?Nos hace Facebook m¨¢s solitarios?
Estar presente a todas horas en las redes sociales, recibiendo una marea de informaci¨®n, permite enmascarar un sentimiento real de aislamiento
Todos los d¨ªas me despertaba y, antes de abrir los ojos del todo, arrastraba el ordenador port¨¢til hasta la cama y me sumerg¨ªa de golpe en Twitter. Era lo primero y lo ¨²ltimo que miraba, ese pergamino interminable escrito por gente a la que en su mayor¨ªa no conoc¨ªa, por instituciones, amigos, una comunidad ef¨ªmera en la que yo era una presencia incorp¨®rea e inconstante. Rebuscando entre la letan¨ªa, lo dom¨¦stico y lo c¨ªvico: l¨ªquido para lentillas, portada de libro, noticia de fallecimiento, ilustraci¨®n de protesta, inauguraci¨®n de exposici¨®n, refugiados en los bosques de Macedonia, etiqueta ¡°verg¨¹enza¡±, etiqueta ¡°perezoso¡±, cambio clim¨¢tico, bufanda perdida, chiste sobre Daleks. Un r¨ªo de informaci¨®n, sentimientos y opiniones al que algunos d¨ªas, puede que la mayor¨ªa, le prestaba m¨¢s atenci¨®n que a cualquier otra cosa real de mi vida.
Y Twitter no era m¨¢s que la puerta, la entrada a la ciudad sin l¨ªmites de Internet. Me pasaba d¨ªas enteros haciendo clic, con la atenci¨®n enredada en recovecos y pelda?os sucesivos de informaci¨®n; testigo ausente y apasionado del mundo, una dama de Shalott de espaldas a la ventana, contemplando las sombras de lo real proyectadas en el cristal azulado de su espejo m¨¢gico. Antes, all¨¢ por la era del papel, en el siglo pasado, sol¨ªa leer enterr¨¢ndome en el libro, y ahora miraba a la pantalla, mi venerada amante arg¨¦ntea.
Era como ser una esp¨ªa que llevaba a cabo una vigilancia perpetua. Era como volver a ser una adolescente, sumergi¨¦ndome en mares de obsesi¨®n, siguiendo adelante, navegando por el vaiv¨¦n del oleaje, por la superficie agitada. Leyendo sobre el almacenamiento compulsivo o la tortura o cr¨ªmenes reales o las iniquidades del Estado; leyendo conversaciones informales mal escritas sobre lo que le pas¨® a Samantha Mathis tras la muerte de River Phoenix, ¡°siento sonar condescendiente, pero ?seguro que HAS VISTO esta entrevista?¡±. La inmersi¨®n, la deriva, el espantoso agujero catat¨®nico de los v¨ªnculos recesivos, haciendo clic una y otra vez hacia el pasado, tropezando con los horrores del presente. Courtney Love y Kurt Cobain cas¨¢ndose en una playa, el cuerpo ensangrentado de un ni?o sobre la arena: im¨¢genes que generaban emociones, superponiendo lo absurdo, lo atroz y lo deseable.
?Qu¨¦ quer¨ªa? ?Qu¨¦ buscaba? ?Qu¨¦ hac¨ªa all¨ª, hora tras hora? Cosas contradictorias. Quer¨ªa saber qu¨¦ estaba pasando. Quer¨ªa un est¨ªmulo. Quer¨ªa estar en contacto y quer¨ªa conservar mi privacidad, mi espacio privado. Quer¨ªa hacer clic una y otra vez hasta que mis conexiones neuronales explotasen, hasta que estuviera inundada de superficialidad. Quer¨ªa hipnotizarme con los datos, con los p¨ªxeles de colores, vaciarme, aplastar cualquier sensaci¨®n angustiosa que me invadiese acerca de mi verdadera identidad, aniquilar mis sentimientos. Al mismo tiempo, quer¨ªa despertar, comprometerme pol¨ªtica y socialmente. Y, de nuevo, quer¨ªa reafirmar mi presencia, enumerar mis intereses y objeciones, hacer saber al mundo que segu¨ªa ah¨ª, pensando a trav¨¦s de mis dedos, aunque casi hubiese perdido el arte del habla. Quer¨ªa mirar y quer¨ªa ser vista y, por alguna raz¨®n, ambas cosas eran m¨¢s f¨¢ciles a trav¨¦s de la pantalla.
Quer¨ªa hipnotizarme con los p¨ªxeles de colores, vaciarme, aplastar cualquier sensaci¨®n angustiosa que me invadiese
Es f¨¢cil entender por qu¨¦ la Red puede atraer a una persona que est¨¢ sumida en la soledad cr¨®nica, con su garant¨ªa de conexi¨®n, sus hermosas y resbaladizas promesas de anonimato y control. Se puede buscar compa?¨ªa sin correr el riesgo de ser descubierta o expuesta, sin que te pillen deseando algo, vista en un estado de necesidad o carencia. Puedes tomar contacto o esconderte; puedes ocultarte o presentarte, seleccionando con cuidado una versi¨®n refinada.
En muchos sentidos, Internet me hac¨ªa sentir segura. Me gustaba el contacto que sacaba de all¨ª: la peque?a acumulaci¨®n de miradas positivas, los ¡°favoritos¡± de Twitter, los ¡°me gusta¡± de Facebook, las peque?as herramientas dise?adas y codificadas para conservar la atenci¨®n y alimentar el ego de los usuarios. Ten¨ªa suficiente buena disposici¨®n para ser la boba, para divulgar mi informaci¨®n, para dejar como las babas del caracol un rastro electr¨®nico de mis intereses y opiniones, para que empresas en el futuro lo conviertan en la moneda que quiera que usen. A veces, de hecho, era como si el intercambio jugase a mi favor, sobre todo en Twitter, con su habilidad para fomentar conversaciones entre extra?os, en torno a intereses y opiniones comunes.
Durante el primer a?o o los dos primeros a?os que estuve all¨ª, sent¨ªa que era una comunidad, un lugar alegre; casi un tel¨¦fono de la esperanza, teniendo en cuenta lo desconectada que estaba de lo dem¨¢s. En otros momentos, sin embargo, todo parec¨ªa una locura, una entrega de tiempo a cambio de nada tangible en absoluto: una estrella amarilla, una jud¨ªa m¨¢gica, un simulacro de intimidad, por el que estaba renunciando a todos los componentes de mi identidad, cada elemento salvo la carcasa f¨ªsica que supuestamente me conten¨ªa. Y no hac¨ªan falta m¨¢s que unas cuantas conexiones perdidas o una ausencia de ¡°me gusta¡± para que aflorase la soledad, para que me inundase la deprimente sensaci¨®n de haber sido incapaz de conectar.
La soledad desencadenada por la exclusi¨®n virtual es tan dolorosa como la que surge de los encuentros en la vida real: un triste brote emocional que, en Internet, casi todo el mundo ha sentido en alg¨²n momento. De hecho, una de las herramientas que los psic¨®logos utilizan para evaluar los efectos de la exclusi¨®n y el rechazo social es un juego virtual llamado Cyberball en el que el participante juega al bal¨®n con dos jugadores generados por el ordenador que est¨¢n programados para pasar el bal¨®n de forma normal las primeras veces, antes de empezar a lanz¨¢rselo exclusivamente entre ellos (una experiencia id¨¦ntica al peque?o escozor de mantener una conversaci¨®n en la que nuestro @yo, nuestro avatar, queda de repente excluido).
A veces, mientras recorr¨ªa las p¨¢ginas de Internet, alcanzaba a ver mi cara en el espejo, p¨¢lida, ausente, brillante. Por dentro pod¨ªa estar fascinada o nerviosa o absolutamente enfurecida, pero por fuera parec¨ªa medio muerta, un cuerpo solitario arrebatado por una m¨¢quina. Unos a?os despu¨¦s, mientras ve¨ªa la pel¨ªcula Her, de Spike Jonze, vi la r¨¦plica exacta de esa cara en el personaje de Theodore Twombly que interpretaba Joaquin Phoenix, un hombre tan herido y receloso de la intimidad verdadera que se enamora del sistema operativo de su tel¨¦fono, una nueva versi¨®n de Warhol cas¨¢ndose con su grabadora. No fue su incr¨¦dula alegr¨ªa lo que reconoc¨ª, esas im¨¢genes en las que da vueltas y vueltas con su tel¨¦fono. Fue una escena que hay justo al principio, en la que llega a casa del trabajo, se sienta en la oscuridad y empieza a jugar a un videojuego, moviendo como un loco los dedos para impulsar a un avatar por una pendiente, con una pat¨¦tica expresi¨®n de concentraci¨®n en la cara, con el cuerpo empeque?ecido en comparaci¨®n con la gigantesca pantalla. Parec¨ªa desesperado, rid¨ªculo, completamente desconectado de la vida, y lo reconoc¨ª de inmediato como a un hermano gemelo: un icono del aislamiento y la dependencia de datos propios del siglo XXI.
Extracto editado de The Lonely City: Adventures in the Art of Being Alone, de Olivia Laing, publicado por Canongate en Reino Unido y por Picador en Estados Unidos.
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