Porcelana para Himmler
ARTURO olfate¨® el aire. Era un tic que le hab¨ªa quedado de la guerra; en la mayor¨ªa de las ocasiones no era eficaz, pero los rusos sent¨ªan una atracci¨®n enfermiza por el agua de colonia y sol¨ªan ducharse con los frascos que encontraban en los tocadores de las casas, un tufo que hed¨ªa a metros y que a veces les advert¨ªa de su presencia. No oli¨® nada, pero eso tampoco era un seguro. Volvi¨® a vigilar la f¨¢brica. Ten¨ªa que ser aquella. Seg¨²n las indicaciones de Heberlein, esta se encontraba junto al cementerio de Fiedrichsfelde, lugar de nefasta memoria ¨Cseg¨²n ¨¦l¨C ya que all¨ª se hallaban enterrados los revolucionarios espartaquistas. Porcelana. La dichosa maleta color burdeos por la que se estaba jugando la vida estaba escondida en una f¨¢brica de porcelana. Hab¨ªa sido p¨²blica la obsesi¨®n del Reichf¨¹hrer?Himmler por la porcelana, que hab¨ªa considerado como el material m¨¢s indicado para crear las obras de arte nacionalsocialistas, vajillas, ceniceros, candelabros, figuritas¡ adornadas con ¨¢guilas, runas y esv¨¢sticas que captar¨ªan la esencia m¨ªstica del ideal ario, y que llenar¨ªa las casas de los sufridos oficiales obsequiados por sus servicios al Reich. Esta es una batalla ideol¨®gica y una lucha de razas. El nacionalsocialismo est¨¢ basado en los valores de nuestra sangre germ¨¢nica y n¨®rdica, una sociedad bella, honrada y justa. En el otro lado hay una poblaci¨®n de 180 millones de personas, una mezcla de razas cuyos nombres son impronunciables y cuya naturaleza implica que podemos matarlos sin piedad o compasi¨®n. Estos animales han sido unificados por los jud¨ªos en una religi¨®n, una ideolog¨ªa llamada bolchevismo.?Tambi¨¦n era de dominio p¨²blico que los nazis siempre hab¨ªan estado como unas maracas. Meti¨® la Walther en uno de los bolsillos del vis¨®n y se encamin¨® hacia la entrada. El edificio estaba abandonado, medio en ruinas; en su interior, cientos de moldes tirados por doquier, largas mesas de trabajo, taburetes, lavaderos, hornos¡ Sobre una mesa encontr¨® una caja de cart¨®n llena de figuras milagrosamente intactas: conejos. Cogi¨® uno, parec¨ªa mentira que una mezcla de caol¨ªn, feldespato y cuarzo produjera aquella delicadeza. Le dio la vuelta, su base estaba adornada con la Sig?doble de las SS. Record¨® el conejo que aparec¨ªa en el libro de Lewis Carroll, ?Dios m¨ªo, voy a llegar tarde!: no hab¨ªa mejor alegor¨ªa de la incertidumbre que le aguardaba. A partir de ah¨ª anduvo como si intentase liberar los tobillos de algo que hiciera presa en ellos. Las botas chirriaban sobre los pedazos de cristal y porcelana que tapizaban el suelo como si caminase sobre az¨²car. Subi¨® por unas endebles escaleras al segundo piso, donde encontr¨® una especie de enorme rueda ¨Cque habr¨ªa servido para centrifugar algo¨C, bombonas para limpiar las virutas a presi¨®n y un despacho totalmente saqueado, con una caja de caudales reventada. ?Dios m¨ªo, voy a llegar tarde!, la frase se repet¨ªa en un ritornelo est¨²pido en su cabeza, ?Dios m¨ªo, voy a llegar tarde!; las instrucciones de Heberlein hab¨ªan sido claras: el z¨®calo de la pared m¨¢s alejada de la caja fuerte. Se acerc¨®, se puso de rodillas, sac¨® el cuchillo y lo insert¨® en la l¨ªnea de uni¨®n. Empuj¨®, pero la mezcla era maciza, no logr¨® separar el basamento. Lo intent¨® un par de veces m¨¢s sin resultado. Se levant¨® y busc¨® por toda la planta hasta encontrar una barra de metal. Regres¨® al despacho y volvi¨® a ejecutar la misma operaci¨®n. Al cabo de media hora, a base de mucho picar y mucho sudor, logr¨® separar el z¨®calo. Tras el segmento hab¨ªa un espacio impermeabilizado. Meti¨® la mano todo lo que pudo hasta agarrar un asa. Sac¨® lo que, efectivamente, era una maleta de cuero color burdeos. La coloc¨® en posici¨®n vertical y la limpi¨®. La levant¨®, era pesada.
¨CLe proh¨ªbo terminantemente abrirla ¨Cle hab¨ªa ordenado Heberlein.
¨C?Por qu¨¦? ¨Cpregunt¨® arrugando la nariz.
¨CPorque es propiedad del Estado. Y usted responder¨¢ de ello ante sus superiores.
Arturo estudi¨® la maleta. Volvi¨® a levantarla y posarla.
¨C?Dios m¨ªo, voy a llegar tarde! ¨Cdijo el conejo de las SS.
¨C?Qui¨¦n nos asegura que los nazis no hayan elaborado detallados planes para mantener vivo el nacionalsocialismo en el futuro? ¨Cdijo Alec Whealey.
Arturo mir¨® fijamente a Heberlein.
¨CLe sacar¨¦ de aqu¨ª, general, pero no quiero cartas marcadas, ?me entiende?
¨CUsted tr¨¢igame la maleta. Le aseguro que es de vital importancia tambi¨¦n para su pa¨ªs.
¨CEso espero, por el bien de su pellejo.
¨C?Me est¨¢ amenazando?
¨CPor supuesto. Qu¨¦ si no.
Arturo se levant¨® y cogi¨® la maleta. Baj¨® por las escaleras y se detuvo frente a la caja con las figuritas. Cogi¨® uno de los conejos y se lo meti¨® en el bolsillo del vis¨®n. Mir¨® su reloj; el mero acto de alinear las dos diminutas cabezas de rub¨ª de las agujas le daba una ilusi¨®n de control, de que nada suceder¨ªa si no era a su debido tiempo. De que nunca llegar¨ªa tarde.
Con luz diurna, el Lorelei no parec¨ªa gran cosa. Todav¨ªa quedaban algunas horas para que cayera la noche y se colocase su m¨¢scara de farsa y brillantina. Arturo golpe¨® la puerta y le abri¨® el forzudo, quien le indic¨® que Pepe quer¨ªa verle. La mujer se hallaba sentada en la barra, fumando un cigarrillo y ante una taza de t¨¦. Cuando le vio llegar de aquellas trazas, embutido en el enorme abrigo de vis¨®n y con un malet¨ªn, se limit¨® a alzar una ceja. Arturo pos¨® la maleta y se sent¨® en un taburete. Disfrut¨® de un Pepe sin afeites, fuera del personaje: vest¨ªa un sencillo vestido oscuro, y su cabello negro recogido en una cola enmarcaba su p¨¢lido rostro como si fuese un icono ortodoxo. Una solitaria joya en su cuello realzaba perfectamente el conjunto.
¨CNo te va la frivolidad ¨Capreci¨® Arturo, tute¨¢ndola¨C. As¨ª est¨¢s mucho m¨¢s guapa.
Pepe dio una calada, expuls¨® el humo y se concentr¨® en ver c¨®mo se alejaba la nube.
¨CLa vida va contra la frivolidad, as¨ª que ?por qu¨¦ no permitirse un poco?
¨CEs una manera de verlo.
¨C?Qu¨¦ tal el paseo?
¨CSiempre se hacen amigos.
¨CTienes pinta de ser muy sociable.
Alarg¨® una de sus manos y le quit¨® algo de la mejilla. Era sangre coagulada, que desmenuz¨® entre sus dedos. Arturo observ¨® que, sin los postizos, ten¨ªa las u?as mordisqueadas hasta los bordes enrojecidos de la piel.
¨CTe he tra¨ªdo un regalo ¨Csac¨® el conejo de porcelana.
¨CVaya, muchas gracias. Es un exceso.
¨C?Y c¨®mo est¨¢ el general?
¨CLe hemos puesto m¨¢s inyecciones. En unos d¨ªas estar¨¢ bien. Descansa.
¨C?Y Arn¨¢iz?
¨CDe eso te quer¨ªa hablar. Vamos a tener que improvisar.
¨C?Y eso?
Se encogi¨® de hombros y dio otra calada. Parec¨ªa tener la taza de t¨¦ solo como atrezo. Acarici¨® la porcelana como si estuviera viva.
¨CEl Ogro quiere verte.
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