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?C¨®mo se despertaba la gente cuando no hab¨ªa despertadores?

La invenci¨®n del despertador se atribuye a un relojero del siglo XVIII que deb¨ªa levantarse a las cuatro de la ma?ana La cuesti¨®n nos lleva a preguntarnos sobre el origen de nuestra obsesi¨®n con medir los tiempos

?Acaso los relojes no miden el tiempo?

Sin lugar a dudas, miden algo.

Pero ese algo no es, hablando con rigor, un tiempo invisible,

sino algo muy concreto: una jornada laboral, un eclipse de luna

o el que un corredor emplea para recorrer 100 metros.

(Norbert El¨ªas, El tiempo)

Los internautas se preguntan c¨®mo se despertaba la gente cuando no exist¨ªan los despertadores. Una curiosidad del todo l¨®gica, teniendo en cuenta su invenci¨®n relativamente reciente. Seg¨²n consta, en 1787 el relojero Levi Hutchins ?movido no solo por el ingenio, sino por los imperativos de su oficio-, a?adi¨® un mecanismo de apariencia trivial a la manecilla peque?a de su reloj que activaba una campanilla cuando llegaba a una hora determinada: mientras sus coet¨¢neos se levantaban con la salida del sol, el se?or Levi deb¨ªa hacerlo a las 4 de la ma?ana, lo que obviamente le imped¨ªa valerse para estos fines de la luz del astro rey.

Pero hablar de relojes y despertadores nos obliga a dar un rodeo y a detenernos en la organizaci¨®n y consecuente percepci¨®n socio-hist¨®rica del tiempo.

Naturalmente los pueblos han vivido miles de a?os sin contar con esas m¨¢quinas que hoy nos son tan familiares como imprescindibles. Podr¨ªamos pensar que medir el tiempo con instrumentos m¨¢s exactos ha sido una necesidad consustancial a la humanidad. Lo que ocurre, solemos concluir espont¨¢neamente, es que si ¨¦sta ha vivido siglos sin relojes ni despertadores, se debe a que los avances cient¨ªficos y tecnol¨®gicos llevan su tiempo: tal necesidad se habr¨ªa podido colmar poco a poco, ensayando primero, y perfeccionando despu¨¦s, sistemas de notaci¨®n capaces de capturar y comunicarnos, con mayor precisi¨®n, la sucesi¨®n de los d¨ªas, meses y a?os (calendarios), as¨ª como el orden de las horas, los minutos y los segundos (relojes).

De hecho, buceando en la historia de los ingenios elaborados en diferentes ¨¦pocas y lugares, encontramos evidencias de mecanismos destinados a dividir o a introducir discontinuidades en el flujo del devenir: la clepsidra, de origen mesopot¨¢mico que delimitaba fracciones de tiempo, seg¨²n lo que tarda una cantidad de agua en pasar de un recipiente a otro de iguales dimensiones; el reloj de sol egipcio, vinculado en principio a funciones sacerdotales; el p¨¢jaro mec¨¢nico inventado por los griegos (250 a.C.), que sonaba cuando sub¨ªan la mareas; los campanarios de las iglesias comunales que ta?¨ªan, en los albores del mercantilismo (siglo XII), al ritmo de las actividades de comerciantes y artesanos; el reloj de arena usado para establecer la duraci¨®n de las misas (siglo XVI), o el cuerno utilizado por los encargados para despertar a los trabajadores de los talleres en los distritos textiles ingleses (siglo XVI).

Sin embargo, tales indicios no deben tomarse como una mera sucesi¨®n de intentos que responden a simples pelda?os en la evoluci¨®n del mundo humano. En verdad, como sugiere el soci¨®logo e historiador Lewis Mumford en?T¨¦cnica y civilizaci¨®n, son esas m¨¢quinas, que forman parte indiscutible de nuestra vida cotidiana, las que contribuyen a asentar la creencia en una realidad -la del tiempo serializado en horas, minutos y segundos- independiente del acontecer humano, como si de un hecho externo se tratase. Al punto que llegamos a atribuirle al instrumento f¨ªsico, en s¨ª mismo, el conjunto de costumbres que lo crearon y lo acompa?aron. El soci¨®logo Norbert El¨ªas, en su libro?El tiempo, recuerda el papel jugado tanto por las ciencias f¨ªsico-naturales como por la filosof¨ªa en la representaci¨®n del tiempo como un hecho ajeno a la acci¨®n humana. Mientras las primeras lo presentaron como un dato equivalente a otros fen¨®menos naturales no-humanos; la segunda ?en particular el pensamiento cartesiano y posteriormente el kantiano- lo concibe como una categor¨ªa innata de la experiencia, un hecho inalterable de la naturaleza del hombre.

Son las m¨¢quinas, que forman parte indiscutible de nuestra vida cotidiana, las que contribuyen a asentar la creencia en una realidad independiente del acontecer humano

Lo que ambas tienen en com¨²n, en definitiva, es hacer del tiempo un hecho universal, previo y extr¨ªnseco a toda ¨¦poca, lugar y mundo social particular: como si fuese un fen¨®meno transhist¨®rico y transcultural. Los planteamientos de Mumford y El¨ªas contribuyen a desafiar nuestras impresiones habituales, al hacernos ver que el tiempo no es solo materia de intervenci¨®n humana sino, m¨¢s a¨²n, que no es ajeno al conjunto de s¨ªmbolos utilizados para percibirlo, ordenarlo y regularlo (los relojes y los calendarios, entre otros, todos de factura humana), los cuales responden a pautas, procesos y formas concretas de organizaci¨®n social.

El historiador brit¨¢nico Edward Thompson en su texto?Tiempo disciplina y capitalismo ilustra, con casos sorprendentes a nuestros ojos, la ¡°indiferencia a las horas del reloj¡± en diversas geograf¨ªas sociales, no excesivamente remotas. As¨ª, por ejemplo, los intervalos de tiempo en Madagascar se med¨ªan en funci¨®n de ¡°una cocci¨®n de arroz¡±, o de la ¡°fritura de una langosta¡±. La duraci¨®n de un terremoto en el Chile del siglo XVII se med¨ªa en ¡°credos¡±. Entre los Nuer del Sud¨¢n, en los a?os 1940, el paso de un d¨ªa se compon¨ªa de la sucesi¨®n de las labores ganaderas y los ciclos de tareas dom¨¦sticas. Las actitudes del campesino de la kabilia argelina, donde al reloj se lo conoc¨ªa como ¡°el molino del diablo¡±, fueron descritas en la d¨¦cada de 1960 por el soci¨®logo Pierre Bourdieu en t¨¦rminos de una ¡°impasible indiferencia ante el paso del tiempo, al que nadie pretende dominar, utilizar o ganar¡±. La prisa se consideraba una falta de pudor y la noci¨®n de una cita exacta era desconocida; los kabiles sol¨ªan quedar diciendo, simplemente, ¡°nos encontramos en el pr¨®ximo mercado¡±.

Resistencia a la 'modernidad'

Tendemos naturalmente a considerar extra?os estos comportamientos. Los atribuimos a la resistencia de las sociedades tradicionales ante la?modernidad; o al desconocimiento tecnol¨®gico e, incluso, a la indisciplina o indolencia propia de quienes lo malgastan. Y si lo hacemos es, en realidad, porque los percibimos y juzgamos mediante un modo de ver aprendido que ha forjado en nosotros una experiencia espec¨ªfica del tiempo y de su valor. En consecuencia, apenas si nos preguntamos c¨®mo hemos llegado a considerar imprescindibles esos aparatos tan precisos y, m¨¢s todav¨ªa, a ordenar nuestra vida en torno a las regularidades y cadencias que ellos representan.

La perplejidad que nos generan aquellas costumbres, se comprenden mejor, de un lado, si reparamos en la relaci¨®n existente entre las distintas modalidades y condiciones de la vida com¨²n y las formas de?usar y, por ende, medir, fraccionar y/o notar el tiempo, asociadas a ellas. De otro lado, si nos detenemos a considerar la gradual, y no por ello menos profunda, transformaci¨®n que tuvo lugar con el proceso de transici¨®n a la sociedad industrial.

Basta con detenerse en las comunidades de peque?os agricultores y ganaderos (con escasas estructuras de comercializaci¨®n). Ellas se han orientado a unos quehaceres que se superponen y combinan -criar animales, orde?arlos, protegerlos; sembrar/cosechar; cuidar de los incendios o heladas¡­; procesar y almacenar productos; sin olvidar la fabricaci¨®n o arreglo de los aperos y herramientas, tejer, cocinar, comer, dormir, criar a un ni?o y enterrar a un fallecido, etc.- y han de remitirse a pautas estacionales que guardan escasa consistencia con la del trabajo regulado por las horas del reloj. Proteger al ganado de los depredadores, por ejemplo, puede requerir utilizar las noches para instalar trampas.

La prisa se consideraba una falta de pudor y la noci¨®n de una cita exacta era desconocida; los kabiles sol¨ªan quedar diciendo, simplemente, ¡°nos encontramos en el pr¨®ximo mercado¡±

La ¨¦poca de la cosecha, entretanto, puede obligar a laborar intensivamente de sol a sol, antes de que el producto se arruine o que lleguen las ¨¦pocas de climas desfavorables. Los pueblos pescadores, dependientes de las mareas y de los vientos, han de observar y atenerse a sus movimientos, entre otras tantas cosas ¡­ ?A que el p¨¢jaro mec¨¢nico griego, que sonaba con la pleamar, cobra mayor sentido en un contexto como ese, que un reloj despertador al que le fijamos una determinada hora para despertarnos? En tales y otras condiciones semejantes, las jornadas pueden alargarse o acortarse en funci¨®n de las labores necesarias en cada momento, la distinci¨®n a las que estamos tan habituados entre las actividades ordinarias (festividades, mercados, rituales, conversaciones, salidas, intercambios y contactos sociales de todo tipo, crianzas y enterramientos, etc¡­) y las relativas a la subsistencia, se anudan entre s¨ª y entremezclan. Como poco, en el sentido de que no existe una demarcaci¨®n entre los hechos y tiempos de la vida, y los del trabajo.

Si nos retrotraemos al medioevo, de la mano del historiador Jacques Le Goff (Au Moyen ?ge: temps de l¡¯?glise et temps du marchand), se pone en evidencia una crucial transformaci¨®n del pensamiento cristiano occidental sobre el tiempo y la historia, el cual tiene lugar en el coraz¨®n del siglo XII cuando entra en conflicto el tiempo de la iglesia y el tiempo del mercader, y comienza a tomar forma la elaboraci¨®n de la ideolog¨ªa del mundo moderno. Tras la emergencia del comercio y la formaci¨®n de redes mercantiles el tiempo se convierte en objeto de una atenci¨®n y regulaci¨®n particular. Las tareas del mercader requieren de un tiempo mensurable, orientado y previsible: la duraci¨®n de los viajes por mar o tierra, la fluctuaci¨®n de los precios en el curso de las operaciones comerciales, la duraci¨®n del trabajo artesanal que provee las mercanc¨ªas, devienen objeto de reglamentaci¨®n cada vez m¨¢s exacta. Si en la mayor¨ªa de las regiones cristianas de Europa, las campanas de los monasterios anunciaban las ¡°horas can¨®nicas¡±, es decir una divisi¨®n regular del d¨ªa en siete momentos, a cada uno de los cuales correspond¨ªa un conjunto especifico de oraciones, pronto el instrumento se extender¨¢ fuera del monasterio y su modelo de regularidad se prestar¨¢ a otras funciones. Las campanas se pondr¨¢n al servicio de los fines profesionales y del control del trabajo artesano: sonar¨¢n en los momentos de las transacciones comerciales, y para marcar los turnos de trabajo de los obreros textiles, a quienes se comienza a fijar horarios precisos de entrada y salida de los talleres.

Es en el siglo XII cuando entra en conflicto el tiempo de la iglesia y el tiempo del mercader, y comienza a tomar forma la elaboraci¨®n de la ideolog¨ªa del mundo moderno

Con la integraci¨®n en sociedades m¨¢s abarcadoras, en el proceso de transici¨®n a la sociedad industrial y una vez que la mano de obra se convierte en contratada, se produce una profunda reestructuraci¨®n de los h¨¢bitos anteriores. Mientras en las sociedades preindustriales, ya sean ¨¦stas las (mal) llamadas ¡°primitivas¡±, o las campesinas, sean las manufactureras a escala dom¨¦stica¡­ (etc.), responden a pautas fluctuantes, discontinuas, cambiantes e incluso estacionales de ejecuci¨®n de los quehaceres cotidianos, el advenimiento de la industria mec¨¢nica exige una sincronizaci¨®n, regularidad y exactitud muy precisas del trabajo para determinar la posici¨®n, la duraci¨®n, el ritmo y la sucesi¨®n de actividades de los trabajadores.

Una de las im¨¢genes m¨¢s antiguas del reloj de arena est¨¢ en este cuadro, 'Templanza', de Ambrogio Lorenzetti (1338).
Una de las im¨¢genes m¨¢s antiguas del reloj de arena est¨¢ en este cuadro, 'Templanza', de Ambrogio Lorenzetti (1338).Wikimedia Commons.

No obstante, no se trata solamente de una exigencia reductible a los cambios tecnol¨®gicos o econ¨®micos, puesto que involucra simult¨¢neamente la modificaci¨®n del sentido ¨Cy del valor- que adquiere el tiempo. El tiempo, al convertirse en dinero, no pasa ni acontece, se ¡°gasta¡±, ¡°malgasta¡± o ¡°ahorra¡±. Ya no se compondr¨¢ de los acontecimientos y experiencias que se suceden en el proceso de los quehaceres, igualmente laboriosos, que lo llenan. Se torna una realidad abstracta que se divide, fracciona, mide y ordena, y exige la observancia de las horas a una escala inusitadamente amplia y en cierto modo uniforme del trabajo.

Una nueva vida social

La disciplina fabril engendra nuevos h¨¢bitos de trabajo, pero igualmente reconfigura la vida social e individual. El trabajo reglado por hora¡±, establece horarios de entrada y salida, distingue entre periodos laborales y de ocio, incluyendo las horas de descanso, de almuerzo, los d¨ªas de libranza, as¨ª como la duraci¨®n de un contrato laboral o los a?os productivos de un ser humano. No es balad¨ª, como documenta E. Thompson, que en los albores de la revoluci¨®n industrial una nueva ¨®ptica moral, que apela a una econom¨ªa del tiempo, se difunde dentro de la f¨¢brica pero tambi¨¦n fuera de ella. Las convenciones, formas de vida y h¨¢bitos de trabajo precedentes, son vistos en t¨¦rminos de p¨¦rdida de tiempo, falta de disciplina, ineficiencia y desorden u ociosidad, que obstaculizan la disciplina del trabajo industrial. La funci¨®n del vigilante del tiempo, las hojas de horas para anotar al minuto la labor de cada trabajador, la marcaci¨®n estricta, mediante toques de campana, de los horarios de entrada, de desayuno, de almuerzo y salida, o los est¨ªmulos e incentivos a la puntualidad, hacen su entrada en taller o la f¨¢brica. Y fuera de ellos, un conjunto de reglamentaciones civiles urbanas ordenar¨¢n la vida p¨²blica (fiestas, mercados¡­).

Estos cambios fueron graduales, y no hubo una sola forma de transici¨®n, en todo lugar. De hecho no son desconocidos los oficios mixtos en los comienzos del industrialismo (mineros que eran peque?os agricultores; artesanos textiles ocupados en la construcci¨®n, etc.). Y a poco que lo pensemos, podemos descubrir algunas formas contempor¨¢neas de otros usos del tiempo. En cuanto a los relojes, y formas de despertar, tal vez la cuesti¨®n, no sea tratar de dilucidar si la difusi¨®n del reloj ¨Cy del despertador o sus suced¨¢neos- fue en s¨ª mismo un factor del cambio, o a la inversa, el s¨ªntoma de una nueva forma de organizaci¨®n de la vida. No obstante, desde el siglo XIV se erigen relojes en iglesias y lugares p¨²blicos, y la difusi¨®n general de los relojes se produce al ritmo que la revoluci¨®n industrial exige mayor sincronizaci¨®n del trabajo.

El advenimiento de la industria mec¨¢nica exige una sincronizaci¨®n, regularidad y exactitud muy precisas del trabajo

Tiempos de agricultores, tiempos de pescadores, de artesanos, de comerciantes, de la iglesia, del trabajador industrial, del patr¨®n¡­ y podr¨ªamos seguir distinguiendo ¡°tiempos¡±. El tiempo, en palabras de El¨ªas, ¡°se desarrolla en el contexto de tareas bien definidas y finalidades especificas a cumplir¡±, sirve a los individuos ?y los coacciona- para orientarse en la sucesi¨®n de procesos sociales en los cuales est¨¢n inmersos, es un medio para regular su conducta y coordinarla con la de los dem¨¢s. No es, sin embargo, una mera idea que surja en la cabeza de alguien, sino una instituci¨®n variable que depende de las caracter¨ªsticas de los modos de vida, as¨ª como de los medios o dispositivos que lo representan y comunican a trav¨¦s de la experiencia corriente que los individuos tienen de ¨¦l desde su tierna infancia y durante el curso de su existencia.

El reloj es, tal vez, el m¨¢s notable de esos dispositivos de la modernidad, aunque tambi¨¦n integramos esos usos y valores, a trav¨¦s de los sistemas de fichado a la entrada y salida del trabajo, o de las sanciones que acompa?an los retrasos, de los permisos establecidos con minuciosidad para los llamados ¡°asuntos personales¡±¡­ y m¨¢s a¨²n, con los horarios de la escuela, o los establecidos para el juego, el dormir o el comer.

Los intervalos de tiempo en Madagascar se med¨ªan en funci¨®n de ¡°una cocci¨®n de arroz¡±, o de la ¡°fritura de una langosta¡±

Como se?ala El¨ªas, ¡°los relojes no son el tiempo¡±. Quiz¨¢s haya que considerar con detenimiento la afirmaci¨®n de Lewis Mumford cuando sostiene que el reloj, y no la m¨¢quina de vapor, es el artefacto clave de la era industrial capitalista, puesto que asegura con peculiar pulcritud y rigor la articulaci¨®n de los trabajos humanos y hace posible la producci¨®n regular y estandarizada a gran escala.

En todo caso, la pregunta de los internautas sobre el despertador y los despertares a tiempo no tiene una repuesta que se resuma en unas pocas frases. Puede intuirse que aquella est¨¢ formulada desde el punto de vista de quienes hemos incorporado el tiempo del reloj, y el control horario al que nuestra realidad nos obliga. Se pueden listar los artefactos ideados (p¨¢jaros mec¨¢nicos, cuernos, relojes despertadores¡­) o los fen¨®menos naturales utilizados como referentes (los gallos, la luz del sol, la rotaci¨®n de los astros¡­ etc.). Sin embargo ellos en s¨ª mismos y en tanto aparatos, no dicen nada acerca de sus usos, ni menos a¨²n de las din¨¢micas contextuales e hist¨®ricas a las que obedecen. Para muestra, basta un bot¨®n: las variaciones en las funciones cumplidas por las campanas ?avisan y despiertan para los rezos?, ?o se?alan los turnos de entrada al taller textil? Depende, todo depende.

Adela Franz¨¦ Mudan¨®. Departamento de Antropolog¨ªa Social. Universidad Complutense de Madrid

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