Defensa de la lentitud

Nunca he salido de casa por la ma?ana en menos de media hora, nunca he acabado un examen a tiempo y a menudo otros tienen que despertarme de mi ensimismamiento. Lo reconozco: soy muy lento. Es por eso que, en ocasiones, agotado por el ritmo fren¨¦tico de la jornada me refugio en la cafeter¨ªa y, ya relajado, con la taza humeante entre mis manos, observo por la ventana a los paseantes. Miento, priseantes. Aquel cruza el paso de cebra como si fuera un campe¨®n ol¨ªmpico; aquella, ensimismada con el m¨®vil, no vuelve la cabeza tras chocar contra otro peat¨®n; otro se marcha tras pagar sin siquiera decir ¡°adi¨®s¡±; y all¨¢, en el asfalto, un conductor, naturalmente ansioso porque hace un segundo que el sem¨¢foro se puso en verde, aporrea el claxon hasta que avanza el coche delantero. Y detr¨¢s de aquel, de aquella, de ese otro y del conductor; detr¨¢s de todos ellos, una magn¨ªfica puesta de sol en la que el cielo anaranjado, fusion¨¢ndose con el verde de los ¨¢rboles, crea una sinfon¨ªa de color y poes¨ªa. Ma?ana, como hoy, los mismos esclavos del fren¨¦tico ritmo del siglo?XXI seguir¨¢n achac¨¢ndome mi lentitud. Lo siento, lo siento por vosotros.¡ª Pedro Arg¨¹ello Mur.