave es control. Tal vez leyeron aquella noticia de 2012: Bruce Willis pretend¨ªa llevar a juicio a Apple al descubrir que no pod¨ªa legar a sus hijas las abundantes canciones que hab¨ªa comprado a trav¨¦s de iTunes. Era una invenci¨®n period¨ªstica, pero se descubri¨® que, en sentido estricto, iTunes no vende canciones: vende el derecho a disfrutar de esas canciones en dispositivos de Apple; igual ocurre con la m¨²sica y los libros que comercializa Amazon.
Desde 1889, cuando Thomas Edison comenz¨® a vender cilindros pregrabados, no ha cesado la pelea por el reparto de la tarta. Los principales contrincantes han sido los artistas y las compa?¨ªas fonogr¨¢ficas. Pero no los ¨²nicos: las editoriales de m¨²sica, que ve¨ªan declinar su negocio principal (la venta de partituras), intentaron mantener sus prerrogativas. Los instrumentistas exigieron sus derechos; en Estados Unidos, el sindicato de m¨²sicos mantuvo una exitosa huelga entre 1942 y 1944: solo se grabaron discos vocales y los llamados V-discs, que no sal¨ªan a la venta y eran enviados a los soldados en guerra.
Y todas estas partes ¨Cartistas, discogr¨¢ficas, editoriales, m¨²sicos¨C han combatido en alg¨²n momento contra la radio. Se tem¨ªa que su oferta de m¨²sica gratuita acabar¨ªa con las actuaciones en directo y con el incipiente mercado de grabaciones. Desde luego, la radio impact¨® en las ventas de partituras, con el declive del h¨¢bito de hacer m¨²sica en casa, alrededor del piano, pero discos y directos sobrevivieron.
En realidad, esos 125 a?os de m¨²sica grabada se podr¨ªan retratar como una guerra constante contra los avances tecnol¨®gicos, desde la pianola hasta el streaming. No lo interpreten como una oposici¨®n frontal al progreso: estamos hablando de sectores con intereses ambiguos, lastrados por la desconfianza. Dentro de cada bloque puede haber posturas contrapuestas. All¨¢ por el a?o 2000, durante la primera gran batalla del Internet musical, la que enfrent¨® a las discogr¨¢ficas con ?Napster, el popular servicio de intercambio P2P de archivos, la compa?¨ªa alemana Bertelsmann se ofreci¨® a invertir en la nueva empresa; la hostilidad del resto de la industria acab¨® con la inteligente idea de legalizar algo que funcionaba perfectamente. Un patinazo.
El hueco de Napster fue ocupado por una multiplicidad de iniciativas ¨CGnutella, Kazaa, LimeWire, Grokster¨C que terminaron chocando con el precedente legal establecido por el tribunal federal que acept¨® los argumentos de las disqueras. Estas intentaron montar sus propios chiringuitos en Internet, con resultados desastrosos: ahora mismo, pocos podr¨ªan decir qu¨¦ multinacionales estaban detr¨¢s de Pressplay o de Zune.
En contra de lo com¨²nmente asumido, los emporios de la m¨²sica grabada no se pusieron necesariamente ¡°en contra de Internet¡±. En el fondo, sab¨ªan que las vacas gordas del CD no iban a ser eternas y estaban dispuestos a abrazar lo nuevo. A principios de siglo, Jos¨¦ Mar¨ªa C¨¢mara, el m¨¢s carism¨¢tico de los disqueros espa?oles, celebraba la desmaterializaci¨®n de la m¨²sica: ¡°No lo puedo decir en p¨²blico, pero s¨¦ que nuestra vida resultar¨¢ infinitamente m¨¢s c¨®moda cuando no tengamos que lidiar con f¨¢bricas, almacenes, viajantes, transportistas, El Corte Ingl¨¦s¡¡±.
C¨¢mara aseguraba que el enfrentamiento entre discos f¨ªsicos y archivos de Internet iba a ser ganado por los segundos. En contra de lo que nos ense?a la historia, tanto los periodistas como los disqueros tendemos al pensamiento binario: o esto, o lo otro, con triunfo final del invento m¨¢s avanzado. Pero la radio no arruin¨® los locales de directo, la televisi¨®n no acab¨® con el cine, el CD no enterr¨® al vinilo. En la pr¨¢ctica conviven medios y soportes en feliz confusi¨®n, ignorando las profec¨ªas apocal¨ªpticas.
La pirater¨ªa prosper¨® bajo la coartada de que la industria se merec¨ªa lo peor
Por ejemplo, llevamos a?os con la cantinela de que el CD est¨¢ en las ¨²ltimas: sus detractores aseguran que su destino final ser¨¢ servir de ¡°espantapalomas¡±. El CD, adem¨¢s, carece de la aureola rom¨¢ntica del vinilo. Sin embargo, los discos plateados dominan el mercado musical de pa¨ªses en la vanguardia tecnol¨®gica, como Alemania o Jap¨®n. En la tierra del sol naciente, donde no se ha instalado Spotify, el CD representaba en 2013 el 85% de las ventas de m¨²sica; en Alemania se acercaba al 70%.
Suena a herej¨ªa, pero hay que decirlo: excepto en su dimensi¨®n gr¨¢fica, el CD representa un avance respecto al LP. M¨¢s capacidad, mayor frecuencia sonora, menor peso, superior manejabilidad y, con los precios actuales, mejor relaci¨®n coste/contenido. Se podr¨ªa decir incluso que es un producto de ¡°comercio justo¡±: sus creadores saben cu¨¢nto ganan por ejemplar vendido.
No ocurre as¨ª en el Territorio Digital. El pasado julio, David Byrne publicaba un art¨ªculo de opini¨®n en The New York Times titulado ¡°Hay que abrir la caja negra de la industria de la m¨²sica¡±. Explicaba los motivos de que un bombazo como Happy hubiera recaudado para su autor, Pharrell Williams, cantidades risibles en concepto de explotaci¨®n digital: los dados est¨¢n trucados en contra del artista.
YouTube comparte un 50% de sus ingresos publicitarios con discogr¨¢ficas y editoriales; Spotify paga el 70% de las suscripciones al propietario de la grabaci¨®n. El proceso se opaca cuando intentaba determinar qu¨¦ porcentaje le toca a ¨¦l, David Byrne, como artista y como propietario de un peque?o sello especializado (Luaka Bop). No lo pudo saber: ¡°Es un c¨¢lculo demasiado complejo¡±.
En la pr¨¢ctica, el panorama se parece a un c¨¢rtel. Las tres grandes multinacionales (Universal, Sony, Warner) han firmado con las empresas de Internet contratos secretos ¨Cnondisclosure agreements, en la jerga legal¨C que, esencialmente, les permiten repartir lo recaudado de forma arbitraria. Ese ocultismo explica que muchos artistas, encabezados por Jay-Z, hayan montado su propia versi¨®n de Spotify bajo el nombre de Tidal. Alguien se est¨¢ enriqueciendo con el streaming, pero no son ellos.
La clave puede estar en las cantidades multimillonarias que Spotify paga por el derecho de acceso a los cat¨¢logos de las multis, dinero que no repercute en los artistas. Dado que algunas grandes compa?¨ªas son accionistas de Spotify, las sospechas son inevitables. Durante una conversaci¨®n con Joseba Elola, Juanma Latorre, guitarrista de Vetusta Morla, lo expresaba con gracejo en este peri¨®dico: ¡°El artista siempre se ha llevado las migajas, que antes eran de un pan de hogaza y ahora son de un pan de molde¡±.
El mundo entero considera a las discogr¨¢ficas como los ¡°malos de la pel¨ªcula¡±. Es un prejuicio extra?o: muchas editoriales de libros o productoras de cine siguen parecidas pr¨¢cticas de ¡°contabilidad creativa¡±, pero no acumulan, ni de lejos, el oprobio reservado para las disqueras. Las descargas ilegales y otras formas de pirater¨ªa musical prosperaron bajo la coartada moral de que la industria se merec¨ªa lo peor.
No obstante, esta industria lleva un siglo largo cumpliendo con su funci¨®n social: presentar la m¨²sica del presente y recuperar la del pasado. Hoy cuesta creerlo, pero Las cuatro estaciones, de Vivaldi, era una pieza oscura del barroco, conocida ¨²nicamente por especialistas, hasta que fue grabada, primero en Roma (1942) por Bernardo Molinari y luego en Nueva York (1947) por Louis Kaufman.
En el imaginario de los consumidores se implant¨® otro modelo de discogr¨¢fica. Un modelo m¨¢s detestable, donde la m¨²sica banal eclipsa a la creativa, donde los derechos de los artistas son cada vez menores, donde se exprime tanto al consumidor como a los que desarrollan la materia prima del bisnes.
Ese es el t¨®pico, y parece que la industria nacional se siente culpable o resignada con semejante retrato. Durante los a?os calientes, cuando se intentaba minimizar la sangr¨ªa de Internet, las discogr¨¢ficas esencialmente dejaron que la SGAE llevara el peso de la (impopular) batalla. Visto el resultado, la espectacular defenestraci¨®n de Teddy Bautista, uno puede comprender la reticencia de las disqueras, aunque no disculpar su incapacidad para reivindicarse como agentes culturales.
El retrato de 125 a?os de m¨²sica grabada es el de una guerra constante contra los avances tecnol¨®gicos
Por lo que se intuye, las discogr¨¢ficas basadas en Espa?a parecen esperar la irrupci¨®n del S¨¦ptimo de Caballer¨ªa. Se acogen a la vigorosa defensa del derecho de propiedad intelectual que realiza Estados Unidos. Una actitud relativamente reciente: durante la mayor parte del siglo XX, jueces y legisladores estadounidenses hac¨ªan interpretaciones generosas del copyright, inicialmente limitado a los 28 a?os que segu¨ªan a la publicaci¨®n de una obra.
Todo cambi¨® en los setenta. Estados Unidos, que estaba perdiendo su base industrial, decidi¨® definirse como una information society. La fuerza del pa¨ªs estaba en sus patentes, generadas por una din¨¢mica combinaci¨®n de universidades, empresas y Gobierno federal. Lo audiovisual ¨Cdiscos, pel¨ªculas, programas televisivos¨C pasaba a ser contenido (otra palabra m¨¢gica) digno de protecci¨®n. La Copy?right Act de 1976 lo garantizaba durante la vida de su autor m¨¢s 50 a?os. En 1998, Sonny Bono, cantante reciclado en congresista republicano, a?adi¨® otros 20 a?os. Fue rebautizada como la ley Disney: estaba calculada para evitar que los primeros dibujos animados del rat¨®n Mickey entraran en el dominio p¨²blico.
Con semejantes guardaespaldas, uno creer¨ªa que los grandes emporios del entretenimiento no pueden naufragar. Vivir para ver: hace tres a?os se hundi¨® un centenario buque insignia de la m¨²sica grabada, EMI. Hab¨ªa ca¨ªdo en las garras de Terra Firma, un fondo buitre que carec¨ªa de sentimentalismo: en 2010 pretend¨ªa derribar los estudios de Abbey Road y construir encima pisos de lujo; la indignaci¨®n result¨® tan apabullante que el Gobierno brit¨¢nico se apresur¨® a declararlo edificio hist¨®rico, intocable por tanto.
Con todo, la pregunta es inevitable: ?tienen sentido las grandes discogr¨¢ficas en la segunda d¨¦cada del siglo XXI? Industrialmente, s¨ª: funcionan, generan beneficios en los a?os buenos y poseen un know how ¨²nico. Resulta significativo que, a pesar de que su valoraci¨®n est¨¦ por los suelos, los gigantes tipo Apple o Microsoft no se hayan planteado adquirirlas: prefieren que sigan, con sus tortuosos m¨¦todos, para luego poder vampirizarlas desde una posici¨®n de fuerza.
Culturalmente, su importancia se ha achicado. En el pasado, la riqueza del ecosistema discogr¨¢fico permit¨ªa apostar por talento at¨ªpico e incluso respaldar propuestas minoritarias. Con las estrecheces del momento, ya no hay tolerancia para audacias. Ni siquiera sirven las viejas reglas: antes se supon¨ªa que 9 de cada 10 discos perd¨ªan dinero; el d¨¦cimo permit¨ªa que las calderas siguieran a pleno funcionamiento. Hoy no hay paciencia: si no despegan en dos o tres lanzamientos, los nuevos fichajes son despedidos. Como siempre, los artistas est¨¢n en desventaja.
Disponen, eso s¨ª, de otras posibilidades: la autoedici¨®n, el subcontratar los servicios de fabricaci¨®n y distribuci¨®n. Desdichadamente, esas opciones solo resultan efectivas si se disfruta de una reputaci¨®n ya establecida. Lo lucrativo de la autoedici¨®n esconde carencias dolorosas a largo plazo. Trent Reznor, cabecilla de Nine Inch Nails, rompi¨® con las multinacionales en 2007 y regres¨® al redil cinco a?os despu¨¦s: de gira por Europa, comprob¨® que sus discos independientes no estaban en las tiendas ni tampoco hab¨ªa nadie conectando sus directos con su nueva m¨²sica.
Reznor fue una figura rompedora en sus inicios, pero, con el tiempo, se ha ido amansando; incluso desempe?a ¡°funciones creativas¡± en Apple Music. Son escasos los artistas que se han rebelado contra el imperio de los monstruos de la inform¨¢tica. M¨¢s all¨¢ del berrinche de Taylor Swift, cuantificable en d¨®lares, la ¨²nica propuesta detallada vino de Pete Townshend, fino observador de la evoluci¨®n de la m¨²sica popular. En 2011, aprovechando el p¨²lpito de la John Peel Lecture, conferencia anual patrocinada por la BBC, la cabeza pensante de The Who suger¨ªa a Apple un programa minucioso de ayuda a los nuevos creadores: contratar a 20 cazatalentos que tutelaran anualmente a unos 500 artistas frescos, a los que se proveer¨ªa de ordenadores y software.
No se trataba de mecenazgo: Apple difundir¨ªa los resultados, primero gratuitamente y luego poniendo a la venta los que tuvieran posibilidades masivas. En realidad, Townshend ofrec¨ªa a Apple un prototipo de discogr¨¢fica del Tercer Milenio. El pasado a?o, cuando presentaba su autobiograf¨ªa, le pregunt¨¦ por la respuesta de Apple. ¡°Nunca hubo respuesta¡±, contest¨®.
elpaissemanal@elpais.es
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