La muerte viaja deprisa
ARTURO sinti¨® el fr¨ªo del ca?¨®n en la sien, el dolor electrizaba su cuerpo. Cerr¨® los ojos. Hasta aqu¨ª has llegado, Andrade, se dijo, busca tus ¨²ltimas palabras.
¨CVete a tomar por el culo ¨Cmurmur¨®.
Son¨® un disparo, sordo. Arturo abri¨® los ojos, a su alrededor no se vislumbraba el potaje de sesos con que su cabeza deber¨ªa haber sembrado el suelo. Mir¨® al ruso. Segu¨ªa de pie, con una mirada aturdida, incr¨¦dula; sosten¨ªa la metralleta cogida por la culata, como si se le hubiese resbalado. Se tambale¨® un poco, dio dos pasos hacia atr¨¢s, una mancha oscura en su pecho se iba ensanchando. Sigui¨® retrocediendo, intercalando alg¨²n paso hacia delante, hasta que termin¨® por desplomarse de espaldas. Una de sus piernas temblaba con descargas fugaces.
¨CNo s¨¦ qu¨¦ hago salvando fascistas.
La frase fue dicha en ingl¨¦s desde alg¨²n lugar a la derecha de Arturo. Cerca de la entrada se hallaba el agente que hab¨ªa acompa?ado a Alec Whealey en su visita de cortes¨ªa y le hab¨ªa vigilado desde el coche; en su mano izquierda ten¨ªa un Colt 1911 con silenciador. Arturo se sent¨® con mucho esfuerzo. Observ¨® la cara del ingl¨¦s, de un color langosta; record¨® la sensaci¨®n de que alguien le segu¨ªa los talones.
¨CNi yo dej¨¢ndome salvar por tipos como t¨² ¨Cdijo Arturo.
El ingl¨¦s le dedic¨® un odio silencioso y disciplinado. Contempl¨® el atroz escenario, los cuerpos ensangrentados; el ¨²ltimo ruso comenz¨® a gemir, a¨²n no hab¨ªa muerto. El agente se acerc¨® a ¨¦l, le observ¨® un momento; apunt¨® a la frente, pero en el ¨²ltimo momento bajo la pistola.
¨CQue se joda.
Se dio la vuelta y se dirigi¨® a Arturo. Se detuvo. Hizo un gesto con el arma.
¨CT¨² no vales todo esto, espa?ol ¨Clo enca?on¨®¨C. ?D¨®nde ibas?
¨CSi me dices c¨®mo me has encontrado, te lo cuento todo.
El ingl¨¦s hizo una mueca desde?osa.
¨CMe pareci¨® muy raro todo aquel numerito de las piedras, as¨ª que regres¨¦ y sub¨ª a tu apartamento. Como hab¨ªa supuesto, no estabas, y di una vuelta por la zona. Encontr¨¦ el rastro de los esqu¨ªes, que tambi¨¦n me pareci¨® extra?o, y lo segu¨ª. Llegu¨¦ hasta el Lorelei, all¨ª estaba el trineo y dej¨¦ funcionar el instinto. Prefer¨ª no entrar para que no cundiera la alarma, esper¨¦ y bingo. ?Qu¨¦ llevabas en el trineo?
¨CRegalos de Navidad.
¨CPues a m¨ª me da que llevabas un puto nazi.
¨C?Qu¨¦ significa ¡°puto¡±?
¨C?Me tomas el pelo?
¨CA veces me pierdo en los significados.
¨CSignifica que te vamos a meter en un agujero y no vas a salir en tu ¡°puta¡± vida.
¨CMe conmueves.
El ingl¨¦s se dio cuenta de que Arturo echaba vistazos a su espalda, como si vigilase algo.
¨CEse truco es muy viejo, espa?ol.
¨C?Qu¨¦ truco?
¨CHacerme creer que ese ruso se est¨¢ recuperando para que me d¨¦ la vuelta.
¨CEs un truco viejo porque funciona.
¨C?Y crees que picar¨¦?
¨CT¨² ver¨¢s.
La primera r¨¢faga pas¨® entre las piernas del ingl¨¦s e hizo que saltase como un canguro. La segunda andanada brot¨® azulada del ca?¨®n de la PPSh e impact¨® en uno de los cad¨¢veres. El ruso estaba agonizando, pero mientras hablaban su mano se hab¨ªa engarfiado en la metralleta y sin fijar el tiro hab¨ªa apretado el gatillo espasm¨®dicamente. El arma saltaba y se mov¨ªa en abanico sobre el suelo al ritmo de su tableteo. Tras una nueva andanada, el ingl¨¦s apunt¨® y su arma emiti¨® unas detonaciones sordas que inmovilizaron al soldado. Para cuando se gir¨® en direcci¨®n a Arturo, este ya se hab¨ªa lanzado a sus piernas a fin de placarle. El agente se desplom¨® con violencia golpe¨¢ndose la cabeza, pero atin¨® a buscar la de Arturo con su arma. El primer disparo pas¨® a cent¨ªmetros de su rostro, chamusc¨¢ndole el pelo; Arturo logr¨® colocar el me?ique en el espacio del percutor y mordi¨® el dedo en el gatillo. El ingl¨¦s aull¨® de dolor y golpe¨® a Arturo, pero este sigui¨® triturando el ¨ªndice hasta que se hizo con el arma. Cuando el agente, entre gru?idos de dolor, comprob¨® el dedo, pudo ver el hueso de dos falanges.
¨CMaldito bastardo¡
Arturo se apresur¨® a recoger su Walther y su cuchillo sin dejar de enca?onar al ingl¨¦s. Tambi¨¦n se hizo con la metralleta del ruso. Hab¨ªa que largarse r¨¢pido de all¨ª; hab¨ªan armado tal foll¨®n que no ser¨ªa raro ver aparecer una patrulla de Ivanes, y estaba seguro de que no ser¨ªan comprensivos con la manida frase: ¡°Esto no es lo que parece¡±.
¨C?Sabe tu jefe lo del Lorelei?
¨CQue te den.
¨C?Te gustar¨ªa mear en una bolsa el resto de tu vida? ¨Cpregunt¨® apuntando a su cadera.
¨CNo sabes tirarte faroles, espa?ol.
¨CY Arnaiz, ?le hab¨¦is encontrado?
El ingl¨¦s levant¨® en su direcci¨®n el dedo coraz¨®n de su mano sana. Arturo no perdi¨® m¨¢s tiempo: apunt¨® a su pecho con la PPSh y dispar¨®. Al agente ni siquiera le dio tiempo a adoptar una mueca de terror o incredulidad. Un fuerte olor a amoniaco indic¨® que el cuerpo empezaba a orinarse. Dej¨® la metralleta junto a su propietario y la pistola con silenciador al lado del ingl¨¦s. Luego cogi¨® uno de los cuchillos finka?de los sovi¨¦ticos, lo empap¨® en sangre y lo tir¨® junto a ellos para que la escena se convirtiese en un revoltijo indescifrable. Muchas armas, mucho ruski, mucho alcohol, mucho tiempo libre, y siempre pasaban cosas. Siempre.?Aquello era el pan de cada d¨ªa, una reyerta m¨¢s que hab¨ªa terminado como el rosario de la aurora, habr¨ªa quejas oficiales, papeleo y poco m¨¢s. Y all¨ª estaba de nuevo la muerte, visit¨¢ndolos sin formalidades, haciendo su trabajo con eficacia y prontitud, prosaica, sencilla, a veces incluso infantil.
Da igual que est¨¦s en Bagdad.
Da igual que est¨¦s en Samarra.
Arturo observ¨® los cuerpos. Sangre y orina, mezcl¨¢ndose. Sinti¨® una contracci¨®n en el est¨®mago, se inclin¨® hacia delante y vomit¨®. Cuando lo ech¨® todo, se limpi¨® la boca y le quit¨® el enorme abrigo de piel a uno de los soldados; se lo puso abrochando los botones de madera. Aquello era otra cosa, pens¨® envuelto en la calidez de las pieles. A continuaci¨®n registr¨® las mu?ecas hasta encontrar un buen reloj ¨Clos rusos siempre ten¨ªan varios¨C, un Patek de oro, y tambi¨¦n los bolsillos para quedarse con el dinero. Se permiti¨® unos segundos para contemplar la perspectiva de Berl¨ªn desde aquel auditorio improvisado. El pi¨¦lago de escombros se prolongaba hasta donde alcanzaba la vista. Tuvo la tentaci¨®n de abandonarlo todo, fueron unos instantes; dejar a su suerte a Heberlein, largarse a Austria o Francia y luego desaparecer. El problema era que todo regreso significaba tambi¨¦n una rendici¨®n de cuentas, ante superiores, familia, amigos¡ o en su caso, que no hab¨ªa nadie esper¨¢ndole, ante su conciencia. Y para respirar cierta paz necesitaba tener el esp¨ªritu tranquilo, al menos una parte, por m¨ªnima que fuese. Quiz¨¢s fuese sentimental, pero tambi¨¦n una ilusi¨®n muy poderosa; aunque nadie preguntase por ¨¦l, aunque pudiera desvanecerse sin provocar ning¨²n sentimiento en el mundo. Era una forma de coherencia, de poder estar vivo. Arturo se puso r¨ªgido, abandon¨® con rapidez el edificio y prosigui¨® hacia Lichtenberg. Se detuvo un momento para limpiarse con nieve. Ten¨ªa el cuerpo molido, le dol¨ªa la sien fogueada por la pistola. A¨²n quedaba mucho camino¡
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