Los rostros del exilio sirio
Estas son las vidas destrozadas por la guerra, la huida y el sufrimiento de cinco familias refugiadas en Turqu¨ªa, Jordania y L¨ªbano. M¨¦dicos del Mundo les da voz
Cinco a?os de guerra civil han destrozado Siria. Los bombardeos, combates y masacres han provocado entre 250.000 y 400.000muertes y m¨¢s de un mill¨®n y medio de heridos. Para salvar la vida, unos siete millones de hombres, mujeres y ni?os han tenido que desplazarse dentro de Siria y m¨¢s de cinco millones se han refugiado en el extranjero, especialmente en los pa¨ªses fronterizos.
Mientras la comunidad internacional fracasa en sus intentos de encontrar una soluci¨®n por la v¨ªa diplom¨¢tica y las esperanzas de paz van menguando, seg¨²n las partes involucradas en el conflicto se multiplican, en M¨¦dicos del Mundo proseguimos con nuestra acci¨®n humanitaria a favor de las v¨ªctimas civiles sirias, que se concreta en atenci¨®n primaria de salud, apoyo psicol¨®gico, ayuda financiera, transporte de medicamentos y material.
Nuestros equipos apoyan decenas de centros sanitarios y hospitales en Siria y en los pa¨ªses vecinos. Colaborando con asociaciones locales o internacionales, M¨¦dicos del Mundo libra un combate sin tregua para que todas las personas sirias, sean refugiadas, desplazadas, o se encuentren atrapadas en medio de la guerra, tengan acceso a la atenci¨®n m¨¦dica y recobren su dignidad.
Las vidas destrozadas de cinco familias sirias refugiadas en Turqu¨ªa, Jordania y L¨ªbano ¡ªhistorias de exilio y sufrimiento¡ªsirven de testimonio sobre los destrozos de esta inextinguible crisis humanitaria. Thomas Flamerion recogi¨® los testimonios de cinco familias en diferentes campos y pa¨ªses. A trav¨¦s de su relato, queremos darles nuestra voz a quienes se han visto abocados a elegir entre el exilio o las bombas.
Violencia y humillaciones diarias
Con la mirada puesta en los dibujos de la alfombra que cubre el suelo de la estancia de planta baja que comparte con 11 familiares, Amal, de 15 a?os, habla poco. Su padre, de tez oscura y voz potente, es quien cuenta la historia de su familia: "Hemos vivido el infierno en Siria. Esperaba encontrar una vida mejor en L¨ªbano". Refugiados en Hay el-Selloum, en Beirut Sur, la familia sufre persecuciones constantes desde hace dos a?os. En este modesto barrio de libaneses, las banderas del Hezbollah ondean sobre los retratos de los m¨¢rtires. Quienes, como Amal y su familia, se han asentado all¨ª para escapar de la guerra siria, representan a los m¨¢s pobres entre los pobres, y a menudo est¨¢n perseguidos, humillados, explotados.
Oriunda de Raqaa, al norte de Siria, la familia tuvo que huir desde el inicio del conflicto. En la Ghouta oriental, cerca de Damasco, viv¨ªan del trabajo del campo. Pero el cerco a la ciudad les oblig¨® a desplazarse de nuevo hacia Adra, a 30 kil¨®metros. All¨ª solo se quedaron 20 d¨ªas: "Cre¨ª que ¨ªbamos a morir. Los combatientes masacraban a la gente alrededor nuestro. Hasta nos despedimos de nuestros amigos". Omar decide entonces que tiene que poner a su familia a salvo en el L¨ªbano. Pero la llegada masiva de personas refugiadas ejerce una presi¨®n enorme sobre la econom¨ªa y las instituciones libanesas. El pa¨ªs, que ya ha acogido a cientos de miles de palestinos desde 1948, no est¨¢ capacitado para responder a las necesidades de los 1,5 millones de sirios y sirias instalados en su territorio. Al enrocarse el conflicto, las condiciones de vida de estas familias empeoran. El 70% de ellas vive ya bajo el umbral de la pobreza y la familia de Omar no es una excepci¨®n: "Cuando llegamos a L¨ªbano, trabajamos unas semanas en una factor¨ªa de nailon. Nos daban 20 euros al d¨ªa para 10 personas" recrimina. Sus hijas mayores, Amal y Chadia, 14 a?os, encontraron luego empleo en una pasteler¨ªa, donde trabajaba 14 horas al d¨ªa por 10 euros. Realizaban las tareas m¨¢s ingratas; acababan agotadas y eran v¨ªctimas adem¨¢s de las humillaciones del encargado del comercio. "Dice que somos sucias, nos insulta, se burla de nosotras" acaba contando Amal, con la voz temblando de ira. Un d¨ªa Chadia, que padece una malformaci¨®n en los pies, cae, arrastrada por una bandeja demasiado pesada. "?l le peg¨® cuando estaba en el suelo. Luego la arrastr¨® del pelo hacia fuera y la ech¨® de la pasteler¨ªa". Al recordar la escena, la adolescente se viene abajo y rompe a llorar. Ahora Chadia ha encontrado un nuevo trabajo. Amal, por su parte, sigue padeciendo ofensas y maltrato.
El sufrimiento se lee en las caras de Omar y su mujer cuando evocan tambi¨¦n a Marwan, su hijo de 8 a?os, que tuvo que abandonar el colegio por los golpes y el acoso que recib¨ªa. O el saco de excrementos que encontraron una ma?ana en su balc¨®n. A pesar de las humillaciones, no se puede plantear volver a Siria. "Mi pa¨ªs est¨¢ totalmente destruido -explica Omar- y las cosas no mejoran. Lo ¨²nico que quiero es vivir en un sitio donde no pasemos hambre, un sitio donde se nos respete."
El aburrimiento y la frustraci¨®n
Hyam y Houda saben lo que es el rechazo y el aislamiento. Estas dos hermanas, llegadas de las afueras de Damasco hace unos cuatro a?os, fueron abandonadas por sus maridos en L¨ªbano. Hyam, la menor, tiene dos hijas, Janah y Farah. La mayor, Houda, es madre de la peque?a Zeina. Como ellas, cientos de miles de personas sirias que hu¨ªan de la guerra se refugiaron en el valle de la Bekaa, al norte de L¨ªbano. Pero, al contrario que muchos compatriotas suyos, condenados a vivir todo el a?o en tiendas que bordean los campos de esta regi¨®n agr¨ªcola, Hyam y Houda comparten un apartamento en Quab El¨ªas, junto con sus padres y un hermano.
Sin embargo, cuando llegaron tuvieron que apa?arse con un contenedor en el que se amontonaban 13 personas. Luego su hermano consigui¨® un empleo de t¨¦cnico de calefacci¨®n y la familia pudo instalarse en una vivienda m¨¢s decente. Sentada en un colch¨®n, en un dormitorio con dos sillas de jard¨ªn como ¨²nico mobiliario, Hyam cuenta su historia: "Antes viv¨ªamos en la miseria, apenas si pod¨ªamos respirar. Ahora las cosas est¨¢n un poquito mejor, pero la presi¨®n psicol¨®gica es enorme. Sin maridos, tenemos que asumir los papeles de padre y madre a la vez". Hyam ha trabajado como peluquera, pero la mayor parte del tiempo las dos mujeres no tienen nada que hacer, hundidas en la rutina de cada d¨ªa. Su vida social se limita al mercado y a sus hijas. "Lo ¨²nico que hacemos es dormir y comer, dormir y comer". Se palpa su angustia y los s¨ªntomas de depresi¨®n son evidentes.
Hyam y Houda est¨¢n atendidas por los equipos de salud mental y apoyo psicosocial de M¨¦dicos del Mundo, que prestan asistencia tanto a pacientes sirios como libaneses en cuatro centros de salud de la Bekaa, en colaboraci¨®n con tres asociaciones: Amel, Islamic Welfare Society y la parroquia de El Qaa. "Nos encontramos con muchas mujeres solas, divorciadas, con ni?os", explica la psic¨®loga F¨¢tima Nabaa. "Se sienten aisladas, tristes y pesimistas", a?ade.
Por el inmenso ventanal que rodea el apartamento se tiene una magn¨ªfica vista panor¨¢mica sobre el valle. Pero las dos hermanas afirman que ya no se fijan en este paisaje excepcional, que ya no le encuentran el menor aliciente. Sus tres hijas se entretienen como buenamente pueden, pasando de la pantalla del televisor, en la que se suceden los dibujos animados, a la terraza, donde no hacen m¨¢s que dar vueltas. "Es muy dif¨ªcil canalizar su energ¨ªa. No salen a la calle para hacer ejercicio porque los ni?os son agresivos unos con otros. Nuestra frustraci¨®n como padres les afecta negativamente."
Hyam y Houda no son capaces de imaginarse volviendo a Siria alg¨²n d¨ªa. Su ¨²nica esperanza es que otra de sus hermanas consiga refugio en Europa porque su marido falleci¨® en la guerra. Pero este reagrupamiento familiar podr¨ªa verse frustrado por la situaci¨®n de Houda, cuyo marido se fue a vivir a Brasil sin legalizar el divorcio, lo que la impide viajar sin su autorizaci¨®n. "Espero que las autoridades no me hagan la vida a¨²n m¨¢s dif¨ªcil", dice con un suspiro, tratando de sobrellevar su doble pesar, de refugiada de guerra y de mujer abandonada.
Construir un porvenir para sus hijos
En Jordania, las y los refugiados sirios comparten la misma preocupaci¨®n: educar a sus hijos e hijas a pesar del desarraigo de una vida destrozada. En las paredes pintadas con colores chillones de los bloques prefabricados que bordean uno de los doce distritos del campo de refugiados de Zaatari, al nordeste de Amman, vuelan mensajes de esperanza: "Educaci¨®n", "Quiero aprender un idioma". Un deseo de aprender que ilustra un fresco en el que tres ni?os en cuclillas se tapan respectivamente los ojos, los o¨ªdos y la boca con libros, al rev¨¦s del dicho de los monos: no ver nada, no o¨ªr nada, no decir nada.
Abierto en junio de 2012 por las autoridades jordanas a menos de 20 kil¨®metros de la frontera sur con Siria, el campo acoge hoy a 80.000personas refugiadas. En sus casi cuatro a?os de existencia, Zaatari se ha organizado como una ciudad, con sus comercios, sus hospitales, sus escuelas, su administraci¨®n. All¨ª se vive a salvo. Sus residentes comparten una cultura, una historia. Adem¨¢s, la mayor parte proceden de la provincia de Deraa, justo al otro lado de la frontera. Como Ahmed, su mujer Nour y sus cuatro hijas. "Llegamos el 12 de abril de 2014", recuerda Ahmed. "En Deraa, no pod¨ªa dejar a mis hijas salir a la calle, las bombas ca¨ªan a 20 metros de nuestra casa". Desde entonces la familia vive en una caba?a met¨¢lica que construy¨® con sus propias manos, despu¨¦s de pasar tres meses en una tienda de campa?a. "Esperamos que nos den un contenedor prefabricado, pero no llega. Estamos los seis en un solo cuarto, hemos separado la cocina con una manta y los bichos se meten por todas partes". Si hoy sus hijas pueden apretujarse delante de una estufa de gas recuperada de unos vecinos, unas semanas antes solo la placa de la cocina les aliviaba el fr¨ªo.
Ahmed y su familia no tienen casi nada. Para sobrevivir, dependen del dinero que les manda un pariente y de los 120 dinares (150 euros) del Programa Mundial de Alimentos que reciben mensualmente en una tarjeta. Esta suma, destinada a comida, se puede utilizar ¨²nicamente en el supermercado del campo. A veces, Ahmed se ve obligada intercambiarla por dinero para poder abonar otros bienes. Por ejemplo, el material escolar de Loundja y Maraha, las mayores.
Las dos mochilas de colegialas colgadas de la pared son el testimonio de que la educaci¨®n es una prioridad absoluta, la ¨²nica esperanza de un mejor porvenir para sus hijas que el padre se niega a sacrificar pese al horror de la guerra y a la miseria del exilio. "Loundja es muy buena alumna. Va a dos colegios, el de Bahr¨¦in y el colegio americano. Me gustar¨ªa que pudiera seguir con sus estudios". Con una sonrisa t¨ªmida, Loundja susurra que sue?a con llegar a ser profesora de ingl¨¦s. Su padre asiente, orgulloso y preocupado a la vez, porque la familia est¨¢ a punto de marcharse. "Cuando tom¨¦ la decisi¨®n de dejar mi pa¨ªs para venir a Jordania, quer¨ªa proteger a mis hijas. Aqu¨ª tienen seguridad, pero es lo ¨²nico que hemos encontrado. Me siento como enjaulado e in¨²til para los m¨ªos". Dice esto porque le parecen indignas las condiciones de vida que han encontrado, e inadecuadas para poder educar a sus hijas. De modo que Ahmed ha decidido volver a Siria. "Fuera de aqu¨ª podr¨¦ estar activo, hacerme cargo de mi familia", asegura, a pesar de que sabe que la situaci¨®n no mejora en Siria. Uno de sus sobrinos ha muerto en combate hace dos meses y no sabe d¨®nde se encuentran sus padres ahora. Lo que Ahmed s¨ª sabe con seguridad, en cambio, es que su casa, de momento, sigue de pie. La va prestando a otras familias, tambi¨¦n desplazadas en el interior del pa¨ªs. Sin cobrarles nada, porque est¨¢ convencido de que hay que ayudarse mutuamente.
Nacidos en el exilio: una infancia desarraigada
Sohad, de 47 a?os, no se plantea volver a Siria mientras el pa¨ªs est¨¦ destrozado por la guerra civil. A lo largo de tres a?os su familia ha encontrado cierto equilibrio en el campo de Zaatari. Esta madre de ocho ni?os recuerda su granja de pollos, los olivares y la cisterna subterr¨¢nea que hab¨ªan cavado para regar sus cultivos. "En Deraa vend¨ªamos los productos de las cosechas en los mercados", rememora. En Zaatari, Messaoud, el padre, regenta una peque?a tienda en la calle de los comercios, que aqu¨ª llaman los Campos El¨ªseos, entre una tienda de vestidos de novia y una de ultramarinos. Vende ropa, comida y productos de limpieza. Todo lo que le pueda permitir alimentar a esta familia que se aloja en dos m¨®dulos prefabricados que les ha asignado ACNUR.
Aqu¨ª es donde Sohad pasa los d¨ªas cuidando de sus hijos e hijas m¨¢s peque?os mientras los mayores van a la escuela. El m¨¢s joven, Nabil, tiene tres a?os. Con rizos morenos y ojazos risue?os de largas pesta?as, naci¨® ya en el exilio, en el hospital de Mafraq, la ciudad jordana m¨¢s cercana al campo. Su espacio para jugar se limita a dos cuartos austeros llenos de cojines separados por un patio enfangado. Su horizonte es una llanura des¨¦rtica sin vegetaci¨®n alguna. "Cuando estaba embarazada, los hospitales de Deraa no eran seguros, eran objetivo de los bombardeos. Por eso nos marchamos". El miedo, la huida teniendo que abandonar todas sus pertenencias, hasta sus recuerdos m¨¢s ¨ªntimos, ha perturbado profundamente a Sohad. Dio a luz prematuramente, mientras su documentaci¨®n estaba en poder de las autoridades jordanas que controlan la llegada de refugiados. "Es una verdadera tragedia -explica Sohad- porque Nabil no tiene ninguna documentaci¨®n legal, ninguna partida de nacimiento aparte de un certificado del hospital. Para obtener el documento oficial, habr¨ªa que ir al tribunal y pagar gastos judiciales". Otra opci¨®n ser¨ªa utilizar un contacto fuera del campo para cursar la solicitud en Siria. Pero estas gestiones, demasiado complicadas o demasiado costosas, desaniman a Sohad. "Mi hijo est¨¢ bien de salud, eso es lo m¨¢s importante. Le llevo al centro de salud de M¨¦dicos del Mundo, all¨ª los doctores le tratan muy bien".
"Aqu¨ª la gente cuida de los dem¨¢s, pero lo que m¨¢s echamos en falta es poder movernos libremente", reflexiona. Resulta imposible para esta madre poder visitar al hijo que se qued¨® en Siria. "Quisiera que se reuniera con nosotros, pero est¨¢ atrapado all¨ª porque la frontera est¨¢ cerrada", se lamenta. Su mayor temor es que termine involucrado en la guerra, que le obliguen a juntarse con los combatientes de uno u otro bando. Y que no le vuelva a ver nunca m¨¢s.
Escapar de Alepo
Esta guerra cuyo final parece alejarse a medida que los que participan en ella se multiplican, se ha intensificado en el norte desde que la aviaci¨®n rusa bombardea Alepo y su provincia. Los edificios p¨²blicos han sido destruidos, entre ellos muchas estructuras m¨¦dicas y hospitales. Sin posibilidad de atenci¨®n sanitaria, rodeados por las fuerzas del r¨¦gimen de Bachar al-Assad, miles de civiles escapan hacia la frontera turca.
"Hoy por fin me siento seguro", explica Hassan, sentado en uno de los dos cuartos diminutos del cobertizo que comparte con su mujer, sus tres hijos, su madre y su hermana. La frontera est¨¢ solo a unos pasos de este peque?o pueblo turco cerca de Reyhanli, que acoge hoy a 130 familias sirias, el 80% de la poblaci¨®n. "Hemos conseguido aguantar tres a?os en nuestro campo al sur de Alepo. Pero al bombardearnos, los rusos han propiciado las masacres de civiles. Los combatientes han llegado a nuestro pueblo. Han incendiado nuestras casas. Han ejecutado a una veintena de hombres y se han llevado a ni?os. Los he visto asesinar a un m¨¦dico, un hombre que cura a la gente", cuenta Hassan, mientras ense?a muchas fotos de v¨ªctimas en la pantalla de su m¨®vil.
La familia pidi¨® prestado dinero al jefe del pueblo y as¨ª pudo escapar hasta Bab al-Salam, uno de los puntos de acceso a Turqu¨ªa. "Mi mujer y mis hijos no ten¨ªan ni zapatos para ponerse cuando huimos", describe. Pero la frontera est¨¢ cerrada. Solo se admite a los heridos que llevan hacia los hospitales, entre ellos el centro posoperatorio de la UOSSM (Uni¨®n de organizaci¨®n de socorros y cuidados m¨¦dicos) de Reyhanli, equipado y apoyado financieramente por M¨¦dicos del Mundo. Hassan y su familia consiguieron finalmente cruzar la frontera de forma ilegal y se reencontraron con un primo suyo, instalado all¨ª desde hace dos a?os.
En dos meses, Hassan solo encontr¨® peque?os trabajos temporales, sin declarar, ya que los sirios no est¨¢n autorizados a trabajar en Turqu¨ªa. Con eso no puede alimentar a su familia. Adem¨¢s, solo han recibido la ayuda para alimentos una vez en dos meses. Para pagar comida y mantas han tenido que vender las joyas de oro de su mujer. "Mi madre tiene 60 a?os y sufre del coraz¨®n. En Reyhanli, un m¨¦dico le dijo que ten¨ªa que hacerse pruebas en Adana. Demasiado lejos para nosotros. No tengo los medios necesarios para atenderla", se lamenta.
En torno a su choza, entre las cuerdas cargadas de colada, unos ni?os juegan delante de la fachada azul de una escuela turca que acoge ahora a alumnado sirio. Abdulrahman, 10 a?os, el mayor de los hijos de Hassan, va al colegio all¨ª. "Le cuesta concentrarse, a?ade el padre con preocupaci¨®n. Est¨¢ perturbado, duerme mal. Quisiera que le atendiera un psic¨®logo". El trauma por la pesadilla que vivieron en Siria se mantiene muy vivo. Y aunque afirma que quiere volver a su pa¨ªs en cuanto se acabe la guerra, Hassan sabe bien que nada le espera all¨ª. Ha perdido su granja, sus campos. Piensa en Europa. "Pero, ?c¨®mo podr¨ªamos irnos tan lejos cuando apenas tenemos medios para sobrevivir aqu¨ª?", se pregunta.
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