Lo que aprend¨ª haciendo cosquillas a los simios
Los animales r¨ªen, planifican y besan como los humanos. Ha llegado el momento de aceptar que son m¨¢s inteligentes (y parecidos a nosotros) de lo que se cre¨ªa
Hacer cosquillas a un chimpanc¨¦ joven es muy parecido a hacer cosquillas a un ni?o. El simio tiene los mismos puntos sensibles: en las axilas, el costado, el vientre. Abre mucho la boca, con los labios relajados y un jadeo que sigue de forma audible el mismo ritmo ¡ªja, ja, ja¡ª que la risa humana. La similitud es tal que resulta dif¨ªcil no echarte a re¨ªr.
El simio tambi¨¦n muestra la misma ambivalencia que el ni?o. Aparta los dedos que le hacen cosquillas e intenta escapar, pero enseguida vuelve a por m¨¢s, y se coloca con el vientre directamente delante de ti. Entonces basta con que le se?ales un punto con el dedo, sin llegar a tocarlo, y vuelve a darle un ataque de risa.
?Risa? ?Un momento! Un verdadero cient¨ªfico debe rehuir cualquier asomo de antropomorfismo, de ah¨ª que los colegas m¨¢s inflexibles suelan pedirnos que cambiemos de terminolog¨ªa. ?Por qu¨¦ no designar la reacci¨®n del mono con una expresi¨®n m¨¢s neutral, algo as¨ª como jadeo vocalizado? De esa forma evitamos confusiones entre el ser humano y el animal.
El t¨¦rmino antropomorfismo, que significa forma humana, procede del fil¨®sofo griego Jen¨®fanes, que protest¨® en el siglo V antes de Cristo contra la poes¨ªa de Homero porque describ¨ªa a los dioses como si tuvieran aspecto humano. Jen¨®fanes se burl¨® de esa suposici¨®n, y parece que dijo que, si los caballos tuvieran manos, ¡°dibujar¨ªan a sus dioses con forma de caballos¡±. Hoy en d¨ªa, la palabra tiene un significado m¨¢s amplio, y suele utilizarse para criticar la atribuci¨®n de rasgos y experiencias de los humanos a otras especies. Los animales no practican el sexo, sino un comportamiento reproductivo. No tienen amigos, sino compa?eros preferidos.
Como nuestra especie es propensa a las distinciones intelectuales, y en el ¨¢mbito cognitivo empleamos esas mismas castraciones ling¨¹¨ªsticas, incluso con m¨¢s vehemencia. Al explicar la inteligencia de los animales como producto del instinto o simple aprendizaje, hicimos que el conocimiento humano permaneciera sobre su pedestal, con la excusa de que era cient¨ªfico. Todo se reduc¨ªa a los genes y los est¨ªmulos. Pensar otra cosa era correr peligro de hacer el rid¨ªculo, como le sucedi¨® a Wolfgang K?hler, el psic¨®logo alem¨¢n que, hace un siglo, fue el primero en demostrar atisbos de entendimiento en los chimpanc¨¦s. K?hler puso un pl¨¢tano delante de la jaula de su mono estrella, Sult¨¢n, y le dio unos palos demasiado cortos para poder alcanzar la fruta a trav¨¦s de los barrotes. Tambi¨¦n colg¨® el pl¨¢tano en alto y coloc¨® alrededor unas cajas que no ten¨ªan la altura necesaria para llegar. Al principio, Sult¨¢n saltaba y arrojaba objetos al pl¨¢tano, o llevaba a una persona de la mano hasta el sitio para utilizarlo como taburete. Al ver que no serv¨ªa de nada, se quedaba sentado sin hacer nada, reflexionando, hasta dar con una posible soluci¨®n. De pronto daba un salto y encajaba una vara de bamb¨² dentro de otra para hacer un palo m¨¢s largo, o amontonaba cajas para hacer una torre lo bastante alta como para alcanzar su premio. K?hler llamaba a ese momento ¡°la experiencia, ?aj¨¢!¡±, similar al instante en el que Arqu¨ªmedes corri¨® por las calles gritando ¡°?eureka!¡±.
Los seres humanos tienen una afici¨®n incre¨ªble a proyectar sentimientos y experiencias en los animales sin sentido
Seg¨²n K?hler, Sult¨¢n demostraba su inteligencia al combinar lo que sab¨ªa sobre cajas y palos para obtener una nueva secuencia de actuaci¨®n que le permitiera resolver su problema. Y lo hac¨ªa todo mentalmente, sin ninguna recompensa previa. Sin embargo, la idea de que los animales pudieran exhibir unos procesos mentales m¨¢s parecidos al pensamiento que al aprendizaje resultaba tan perturbadora que todav¨ªa hoy, en algunos c¨ªrculos, el nombre de K?hler se escupe, m¨¢s que se pronuncia. Y, por supuesto, uno de sus detractores dijo que atribuir la capacidad de razonar a los animales era ¡°un bandazo del p¨¦ndulo te¨®rico¡± de nuevo ¡°hacia el antropomorfismo¡±.
Todav¨ªa hoy se oye este argumento, m¨¢s que para referirse a tendencias que consideramos animal¨ªsticas (todo el mundo puede hablar de agresividad, violencia y territorialidad en los animales), a prop¨®sito de cualidades que nos gustan en nosotros mismos. Las acusaciones de antropomorfismo interfieren en la ciencia cognitiva tanto como las insinuaciones de dopaje en los ¨¦xitos deportivos. Su car¨¢cter indiscriminado ha sido perjudicial para este campo cient¨ªfico, porque nos ha impedido desarrollar una visi¨®n verdaderamente evolutiva. En nuestra prisa por destacar que los animales no son personas, nos hemos olvidado de que las personas tambi¨¦n son animales.
Eso no significa que todo valga. Los seres humanos tienen una afici¨®n incre¨ªble a proyectar sentimientos y experiencias en los animales, muchas veces sin ning¨²n sentido cr¨ªtico. Acudimos a hoteles playeros a ba?arnos con delfines, convencidos de que a los animales debe de gustarles tanto como a nosotros. Creemos que nuestro perro se siente culpable, o que nuestra gata se averg¨¹enza cuando no puede dar un salto. En los ¨²ltimos tiempos, la gente se ha tragado que Jojo ¡ªel gorila de California que sabe firmar¡ª est¨¢ preocupado por el cambio clim¨¢tico, o que los chimpanc¨¦s son religiosos. En cuanto oigo esas afirmaciones, contraigo mis m¨²sculos superciliares (frunzo el ce?o) y pido pruebas. S¨ª, efectivamente los delfines tienen un gesto sonriente, pero, dado que forma parte inmutable de su rostro, esto no indica nada sobre sus sentimientos. Y los perros que se esconden bajo la mesa cuando han hecho algo malo, lo m¨¢s probable es que teman lo que pueda pasar.
El antropomorfismo gratuito es claramente in¨²til. Sin embargo, cuando los profesionales que trabajan sobre el terreno y estudian a los monos en la selva tropical me describen la preocupaci¨®n que muestran los chimpanc¨¦s cada vez que uno de ellos est¨¢ herido, c¨®mo le llevan comida o caminan m¨¢s despacio; o cuando me cuentan c¨®mo los orangutanes macho adultos anuncian ruidosamente desde la cima de los ¨¢rboles en qu¨¦ direcci¨®n van a encaminarse a la ma?ana siguiente, comprendo que haya especulaciones sobre su capacidad de empat¨ªa o planificaci¨®n. Con todo lo que nos han ense?ado los experimentos controlados en cautividad ¡ªcomo los que llevo a cabo yo mismo¡ª, esas conjeturas no son tan absurdas.
Para comprender la resistencia a las explicaciones cognitivas, debo mencionar a un tercer griego de la Antig¨¹edad: Arist¨®teles. El gran fil¨®sofo coloc¨® a todas las criaturas vivas en una scala naturae vertical, que baja desde los seres humanos (los m¨¢s pr¨®ximos a los dioses) hasta los moluscos, pasando por los dem¨¢s mam¨ªferos, las aves, los peces y los insectos. Hacer comparaciones entre los elementos de esta extensa escala ha sido siempre un pasatiempo popular entre los cient¨ªficos, pero lo ¨²nico que hemos aprendido es a juzgar a otras especies con arreglo a nuestros criterios. El objetivo constante ha sido mantener intacta la escala de Arist¨®teles, con los humanos en la cima.
Ahora bien, par¨¦monos a pensar: ?qu¨¦ probabilidades hay de que la inmensa riqueza de la naturaleza quepa en una sola dimensi¨®n? ?No es m¨¢s l¨®gico pensar que cada animal tiene su propio sistema cognitivo, adaptado a sus sentidos y su historia natural? No tiene sentido comparar nuestra capacidad de conocer con la de un animal que tiene ocho brazos independientes, cada uno con su suministro nervioso, ni con el conocimiento que permite que un animal volador capture una presa m¨®vil gracias a los ecos de sus propios chillidos. Los cascanueces americanos (miembros de la familia de los c¨®rvidos) memorizan la situaci¨®n de miles de semillas que escondieron seis meses atr¨¢s, mientras que yo no recuerdo ni d¨®nde aparqu¨¦ mi coche. A cualquiera que sepa de animales se le ocurren otras muchas comparaciones cognitivas en las que no salimos bien parados. No se trata de una escala, sino de una enorme pluralidad de sistemas cognitivos con muchos picos de especializaci¨®n. Picos a los que, parad¨®jicamente, se les da el nombre de ¡°pozos m¨¢gicos¡± porque, cuanto m¨¢s aprenden los cient¨ªficos sobre ellos, m¨¢s profundo se hace el misterio.
Volvamos ahora a la acusaci¨®n de antropomorfismo que o¨ªmos cada vez que surge un nuevo descubrimiento. La cr¨ªtica s¨®lo tiene peso si se parte de la premisa del excepcionalismo humano. Dicha premisa, nacida de la religi¨®n ¡ªpero que invade grandes ¨¢reas de la ciencia¡ª ha quedado arrinconada en la actualidad por la neurociencia y biolog¨ªa evolutiva. Nuestros cerebros tienen la misma estructura b¨¢sica que los de otros mam¨ªferos: las mismas partes, los mismos neurotransmisores. Hasta tal punto son similares que, para intentar curar fobias en seres humanos, se est¨¢ estudiando el miedo en la am¨ªgdala cerebral de la rata. Pero todo esto no quiere decir que la planificaci¨®n de un orangut¨¢n sea igual que la de mis estudiantes, cuando yo anuncio un examen, aunque, en el fondo, exista una continuidad entre los dos procesos. M¨¢s a¨²n en el caso de los rasgos emocionales.
La ¡®antroponegaci¨®n¡¯ es al rechazo de rasgos humanos en otros animales o de rasgos animales en nosotros
Por eso, la ciencia actual parte muchas veces del extremo opuesto, de la hip¨®tesis de que hay una continuidad entre los seres humanos y los animales: la carga de la prueba recae sobre quienes insisten en marcar las diferencias. Si alguien pretende hacerme creer que un mono al que se le hacen cosquillas, y casi se atraganta de risa, tiene un estado de ¨¢nimo distinto al de un ni?o en la misma situaci¨®n, lo tiene dif¨ªcil.
Para aclarar lo que quiero decir, he inventado el t¨¦rmino antroponegaci¨®n, que se refiere al rechazo a priori de rasgos humanos en otros animales o de rasgos animales en nosotros. El antropomorfismo y la antroponegaci¨®n tienen una relaci¨®n inversa: cuanto m¨¢s pr¨®xima est¨¢ una especie a nosotros, m¨¢s nos ayuda el antropomorfismo a comprender esa especie y m¨¢s peligro hay de antroponegaci¨®n. Y, al contrario, cuanto m¨¢s alejada est¨¢ una especie, m¨¢s riesgo existe de que el antropomorfismo sugiera unas semejanzas dudosas, que tienen un origen independiente. Decir que las hormigas tienen reinas, soldados y esclavas no es m¨¢s que una descripci¨®n abreviada antropom¨®rfica, sin que tenga mucho que ver con la manera de crear esas funciones en las sociedades humanas.
Lo importante es que el antropomorfismo no es tan malo como se piensa. En el caso de especies como los monos ¡ªapropiadamente denominadas antropoides, es decir, similares a la especie humana¡ª, el antropomorfismo es una opci¨®n l¨®gica. Despu¨¦s de trabajar toda mi vida con chimpanc¨¦s, bonobos y otros primates, creo que negar las similitudes es m¨¢s problem¨¢tico que aceptarlas. Decir que el beso de un chimpanc¨¦ es un contacto boca a boca esconde el significado de un comportamiento que los monos exhiben en las mismas circunstancias que los humanos: por ejemplo, cuando se saludan, o para reconciliarse despu¨¦s de una pelea. Ser¨ªa como dar a la gravedad de la Tierra un nombre distinto de la gravedad de la Luna, s¨®lo porque pensamos que la Tierra es especial.
Esas barreras ling¨¹¨ªsticas injustificadas rompen la unidad con la que se nos presenta la naturaleza. Los monos y los humanos no tuvieron suficiente tiempo para desarrollar comportamientos casi id¨¦nticos en circunstancias similares de manera independiente. Pi¨¦nsenlo la pr¨®xima vez que lean sobre la capacidad de planificaci¨®n en los monos, la empat¨ªa de los perros o la conciencia de los elefantes. En lugar de negar esos fen¨®menos y burlarse de ellos, debemos preguntarnos: ¡°?Por qu¨¦ no?¡±.
Un mayor respeto a la inteligencia de los animales tambi¨¦n tiene consecuencias en la ciencia del conocimiento. Durante demasiado tiempo hemos dejado que el intelecto humano flotara en un espacio evolutivo vac¨ªo. ?C¨®mo pudo llegar nuestra especie a la planificaci¨®n, empat¨ªa, conciencia y dem¨¢s, si formamos parte de un mundo natural en el que no existen unos escalones que permitan llegar hasta ah¨ª? ?No es esto tan improbable como que nosotros fu¨¦ramos los ¨²nicos primates con alas? La evoluci¨®n es un proceso natural de descendencia en el que se producen modificaciones, tanto de rasgos f¨ªsicos como mentales. Cuanto m¨¢s menospreciamos la inteligencia animal, m¨¢s estamos pidiendo a la ciencia que tenga fe en los milagros al hablar de la mente humana. En lugar de insistir en nuestra superioridad en todos los aspectos, debemos estar orgullosos de nuestros v¨ªnculos.
No tiene nada de malo reconocer que somos monos; unos monos listos, quiz¨¢. Con lo que yo los adoro, no me parece que sea una comparaci¨®n insultante. Tenemos los poderes mentales y la imaginaci¨®n necesaria para ponernos en el lugar de otras especies. Cuanto m¨¢s lo logremos, m¨¢s comprenderemos que no somos la ¨²nica vida inteligente sobre la Tierra.
Frans de Waal es primat¨®logo y profesor de psicolog¨ªa en Emory University. Su ¨²ltimo libro es ?Tenemos suficiente inteligencia para entender la inteligencia de los animales? (Tusquets), del que est¨¢ adaptado este art¨ªculo.
? 2016, The New York Times.
Traducci¨®n de Mar¨ªa Luisa Rodr¨ªguez Tapia.
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