La luz de Hait¨ª

1. Dios quiso que el infierno se pareciera como dos gotas de agua al para¨ªso. Quiz¨¢s quiso mostrar que las dos cosas eran una y la misma. La miseria de Hait¨ª no se esconde. El que aterriza en su destartalado aeropuerto y sube por la avenida de Delmas ve todas las chabolas, las calles sin pavimento, las hordas de mendigos que los noticieros ya le prepararon a ver. A esa miseria habitual se le agrega hoy la de los campamentos de realojados por el terremoto que cubren cerros y cerros de lo que no alcanz¨® a ser parte de la ciudad.

Todo brilla sin embargo bajo una luz clara que permite notar las m¨¢s sutiles variaciones de los colores. Un cielo transparente sin otra mancha que unas suaves nubes que contrastan con las fogatas y los bocinazos sin fin de los Tap Tap, los buses tambi¨¦n tatuados con colores vivos y frases b¨ªblicas.

Es lo ¨²nico que los m¨¢s de 10 millones de habitantes poseen a¨²n, el privilegio de la luz. Los haitianos parecen saberlo y pintan el interior de sus casas de celeste; de verde nilo sus muebles; turquesa en sus ropas; de blanco sus iglesias. Sus peluquer¨ªas son anunciadas con pinturas murales. Los ata¨²des blancos circulan en carruajes tambi¨¦n blancos, seguidos por decenas de parientes amigos de la corbata y mujeres con barrocos trajes de gala. Todo ello no esconde la epidemia de c¨®lera. O la imposible infraestructura de un pa¨ªs que vive principalmente de las remesas de d¨®lares que mandan los emigrados a sus parientes. Pero explica por qu¨¦ esta mitad de isla fue la primera en liberarse de la esclavitud, por qu¨¦ en sus elecciones 54 candidatos intentaron llegar a la presidencia, por qu¨¦ Alejo Carpentier invent¨® el realismo m¨¢gico para describir Hait¨ª en su novela El reino de este mundo, o por qu¨¦ sus pintores callejeros, miserables y casi an¨®nimos, decoran las mansiones de los millonarios de gran parte del mundo occidental.

2. Los novios esperan en la antesala de Monsieur Henri, el fot¨®grafo oficial de la burgues¨ªa haitiana. Un guardia de 15 a?os enarbola una pistola m¨¢s grande que ¨¦l. En las fotos los novios lucen atemporales, sobreponi¨¦ndose a un fondo de color pastel. Las novias usan en Hait¨ª todos los encajes y velos posibles. Como las ni?as de primera comuni¨®n o los deudos en los interminables velorios. La vida en Hait¨ª se divide en ceremonias donde hay que vestir corbatas de colores vistosos y chaquetas abotonadas, a pesar del calor, que puede f¨¢cilmente llegar a los 45 grados cent¨ªgrados.

Es lo ¨²nico que los haitianos poseen a¨²n: el privilegio de la luz

El protocolo y la formalidad son siempre para los haitianos un asunto de vida o muerte. El color de su piel y de sus uniformes est¨¢ en el centro de su historia. La suya es la de un pa¨ªs que exportaba telas y az¨²car. Un pa¨ªs que se qued¨® de alguna forma encerrado en su siglo de oro, el siglo XVIII, cuando fue la colonia m¨¢s rica del reino de Francia. Un lugar que exportaba al mundo entero sedas, linos, opulencia y riqueza tiene como pocos el sentido de lo que Baudelaire llam¨® el lujo, la calma y la voluptuosidad.

3. Lujo, calma y voluptuosidad, cuando leo ese verso de La invitaci¨®n al viaje, de Baudelaire, no puedo dejar de pensar en una playa cerca de Saint-Sauveur, en el sur de Hait¨ª. Nos detuvo all¨ª Pierre Leger, un hacendado local que compraba plantas de vetiver a los pueblos vecinos. La arena de la playa era blanca, el mar turquesa, las palmeras segu¨ªan apenas el ritmo de la brisas. Dos haitianos sin camisa cocinaban en un bid¨®n oxidado de aceite dos langostas que acababan de recoger de sus trampas. Con apenas dos palabras de criollo, les pag¨® las langostas que devoramos sin tenedor ni cuchillo, sentados sobre la arena.

En el mismo viaje vimos las mansiones del sah de Ir¨¢n y la de Richard Burton y Elizabeth Taylor, las dos convenientemente abandonadas. Un poco m¨¢s all¨¢, un Club Med dejaba entrever el rigor de su abandono. Al otro lado de la isla La Espa?ola, en Rep¨²blica Dominicana, florecen sin restricci¨®n los resorts y hoteles de lujo atendidos por haitianos en estado de semiesclavitud. Resulta evidente para cualquiera que el turismo podr¨ªa salvar a Hait¨ª de la miseria. Pero para eso tendr¨ªa que tener caminos, l¨ªneas a¨¦reas. Tendr¨ªa que tener agua potable y electricidad asegurada, tendr¨ªa que evitar los golpes de Estado y las rebeliones. Tendr¨ªa que ser Rep¨²blica Dominicana, el pa¨ªs vecino donde los explotan, insultan y expulsan en masa ahora mismo. Una mueca de desprecio e iron¨ªa se suma al actual encono que sienten los haitianos por los dominicanos.

¡°Son feos¡±, me explica Olide, una cocinera haitiana. ¡°Mire c¨®mo bailan, mire su piel, no tienen gracia, por eso nos odian¡±.

Unas palabras que resultaron una profec¨ªa cuando dos a?os despu¨¦s el propietario del restaurante en el que se proyectaba la pel¨ªcula, un italiano llamado Francesco Fantoli, muri¨® en un tiroteo a la salida de un banco en Puerto Pr¨ªncipe. Acababa de reconstruir por cuarta vez su restaurante, El Piano Bar, destruido en 2008 por el hurac¨¢n Gustav.

5. ?Creen los haitianos realmente en los zombis que caminan impasibles por sus plazas? La idea de que los muertos no mueren realmente convive a la perfecci¨®n con la idea de que los vivos tampoco viven de verdad. La muerte es un asunto de todos los d¨ªas en Hait¨ª. Nadie razonable le tiene realmente pavor. La muerte no termina nada. La vida nunca empieza del todo. La vida individual, la vida particular, no tiene mucho sentido en Hait¨ª. Un ni?o es encontrado vivo en medio de una misa luego de d¨¢rsele por muerto durante cinco a?os. Da lo mismo si ese ni?o es realmente el mismo que muri¨® hace cinco a?os. No le costar¨¢ nada asumir el nombre y el lugar del muerto.

Mi madre, que fue por siete a?os la mujer del embajador de Chile, vio c¨®mo una de las empleadas de la casa iba juntando dinero para el entierro de su hijo enfermo de gripe. Espantada, llev¨® al ni?o hasta el hospital de campa?a que hab¨ªa organizado el batall¨®n Chile. El chico mejor¨® en pocos d¨ªas. Mi madre esperaba l¨¢grimas de emoci¨®n y agradecimiento, pero a cambio vio en el rostro de su empleada una ligera decepci¨®n. Se hab¨ªa mandado ya hacer el vestido para el velorio. Este, con sus largos llantos, sus visitas de parientes de provincia, sus interminables ceremonias de saludos y lamentaciones, quedaba pospuesto qui¨¦n sabe hasta cu¨¢ndo.

Orgullosa, camin¨® hacia la fachada roja del edificio, que era el ¨²nico que quedaba en pie en toda la plaza. Su marido le advirti¨® de que volviera al jeep. Un grupo de desplazados se acerc¨® entre las ruinas a mirar desorbitados a esa mujer blanca caminar como si nada entre las tribus sin casas. Envueltos en polvo y cenizas, pensaban que el mundo se hab¨ªa acabado. Asustada qued¨® mi madre al ver esas sombras indistinguibles de la noche sin faroles, iluminada apenas por los focos de los helic¨®pteros que patrullaban como pod¨ªan las ruinas sin fin.

El protocolo y la formalidad son siempre para los haitianos
un asunto de vida o muerte

En la siguiente r¨¦plica, la escuela Rep¨²blica de Chile cay¨® con el resto de la plaza. Esa misma tarde nos anunciaron que hab¨ªan encontrado el cad¨¢ver de la esposa del general Toro, el encargado de las tropas chilenas en Hait¨ª. Yac¨ªa bajo el techo del hotel Montana, el m¨¢s lujoso del pa¨ªs. A su gimnasio fue a hacer ejercicio durante la ma?ana del terremoto. Reconocieron su cuerpo, convertido en un gran hematoma, por un brazalete de oro en su mu?eca.

7. Las ¨²ltimas im¨¢genes que tengo de Hait¨ª son justamente las de ese cielo perfectamente calmado, esas nubes gruesas, ese horizonte perfecto de tarjeta postal sobre las camas de una cl¨ªnica improvisada en el patio del que hab¨ªa sido antes el hospital. Un grupo entusiasta de estudiantes de medicina cubanos y chilenos cercenaban felices brazos y piernas de los heridos desnudos que no ten¨ªan fuerzas ni para quejarse.

A veces, sin embargo, Hait¨ª vuelve a m¨ª en sue?os. Veo la ma?ana en los cerros llenos de p¨¢jaros. Veo la entrada met¨¢lica del mercado donde se internaba Olide, la cocinera de la casa, a buscar frutas, verduras y carnes para la semana. Veo el g¨®tico hotel Oloffson de noche, con su due?o, Richard A. Morse, apront¨¢ndose a tocar con su grupo, RAM, de m¨²sica vud¨². Veo la luz sobre los ni?os de la plaza de P¨¦tion Ville. Veo el blanco de la catedral con los feligreses en traje de domingo bajando las escaleras. Veo las sillas de playa de caoba del hotel Montana alrededor de la piscina donde distintos cooperantes y misioneros disfrutan como millonarios el final de la tarde. Escucho el sonido festivo de los bocinazos con que los ch¨®feres haitianos se saludan. Veo la falta de apuro, de angustia, una cierta ligereza que no se puede explicar a nadie que no haya pasado por ah¨ª.

En Hait¨ª la lluvia, el sol, las elecciones, incluso la solidaridad internacional pueden ser un desastre. En Hait¨ª no parece haber esperanza, y es lo ¨²nico que hay a raudales. La sensaci¨®n que cualquier voluntario de alguna agencia internacional siente es que todo eso sin soluci¨®n podr¨ªa solucionarse tan simplemente si la sonrisa de la gente, si esa fuerza para no morir, si esa dignidad de esclavos libertos que consiguieron l¨ªderes honestos y organizados, si toda esa energ¨ªa se pusiera a trabajar en la direcci¨®n correcta.

Hait¨ª podr¨ªa salvarse de la miseria de tantas maneras distintas¡­ Llega el hurac¨¢n, el terremoto, el golpe de Estado que se abraza al carnaval. De cat¨¢strofe en cat¨¢strofe, quiz¨¢s uno sospeche al final que no es lo que quiere. Por cierto, quisiera poder desalojar los campamentos que tras el terremoto de 2010 alojan a 3.000 haitianos sin agua corriente, luz y con m¨¢s alimentos de los que pueden conseguir con la mendicidad y la prostituci¨®n de sus hijas. Quisiera recuperar las selvas quemadas del norte y que los carnavales del sur no terminaran en masacre. Pero ?quisiera dejar Hait¨ª la miseria por la pobreza? En el camino a P¨¦tion Ville, hombres de todas las edades venden serpientes, flores, demonios y dioses hechos de restos de latones. Sean Penn, el actor de Hollywood que se traslad¨® a vivir algunos meses al campamento en el antiguo club de golf de P¨¦tion Ville, llama a Hait¨ª un pa¨ªs de artista en estado puro donde el 90% de los habitantes tiene alg¨²n tipo de instinto creativo. Es quiz¨¢s lo que no comprenden la mayor¨ªa de las organizaciones humanitarias, la mayor¨ªa de los predicadores, la mayor¨ªa de las agencias de cooperaci¨®n, la mayor parte de los cascos azules que tratan de salvar a esa mitad de isla de s¨ª misma. Enfrentados al desprecio y el olvido, condenados por querer ser libres, asaltados por la contradicci¨®n de su origen, hay en casi todos los haitianos que conozco un artista.

Un artista del hambre, como dir¨ªa Kafka en el cuento donde escenifica a un campe¨®n mundial de ayuno que al final revela cu¨¢l ha sido su secreto: no come para ganar ninguna apuesta, ni para demostrar nada a nadie. No come porque no ha encontrado un alimento que lo satisfaga.

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