Yo no quiero tener un enemigo
El enfado, el odio, la creaci¨®n del enemigo son procesos perturbadores cuando interviene en ellos la maquinaria del poder
Enfadarse es un magn¨ªfico derecho democr¨¢tico. Quiero poder ejercer ese derecho. El derecho al enfado. Pero me enfada que los pol¨ªticos busquen mi enfado. Me molesta e inquieta que los pol¨ªticos fomenten el enfado y lo exploten luego como una propiedad particular.
No quiero tener un enemigo. No quiero que un l¨ªder pol¨ªtico, quien sea, me endose un enemigo. Por lo visto, resulta inevitable que algunas personas vean a otras como enemigos. Suele ser un problema de men¨² del d¨ªa: odio procesado o grasa fan¨¢tica. Es un fastidio tener que cargar con un enemigo no querido, sobre todo si es un peso pesado, pero se soporta si no se hace presente la violencia o la groser¨ªa.
Siempre ser¨¢ mejor un amour fou, un amor loco, que para los surrealistas era el encuentro a la vez de lo fausto y lo infausto. Pero descubrir un enemigo fou, alguien que te odie apasionadamente, es tambi¨¦n un proceso curioso, como una de esas intrigas en las que te ves implicado sin querer. Intentas buscar el macguffin, esa clave misteriosa que Alfred Hitchcock introduc¨ªa en sus filmes, y resulta que el macguffin eres t¨².
?Qui¨¦n no ha o¨ªdo de cerca alguna vez ese zumbido tan especial que produce el engranaje de un odio inexplicable? Curzio Malaparte bromeaba sobre esa antropofagia en el mundo literario: los escritores contempor¨¢neos no se leen los unos a los otros, sino que se vigilan. Recuerdo dos experiencias infaustas y divertidas en las que sent¨ª ese retint¨ªn inconfundible de quien trata como un odioso enemigo. En una ocasi¨®n, viajaba en un autob¨²s por Asturias. Era temprano e iba adormilado, a pesar del volumen tronante de la radio que hab¨ªa elegido el ch¨®fer. De repente, o¨ª mi nombre. S¨ª, en la radio. El entonces capell¨¢n locutor de la radio obispal, Jim¨¦nez Losantos, arremeti¨® contra m¨ª, tras ubicarme en Cuba, en un evento cultural. Yo he estado en Cuba, lo confieso, incluso antes que John Kerry. Pero en aquel justo momento me encontraba en un autob¨²s en Asturias, dando tumbos por la monta?a. Me entraron ganas de gritar: ¡°No hagan caso, ?estoy aqu¨ª!¡±. Pero aquella embestida tuvo el efecto ben¨¦fico de situarme en la realidad: nadie escuchaba el engranaje del odio. En el otro recuerdo, estoy at¨®nito delante de una pantalla de televisi¨®n. El presentador de un programa cultural, en Telemadrid, S¨¢nchez Drag¨®, agarra en sus manos una novela, ?mi pobre novela!, Los libros arden mal, y la arroja, a falta de llamas, a una papelera, haciendo alusi¨®n a mi naturaleza piel roja. Tal cual.
?Qui¨¦n no ha o¨ªdo de cerca alguna vez ese zumbido tan especial que produce el engranaje de un odio inexplicable?
Dicen que un aut¨¦ntico enemigo es aquel que no te abandona nunca. En mi caso, por suerte, no son aut¨¦nticos. Estoy convencido de que, en el fondo, me quer¨ªan echar una mano. Por ejemplo, gracias a aquel empuj¨®n de Drag¨®, la novela despert¨® cierto inter¨¦s en la Feria del Libro. Esos recuerdos est¨¢n ahora inscritos en mi historia personal de la risa como episodios de juegos florales.
El enfado, el odio, la creaci¨®n del enemigo son procesos realmente perturbadores cuando interviene en ellos la maquinaria pesada del poder. En una verdadera democracia no se cuentan enemigos. Se cuentan votos. Y un problema democr¨¢tico tiene siempre una soluci¨®n: m¨¢s democracia.
Algunos de los mejores reportajes de la historia, con trasfondo pol¨ªtico, son los que escribi¨® Norman Mailer en una ¨¦poca especialmente convulsa de Estados Unidos, en 1968, con el pa¨ªs ferozmente dividido por la guerra de Vietnam. El a?o en que fueron asesinados Bobby Kennedy y Martin Luther King. Esos trabajos geniales de reportero figuran en el libro Am¨¦rica, en la editorial Anagrama. En uno de ellos, La propiedad, Mailer dialoga con un pol¨ªtico entonces muy relevante, el senador dem¨®crata Gene McCarthy, c¨¦lebre por sus discursos antibelicistas.
El senador y el escritor hablan sobre el enfado.
¡°Enfadarse cuando uno desea enfadarse es un don¡±, dice Gene McCarthy. Mailer responde: ¡°Una gracia, dir¨ªa yo, se?or¡±. Pero este McCarthy, tambi¨¦n poeta, de origen irland¨¦s, no se queda corto en iron¨ªa: ¡°Luego debe uno preguntarse si es necesario hacer que la gente se enfade. Una vez provocado el enfado, hay que volver a tranquilizar a la gente. No es tan f¨¢cil¡±.
Tenemos derecho a enfadarnos, pero no deber¨ªamos obedecer la orden de enfado general emitida por hombres con responsabilidad de poder. Como tampoco debemos aceptar que nos dividan entre amigos y enemigos debido a una discrepancia, por grave que sea, pero que tiene soluci¨®n democr¨¢tica. En Espa?a, en Catalu?a, frente a la subpol¨ªtica del enfado, tenemos derecho a la pol¨ªtica de la tranquilidad.
elpaissemanal@elpais.es
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