Tortazos por Navidad
Cada 25 de diciembre, los habitantes del pueblo peruano de Santo Tom¨¢s se congregan para celebrar el Takanakuy, una fiesta que consiste en golpear al pr¨®jimo
El alba?il Guillermo Ayma explica su progreso personal contando botellas de licor. Es una ma?ana helada en Santo Tom¨¢s, y ¨¦l est¨¢ sentado en una colina contemplando desde lo alto el pueblo que abandon¨® hace una d¨¦cada jurando no volver. Pero hoy ha vuelto. Su hermano menor pelear¨¢ en el Takanakuy, esa mezcla de torneo de lucha y tribunal de justicia donde los vecinos resuelven a pu?etazos sus l¨ªos legales, amorosos, de honor. Ayma recibi¨® la llamada de auxilio por tel¨¦fono y no pudo negarse a acompa?ar a su pariente. Esta tarde pelear¨¢ a su lado. Monta?as salpicadas de nieve envuelven el paisaje. Abajo, calles, autom¨®viles, personas en una ma?ana de Navidad. El encuentro repentino con su tierra propicia los recuerdos. Cuando Ayma era m¨¢s joven y viv¨ªa all¨ª, y ganaba cinco soles por jornada de trabajo, lo mismo que costaba una botella de cerveza. Si acaso compraba una, ese d¨ªa su familia no com¨ªa. As¨ª era la ecuaci¨®n. Ayma intentaba ser un padre responsable. Nunca compraba cerveza. Beb¨ªa alcohol industrial. La raz¨®n de que muchos hombres de esta zona de los Andes, apenas a 200 kil¨®metros de Cuzco, mueran con el h¨ªgado destrozado antes de los 50 a?os.
Ayma hab¨ªa agotado la mitad de su esperanza de vida cuando su esposa y ¨¦l decidieron marcharse a la costa. A veces los problemas m¨¢s graves se remedian viajando. Ellos se instalaron en Tacna, esa ciudad de frontera que muchos chilenos visitan en busca de cl¨ªnicas econ¨®micas y comida sabrosa. Una d¨¦cada despu¨¦s, Ayma tiene una casa, un empleo en una empresa de construcci¨®n y cuatro hijos que han podido tener una educaci¨®n. ?l plantea sus logros en otros t¨¦rminos.
¨CCon lo que ahora gano en un d¨ªa ¨Cdice¨C, podr¨ªa comprar 14 botellas de chela [cerveza].
Maridos infieles que luchan contra la familia de la esposa o mujeres que buscan venganza aprovechan este combate para hacer justicia
Ayma es un hombre peque?o y de brazos fibrosos, y, a pesar del clima helado, viste una camiseta sin mangas. Lleva unos botines negros con punta de hierro. Una mochila vaquera es todo su equipaje, se?al de que su estancia ser¨¢ breve. El pueblo tambi¨¦n ha progresado durante su ausencia. La plaza antigua, la iglesia de piedra, el mercado y las viejas casas de barro que ¨¦l recordaba como el coraz¨®n de Santo Tom¨¢s, capital de la provincia de Chumbivilcas, ahora est¨¢n rodeadas por un cintur¨®n de edificios de cemento. Hay casas de cuatro pisos, escuelas grandes, un estadio en construcci¨®n y una plaza de toros donde pronto los vecinos se romper¨¢n las narices.
¨CSer¨¢ la miner¨ªa, ?no?
Ayma viaj¨® en autob¨²s durante la Nochebuena. Ha dormido poco. Est¨¢ de mal humor. Ni siquiera quiere ver a su hermano. Se llama Christian y lo acusan de mujeriego. Est¨¢ casado. Tiene un hijo y hasta hace poco viv¨ªa con su familia. Pero tambi¨¦n ten¨ªa una amante y un reto?o con esta otra mujer, y un d¨ªa se mud¨® con ellos para formar un nuevo hogar. Santo Tom¨¢s es un pueblo peque?o. Todo se sabe. Una noche, los tres hermanos de la esposa enga?ada buscaron a Christian a la salida de una cantina y le pegaron. El marido infiel estaba solo y borracho. Fue una pelea ?desigual. Exigi¨® una revancha. Sus cu?ados aceptaron. Ambas familias se encontrar¨ªan el 25 de diciembre y resolver¨ªan ese l¨ªo a pu?etazos y patadas en el Takanakuy, donde el que pega tiene la raz¨®n y el que pierde no. Los forasteros lo conocen como el Vale Todo de los Andes, en alusi¨®n a aquel deporte donde luchadores profesionales se masacran salpicando de sangre el ring. Pero en el Takanakuy nadie es deportista profesional. Tampoco hay ¨¢rbitros oficiales y mucho menos intervienen polic¨ªas, jueces o notarios. Lo que ocurre all¨ª es cosa del pueblo y queda en el pueblo.
Ayma pele¨® casi todos los a?os mientras vivi¨® en Santo Tom¨¢s. Su primer combate fue por una enamorada. Una tarde, ¨¦l la encontr¨® bes¨¢ndose con otro. Lo derrib¨® de un pu?etazo. El rival le exigi¨® una revancha para el 25 de diciembre. Ese d¨ªa, ambos llevaron a sus respectivas pandillas. Ayma gan¨® su pelea. Busc¨® a la mujer. ¡°Hasta ac¨¢ llegamos. Haz tu vida¡±, recuerda que le dijo. Despu¨¦s fue a emborracharse con sus amigos. ¡°Has ganado bien¡±, le reconoci¨® el contrincante. Ayma acept¨® las disculpas. En adelante, dice, se saludaban con respeto.
¨CC¨®mo ser¨¢ ahora, pues ¨Cdice mirando la plaza de toros desde la colina.
El cielo est¨¢ cargado de nubes espesas que amenazan con parir una tormenta. La plaza de tierra acumula peque?as lagunas de lodo. Hombres y mujeres se acomodan para ver pasar el tiempo. Varios parecen venir desde muy lejos. Llevan ponchos, sombreros y rostros fatigados. Casi todos tienen las narices torcidas.
Los viajeros que recorren el mundo ind¨ªgena de los Andes suelen ubicarse en dos bandos. Est¨¢n los que idealizan este folclore y sus costumbres y, en otra esquina, quienes condenan la supuesta barbarie que ahoga sus fiestas. Tomar una posici¨®n apresurada sobre el Takanakuy sin haberlo presenciado podr¨ªa resultar peligroso. Todo viajero encarna un riesgo: acaba contando lo que no termina de comprender.
¨CEl Takanakuy es una catarsis popular ¨Cme dijo el antrop¨®logo V¨ªctor Layme en un caf¨¦ de Cuzco, donde me cit¨® tres d¨ªas antes de la Navidad. Layme ten¨ªa el cabello oscuro y grueso, ojos peque?itos, p¨®mulos hinchados y piel color tierra h¨²meda. Hab¨ªa nacido en Santo Tom¨¢s y de ni?o tambi¨¦n hab¨ªa peleado en el Takanakuy. Ahora viv¨ªa en la ciudad, ense?aba en la universidad, escrib¨ªa columnas en los diarios locales, pero cada fin de a?o volv¨ªa a su tierra.
¨C?Usted tambi¨¦n va a pelear? ¨Cle pregunt¨¦.
¨CYo participo en la lucha por dignificar la cultura de los ind¨ªgenas ¨Caclar¨®.
¨C ?Contra qui¨¦n lucha usted?
¨CContra la gente que piensa que somos b¨¢rbaros. Porque no lo somos. Anda all¨¢ sin tus prejuicios de hombre de ciudad para que veas.
La historia es un gran torneo donde las naciones se masacran sin piedad. Siglo XIV. Los incas son los romanos de Sudam¨¦rica y avasallan el mundo. Siglo XIV. Los chumpihuillkas (que en quechua significa hombre de las alturas dif¨ªcil de conquistar) intentan resistir el avance del imperio. Pierden. Siglo XVI. Aventureros espa?oles llegan a la regi¨®n y retan a los incas. Ganan. Siglo XIX. Los peruanos desaf¨ªan a los ej¨¦rcitos del rey. Ganan. Siglo XXI. Los peruanos pelean entre peruanos. Chumbivilcas (el territorio de la peque?a naci¨®n chumpihuillka) pasa de mano en mano, de vencedor en vencedor, hasta convertirse en un ingrediente m¨¢s de ese pa¨ªs llamado Per¨², donde decenas de viejas y nuevas culturas conviven sin dejar de ser totalmente lo que fueron. Por eso, en Chumbivilcas la gente a¨²n piensa, vive, celebra y juzga de una manera muy chumbivilcana.
¨CSalud ¨Cme dice el profesor Laime d¨ªas despu¨¦s. Lo encuentro en una calle bebiendo y bailando con amigos y parientes. Me convida a la primera cerveza. Lleva un sombrero de montar color crema. Se le ve contento.
¨CVas a aprender nuestras costumbres.
El Takanakuy comienza con litros de cerveza, licor de ca?a y chicha de ma¨ªz, sigue con danzas tribales y acaba con cientos de narices rotas
?Hay doscientas personas, trescientas, mil? Estoy borracho. Los vecinos comparten todo lo que se puede compartir. Ca?azo (licor de ca?a) rebajado con an¨ªs, alcohol industrial puro, cerveza, chicha de ma¨ªz fermentado. Veo m¨¢scaras de lana. Negras. De colores. Hombres con chaquetas negras, pantalones de hilo y, sobre esos mismos, otros llenos de correas que los jinetes antiguos usaban para montar a caballo. Ahora son solo disfraces. Recuerdos del mundo anterior, de las haciendas. Les llaman negros, y recuerdan a los esclavos y a los due?os de los esclavos. Veo paisanos embutidos en abrigos de caucho de color anaranjado. Les llaman langostas. Recuerdan a una plaga que asol¨® la regi¨®n a mediados del siglo pasado. Algunos llevan animales muertos en los sombreros. Cabezas de pumas, venados, patos salvajes, b¨²hos. Bailan dando saltitos en un pie. Agitan los brazos y se golpean las piernas con las manos abiertas. Parece la m¨²sica de una marcha tribal. ¡°Wayliya-liya, wayliya, wayliy¨¢aa¡±. Las mujeres, con faldas amplias, como campanas, bailan girando el cuerpo, haciendo que estas se abran como flores y dejando a la vista sus piernas ataviadas con botitas de cuero negro. M¨¢s arriba, sus muslos rosados y sus enaguas de encaje.
Los hombres enmascarados hablan en quechua y castellano. Cuesta entenderlos, adem¨¢s, porque fingen las voces para que nadie los reconozca. Hablan como ni?os con voz de pito. Entonces oigo latigazos.
¨C?Abran, carajo, abran! ¨Cgrita alguien¨C. Abran campo.
Tres hombres barren el suelo a correazos y hacen retroceder a la gente. Crean un c¨ªrculo en medio de la multitud. A lo lejos diviso a Guillermo Ayma, el hombre que viaj¨® durante la Nochebuena para pelear junto a su hermano mujeriego. Ayma est¨¢ en el centro del campo. Grita el nombre de su adversario. Alguien de apellido Quispe. El invocado luce enorme al lado del peque?o retador. Le saca al menos 20 cent¨ªmetros de ventaja. Se quita la m¨¢scara. Es calvo, el cr¨¢neo circundado por un arbusto de cabello. Lleva una camiseta sin mangas que marca un pecho gordo, hinchado. Ayma, pecho desnudo y esmirriado, aplaude y sopla sus manos. Parece una nueva versi¨®n de la lucha entre David y Goliat. Se ponen en guardia. Ayma tiene actitud. Quispe le dice algo. Ayma baja los pu?os. Conversa con el rival. Le ofrece la mano derecha y le da una palmada en los hombros. El intercambio de gestos denota respeto. Esta pelea no es voluntad de ninguno de ellos. Est¨¢n apoyando a la mujer abandonada, uno; al marido que la dej¨®, el otro. Y lo hacen porque esto es lo que hacen las familias en el Takanakuy y en el resto del mundo: apoyarse nom¨¢s.
Ayma es ¨¢gil. Se mueve como un boxeador peso pluma. Quispe le persigue con atenci¨®n protegi¨¦ndose detr¨¢s de sus pu?os macizos. Ayma intenta golpear primero. Una patada en las piernas de Quispe, que aguanta el golpe. Luego este contraataca. Su brazo largo encuentra un t¨²nel despejado hacia el hombro del oponente. Ayma trastabilla. Pero se recupera y vuelve a moverse. Sus brazos cortos son su desventaja. El rival lo persigue con la mirada. De pronto lo alcanza con una patada a la altura del muslo. Ayma se queda inm¨®vil por el dolor. Luego recibe un pu?ete en el cuello y otro en la cabeza. Ayma cae intentando cubrirse con un brazo. Un hombre con un bollo de coca en la boca se interpone. Eso es todo, dice con actitud de ¨¢rbitro. Quispe le ofrece la mano al vencido, en se?al de respeto. Ayma sale del campo sacudiendo la cabeza, mareado por los golpes. Para esto viaj¨® durante dos d¨ªas.
Christian Ayma, el mujeriego, sale a pelear enseguida con la actitud decidida de vengar a su hermano. Es tan peque?o como su pariente y apenas un poco m¨¢s joven. Su rival es tan grande como el que venci¨® a su hermano. La pelea es desigual. Los tribunales no garantizan justicia, seg¨²n los lugare?os, pues nada te asegura que tu rival no soborne a los magistrados. Los jueces son corruptos, dicen quienes vienen al Takanakuy.
El grandote tumba a Christian con un pu?etazo directo a la cara y encima lo patea en el suelo. La amante de Christian sale de la multitud y se lanza contra el contrincante que acaba de tumbar a su amante. Le jala el pelo. Por su parte, la esposa le lanza una bofetada a la amante. Un ¨¢rbitro las separa. Las mujeres se gritan. ¡°Maldita¡±. ¡°Robamaridos¡±. ¡°Babosa¡±. El ¨¢rbitro les pide que se comporten. Si quieren pelear civilizadamente, pueden hacerlo. Ellas siguen pele¨¢ndose. La esposa cae. La amante le patea la cara en el suelo. Intervienen los ¨¢rbitros. Las separan. Las empujan a sus rincones. Entran nuevos luchadores llamando a sus rivales. Siguen las peleas. Docenas m¨¢s hasta que la violencia se vuelve mon¨®tona. A las cuatro de la tarde, casi todos los que quer¨ªan pelear lo han hecho. Los luchadores y sus familias y amigos se re¨²nen alrededor de las bandas de m¨²sica que amenizan la fiesta. ¡°Wayliya-liya, wayliya, wayliy¨¢aa¡±. Beben. Curan sus heridas. Se ponen trapos. Bailan.
En un extremo solitario del campo, un hombre en camiseta blanca abofetea a su mujer. Le grita: ¡°Puta¡±. La mujer cae. Se levanta. Quiere correr. Vuelve a caer. El tipo la persigue. Est¨¢ ebrio como un demonio. Un hombre m¨¢s joven se dirige hacia el agresor. Le empuja. La mujer corre a ponerse a salvo. El joven se cae de culo. Se levanta deprisa. Alcanza al marido y le encaja un pu?ete seco, veloz, directo al centro de la nariz, donde nacen las estrellas, las l¨¢grimas y la inconsciencia. El marido se echa la mano a su nariz rota. Busca apoyo, tanteando, hasta que alcanza una pared. Apoya la cabeza. Cierra los ojos. Parece estar m¨¢s all¨¢ del sufrimiento, en ese umbral de irrealidad donde la tragedia plantea preguntas. ¡°?Me est¨¢ ocurriendo esto a m¨ª?¡±. Entonces retira los dedos. Su nariz libera un chorro continuo de sangre, como si fuera un grifo abierto. Intenta dar un paso. Pero se asusta como quien llega al filo de un abismo. Es dif¨ªcil saber en qu¨¦ dimensi¨®n se encuentra en este momento. O qu¨¦ palabras, im¨¢genes o maldiciones cruzan por su mente. Lo que se preguntar¨¢ m¨¢s tarde, cuando vuelva en s¨ª y se mire al espejo, es m¨¢s f¨¢cil de adivinar. P¨®ngase en su lugar de hombre agredido. En sus zapatos. En su cabeza. En su nariz.
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