Comida para no comer
El alimento, lo m¨¢s material que hay, lo m¨¢s ¨ªntimo, ha entrado en la l¨®gica del espect¨¢culo o de la masturbaci¨®n
Llov¨ªa sobre los Jardines Ducales de M¨®dena; ca¨ªa la noche y cientos de personas aguantaban el agua sin ahogarse. El escenario, enorme, segu¨ªa deshabitado: cuatro sillas vac¨ªas, una mesita baja. M¨®dena, en Emilia-Romagna, es una ciudad tan coqueta poblada ¨Ccomo toda la regi¨®n¨C por ricos con orden y progreso y sangre latina y parmigiano. Aqu¨ª se fabrican los Ferraris, Lamborghinis, Masseratis; aqu¨ª detr¨¢s est¨¢ la casa donde vivi¨® don Enzo; justo al costado, la de Luciano Pavarotti.
Diez minutos despu¨¦s, bajo m¨¢s lluvia, aplausos, v¨ªtores, tres hombres y una mujer saltaron a la escena. Ella era una presentadora ¨¢cida de la televisi¨®n; ellos, los empresarios gastron¨®micos m¨¢s dulces de Italia. Massimo Bottura, cincuent¨®n y local, suele ser presentado como ¡°el segundo mejor cocinero del mundo¡± ¨Ctras Adri¨¤, por supuesto¨C y tiene su Osteria aqu¨ª nom¨¢s. Carlo Cracco, cuarent¨®n bolo?¨¦s, es el cuoco m¨¢s deseado desde que preside el jurado de MasterChef Italia. Oscar Farinetti, sesent¨®n piamont¨¦s, es el comerciante por excelencia, inventor de la cadena de tiendas Eataly que vende productos y comidas italianas en las capitales del mundo.
La lluvia no paraba y ellos rememoraban, reflexionaban, pontificaban. Cada cual cumpl¨ªa su papel: Massimo L¡¯Appassionato contaba obsesivamente sus obsesiones culinarias; Carlo Il Bello soltaba frases ingenuas enternecedoras; Oscar L¡¯Astuto lanzaba esl¨®ganes con pretensiones filos¨®ficas. Y Serena La Cinica los azuzaba con insidias ¨Cy el p¨²blico com¨ªa y beb¨ªa cada palabra. Te explicaban cosas: que la cocina italiana es m¨¢s exportable que otras porque no la definen sus t¨¦cnicas sino sus productos, que los tortellini crudos son los mejores para hacerte sentir otra vez ni?o, que Lou Reed no cre¨ªa pero vino a la Osteria y volvi¨® tres d¨ªas seguidos, que tenemos el mejor queso del mundo y que saber dudar es b¨¢sico y que hay que pagar m¨¢s por los productos buenos ¨Cy otras verdades verdaderas.
(Yo los o¨ªa, me mojaba, me maravillaba otra vez de que la comida, ese ejercicio cotidiano, repetido, por el cual proveemos energ¨ªa y placer a nuestros cuerpos, se haya vuelto sobre todo algo que no se come: que se lee, se mira, se escucha, se imagina. La comida, lo m¨¢s material que hay, lo m¨¢s ¨ªntimo, ha entrado en la l¨®gica del espect¨¢culo o de la masturbaci¨®n. Es un s¨ªntoma: pasamos horas mirando de lejos lo que antes toc¨¢bamos, ol¨ªamos, trag¨¢bamos. Quiz¨¢ sea la transformaci¨®n necesaria para convertir a la gastronom¨ªa en el arte del momento. No es dif¨ªcil: no es caro, no necesita educaci¨®n, nos creemos capaces de entenderlo).
Lo cierto es que el discurso sobre la comida est¨¢, por estas partes, por todas partes. Como dice Paolo Poli, uno de los c¨®micos m¨¢s conocidos ¨Cy longevos¨C de Italia: ¡°Yo cre¨ªa que ¨¦ste ser¨ªa el siglo del sexo y en cambio result¨® el siglo de la comida¡±. El mundo rico no puede parar de hablar ¨Cescuchar, leer, mirar¨C sobre comidas y le da un poquito de verg¨¹enza cuando le dicen que hay casi mil millones de personas que no comen lo que necesitan. Y que muchos se mueren y que la culpa suele ser de un sistema que concentra la riqueza ¨Ctambi¨¦n alimentaria¨C en manos de unos pocos: nosotros. Entonces la Expo de Mil¨¢n, que cost¨® como 13.000 millones de euros y es un gran escaparate de la alimentaci¨®n de los que s¨ª se alimentan, tiene como lema ¡°Alimentar el planeta¡±. Entonces el festival gastron¨®mico de M¨®dena incluye, entre cientos de charlas y clases y muestras de la mejor gastronom¨ªa, a un tonto argentino que presenta, un domingo a la tarde, un libro sobre el hambre. Y eso, supongo, les mejora la digesti¨®n de todo el resto. La culpa, si hay culpa, pasa tanto mejor con aceite de trufas. Blancas, faltaba m¨¢s.
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