El alma inconfundible
Cualquier salida para la cuesti¨®n catalana debe reconocer que Catalu?a puede considerarse una naci¨®n. Pero en un mundo globalizado, la creaci¨®n de un Estado no es la ¨²nica posibilidad, ni siquiera la m¨¢s ventajosa, para una naci¨®n consolidada
?Las naciones, se pongan como se pongan los nacionalistas, no son eternas. Tampoco muy antiguas, pues aparecieron como comunidades pol¨ªticas a finales del siglo XVIII y comienzos del XIX, en el espacio abierto por las revoluciones liberales. Pronto qued¨® claro que la legitimidad nacional resultaba imprescindible para cualquier Estado o Gobierno, que las f¨®rmulas de la monarqu¨ªa absoluta hab¨ªan caducado y que la opini¨®n p¨²blica se abr¨ªa paso como actriz principal. La llegada de la pol¨ªtica de masas, con democracia o sin ella, hizo de lo nacional una verdadera obsesi¨®n colectiva. Los nacionalismos se empe?aron en construir sus propias naciones, en nacionalizar a los ciudadanos a trav¨¦s de la incansable difusi¨®n y reinvenci¨®n de sus se?as identitarias. Desde las instancias estatales y desde la sociedad civil.
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El catalanismo no tuvo nada de excepcional. Surgido en los ¨²ltimos a?os del Ochocientos, ¨¦poca dorada de los movimientos nacionalistas de matriz rom¨¢ntica, apost¨® por una identidad anclada en la historia y en la lengua. Se expandi¨® por medio de asociaciones culturales y estableci¨® sus s¨ªmbolos: la senyera, basada en el escudo hist¨®rico; el himno de Els Segadors, que reinterpretaba una canci¨®n de la guerra de 1640; y la diada del 11 de septiembre en memoria de los adalides de los fueros derrotados en 1714. Los partidos catalanistas irrumpieron en la escena pol¨ªtica espa?ola al arrancar el Novecientos y desde entonces, siempre que ha habido un Parlamento abierto, han protagonizado muchas de sus funciones.
El espa?olismo tendr¨ªa que adoptar otras formas, m¨¢s atractivas para la ciudadan¨ªa
Como otros cong¨¦neres, el nacionalismo catal¨¢n ha manipulado la historia para reducirla a un relato simple y efectivo: el de una naci¨®n peque?a, humillada una y otra vez por el Estado espa?ol, en una secuencia que se repite desde el conde-duque de Olivares hasta Mariano Rajoy. A este lado, un organismo vivo, Catalu?a, en defensa de su libertad; m¨¢s all¨¢, sus enemigos, los opresores centralistas. Nada que sorprenda a quien conozca los usos del pasado en la pol¨ªtica contempor¨¢nea, abonados con frecuencia por historiadores afectos a la causa. Hoy todav¨ªa nos abochornan ilustres intelectuales que, al hablar de un Estado-naci¨®n en el siglo XIII o de una democracia truncada al iniciarse el XVIII, reproducen conductas inveteradas, tan est¨¦riles para el conocimiento como ¨²tiles para la propaganda.
A juicio de los patriotas, el n¨²cleo de esta longeva naci¨®n reside en la lengua, encarnaci¨®n de su alma inconfundible. El catal¨¢n es el idioma de Catalu?a, pese a que buena parte de sus habitantes hable castellano y a la diglosia generalizada. En contraste con otros nacionalismos que primaban la religi¨®n o la raza, la custodia y la extensi¨®n de este rasgo cultural han hilvanado uno de los hilos conductores del catalanismo, que normaliz¨® la lengua y sue?a con su hegemon¨ªa. Desde que empez¨® a gobernar instituciones p¨²blicas, como la Mancomunitat fundada en 1914, hizo de ellas veh¨ªculos de nacionalizaci¨®n que primaban la ense?anza en catal¨¢n, mejor exclusiva que compartida. Aunque ello supusiera incumplir leyes o sentencias. La educaci¨®n, instrumento ideal para convencer a los catalanes de que no tienen m¨¢s patria que Catalu?a, ha sido y es innegociable.
En la esquina opuesta, la construcci¨®n nacional espa?ola ha tenido una trayectoria muy distinta, pero entrelazada con la catalana. No dispon¨ªa de la naci¨®n m¨¢s antigua del mundo, como proclaman los espa?olistas, pero s¨ª de un Estado. La escasez de recursos y la desconfianza de los grupos conservadores ante la pol¨ªtica moderna retrasaron el empleo de herramientas como la escuela y el ej¨¦rcito. Justo cuando surg¨ªa el catalanismo, las autoridades centrales pon¨ªan en marcha planes nacionalizadores que abarcaban la mejora educativa, el servicio militar obligatorio y numerosas conmemoraciones patrias. El nacionalismo espa?ol reivindic¨® igualmente caracter¨ªsticas primordiales, como la fe cat¨®lica ¡ªel nacional-catolicismo¡ª y la lengua castellana. Para Miguel de Unamuno, ese idioma era ¡°la sangre del esp¨ªritu¡± hispano. No por reactivo menos fuerte, el espa?olismo se concret¨® en proyectos autoritarios, pero tambi¨¦n en f¨®rmulas democr¨¢ticas, comprensivas con las fuerzas catalanistas que ayudaron a proclamar la Rep¨²blica.
El catalanismo ha fracasado en una de sus metas, la de moldear una sola identidad
Estos conflictos y acomodos se transformaron bajo la dictadura de Franco. A pesar del respaldo que obtuvieron del catalanismo de orden, los franquistas ¡ªherederos de una Espa?a intolerante¡ª trataron de acabar con el peligro separatista y de espa?olizar por la fuerza a los catalanes en aulas y cuarteles, o sirvi¨¦ndose de la prensa, el cine y la televisi¨®n. De este modo, la sociedad civil catalanista, cuya pujanza permiti¨® a su empresa sobrevivir en tiempos oscuros, se convert¨ªa en parte substancial de la oposici¨®n al dictador, mientras su nacionalismo se adornaba con un aura progresiva que a¨²n conserva. En cambio, los discursos espa?olistas resultan sospechosos, manchados por la abducci¨®n de sus argumentos y s¨ªmbolos por parte del franquismo. Estereotipos injustos, pero perdurables, sobre todo en Catalu?a.
Ya en democracia, los catalanistas han recuperado su vocaci¨®n nacionalizadora. La de ¡°fer pa¨ªs¡±, tan grata a Jordi Pujol. A cambio de participar en el juego constitucional, obtuvieron para la renacida Generalitat amplias competencias en materia de ense?anza, sustentadas sobre un consenso interior que impide a los castellanohablantes educarse en su lengua materna. Ha sumado otros resortes de poder, medios de comunicaci¨®n afines y un asociacionismo crecido en su af¨¢n de catalanizar a una poblaci¨®n m¨¢s heterog¨¦nea que nunca a causa de las migraciones. El resultado ha sido un ¨¦xito muy notable; la mayor¨ªa de los catalanes concibe Catalu?a como una naci¨®n. Para muchos se trata de una patria inmemorial, marcada por su idioma ¡ª¡°que hace ochocientos a?os tiene su propia lengua¡±, se justificaba Josep Guardiola¡ª y que deber¨ªa ser soberana. El vocabulario que alude a Espa?a como a un ente ajeno, tan habitual estos d¨ªas, ratifica esos avances.
Cualquier salida para la cuesti¨®n catalana tiene que partir de este reconocimiento: tras m¨¢s de un siglo de nacionalismo y tres d¨¦cadas y media de autogobierno, Catalu?a puede considerarse una naci¨®n. Eso no quiere decir que se mantenga as¨ª para siempre, puesto que las construcciones nacionales evolucionan en diferentes sentidos. Si no llega a materializarse su independencia, el espa?olismo podr¨ªa adoptar otras formas, m¨¢s atractivas para la ciudadan¨ªa, y la integraci¨®n europea atenuar el cultivo onanista de las distinciones. Adem¨¢s, el catalanismo ha fracasado en una de sus grandes metas, la de moldear con una sola identidad a los catalanes, pues al menos dos tercios tambi¨¦n se sienten en alguna medida espa?oles. En este mundo globalizado e interdependiente, sin soberan¨ªas completas, la creaci¨®n de un Estado no es la ¨²nica posibilidad, ni siquiera la m¨¢s ventajosa, para una naci¨®n consolidada. Hasta hace poco, el grueso de los catalanistas descartaba con raz¨®n semejante prop¨®sito, cargado de incertidumbres.
Javier Moreno Luz¨®n es catedr¨¢tico de Historia en la Universidad Complutense de Madrid.
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