Tiempos de plomo
TRAS REPETIR ¡°ochenta y ocho¡± en referencia a la cifra que tatuaba las paredes indemnes de Berl¨ªn, la octava letra, H, 88, Heil, Hitler, Arturo lo interpret¨® como una especie de se?al, clave secreta o lo que carajo fuese que considerasen aquellos nazis. Sin embargo, sac¨® la pistola y se acerc¨® al desconocido sin dejar de enca?onarle.
¨CEl Ogro quiere verle ¨Cdijo el hombre con petulancia.
¨CIntentar¨¦ encontrar un hueco en mi agenda.
¨CNo nos haga perder el tiempo.
¨C?Es usted un hombre justo?
El hombre hizo una mueca de desconcierto.
¨C?A qu¨¦ se refiere?
Arturo guard¨® la Walther y sonri¨®.
¨CEs una broma ¨Caclar¨®.
¡°EL COMUNISMO ES UNA CAPA DE NIEVE QUE LO HIELA TODO. ?QUI?N LO PODR? DETENER? LOS AMERICANOS SON FUERTES Y MUY PARECIDOS A NOSOTROS¡±.
Mir¨® el cielo; segu¨ªan cayendo trapitos de nieve. Extendi¨® una mano y contempl¨® c¨®mo se posaban en su palma y comenzaban de inmediato a desintegrarse. Clav¨® los ojos en el desconocido: ¡°Cuando usted quiera¡±. El W estaba aparcado frente a un portal sostenido por atlantes. El hombre le indic¨® el asiento trasero y arrancaron. Cruzaron la ciudad sin intercambiar una sola palabra, hasta que Arturo se dio cuenta de que iban en direcci¨®n a Dahlem. Era un barrio residencial alejado del centro que no hab¨ªa sufrido la devastaci¨®n del resto de la ciudad. Cuando Arturo crey¨® que el autom¨®vil se detendr¨ªa, continuaron hacia los bosques de Grunewald. Las l¨ªneas de ¨¢rboles y, m¨¢s all¨¢, el r¨ªo que se ensanchaba y formaba los lagos que al llegar el buen tiempo se llenaban de barcas. En las riberas se levantaban las villas residenciales; siguieron la carretera que las bordeaba sin prestar atenci¨®n a las zonas carbonizadas. Aparcaron frente a una villa de tres pisos de color amarillo p¨¢lido, no tan suntuosa como las mansiones millonarias que se adivinaban entre los ¨¢rboles, pero s¨ª muy s¨®lida. Su gu¨ªa le llev¨® hasta la puerta y le franque¨® el paso a un interior de aires guillerminos, con gruesas alfombras, bronces, dorados¡ Antes de continuar, le registr¨® para quedarse con la pistola y el cuchillo, y tambi¨¦n se hizo cargo del abrigo y el machacado sombrero. Entraron en un sal¨®n donde le aguardaba un hombre de pie; era un poco m¨¢s bajo que ¨¦l, su rostro del color de la masa cruda del pan con un bigotito a lo Ronald Colman, y llevaba gafas de carey.
¨CEs usted alguien muy particular, se?or Andrade ¨Cle salud¨®.
¨CGracias, lo tomar¨¦ como un cumplido.
¨CYa nos hemos ocupado del se?or Arn¨¢iz. Espero que no fueran muy amigos.
¨CNo nos dio tiempo a conocernos, y seguramente no me ca¨ªa bien, pero era de casa.
¨CAh, eso es importante, la tribu, la pertenencia¡ ?C¨®mo ve la suya?
¨C?Espa?a? ¨CArturo apret¨® los labios, adopt¨® un gesto pensativo¨C. D¨¦jeme ver ¨Cempez¨® a contar con los dedos de la mano derecha¨C. En los ¨²ltimos 100 a?os el pa¨ªs ha tenido 4 regentes, 2 rep¨²blicas, 68 Gobiernos, 2 dictaduras, unas cuantas Constituciones, 3 guerras civiles, innumerables levantamientos, asonadas, disturbios, atentados¡, y, para colmo, perdimos Cuba. ?Qu¨¦ le parece?
¨CBismarck dec¨ªa que estaba firmemente convencido de que Espa?a era el pa¨ªs m¨¢s fuerte del mundo, porque llevaba siglos queriendo destruirse a s¨ª mismo y a¨²n no lo hab¨ªa conseguido.
Arturo asinti¨®.
¨CUn sabio. Sin duda.
El hombre se quit¨® los lentes y le mir¨® con esa cara extra?a que se le quedaba a la gente cuando se quitaba las gafas.
¨CMe llamo Max Tieck.
¨CUn placer. ?Es usted el Ogro?
¨C?El Ogro? ¨Csonri¨® y neg¨® con la cabeza¨C. No, no, el Ogro no es una persona, ni siquiera un grupo, el Ogro es un sentimiento, algo que est¨¢ en el aire, un impulso, una direcci¨®n.
¨CEso est¨¢ bien. Entonces, ?me dir¨¢n finalmente c¨®mo cojones salimos de esta ratonera?
Tieck neg¨® con las gafas, se las coloc¨® de nuevo y baj¨® el ment¨®n para observarle por encima de ellas.
¨CParece que todo le haga gracia.
¨C?Usted cree que si me tomase todo esto en broma el general Heberlein seguir¨ªa vivo?
¨CNo, por supuesto, pero es como si no le interesase el verdadero alcance de esto.
¨CLo ¨²nico que me interesa es volver a casa, herr?Tieck.
¨CEn esta guerra, Alemania ha perdido cuatro millones y medio de soldados, m¨¢s un mill¨®n y medio de civiles. ?No cree que eso ha de tener alg¨²n sentido, servir para algo?
¨CQuiz¨¢ para no volver a declararle la guerra a medio mundo.
Max Tieck no se dio por aludido.
¨CEn fin ¨Cataj¨®¨C, hay un piso franco preparado para el general y para usted. Mi ch¨®fer le llevar¨¢ tras esta conversaci¨®n.
¨CMuy agradecido.
¨CYa est¨¢ todo preparado. Tienen un tel¨¦fono; cuando reciban una llamada, ir¨¢n a recogerles para llevarles a un apeadero secundario en las afueras de Berl¨ªn. All¨ª est¨¢ todo preparado para introducir al general en una caja con respiraderos, ir¨¢ como vajilla extremadamente valiosa ¨Clo dijo sin retint¨ªn¨C. Usted tiene en la casa los billetes, creo que tambi¨¦n disponen de la documentaci¨®n pertinente. El tren les llevar¨¢ hasta Viena; lo dif¨ªcil es salir de Alemania; una vez fuera, todo ser¨¢ m¨¢s f¨¢cil. All¨ª se har¨¢n cargo de ustedes hasta G¨¦nova, donde tomar¨¢n un barco que les llevar¨¢ a Barcelona. En unos d¨ªas regresar¨¢ usted a casa, herr?Andrade.
¨CAm¨¦n, herr?Tieck, am¨¦n. ?Es todo?
¨CUna vez en Espa?a, tendr¨¢n que esperar un poco hasta que todo se calme, pero no creo que haya que a?adir m¨¢s, salvo que tenga mucho cuidado. Los rusos nos vigilan, los americanos nos vigilan, ahora hasta los jud¨ªos nos amenazan.
Arturo estuvo a punto de soltar un comentario cortante, pero opt¨® por callar.
¨C?No dice nada, herr?Andrade?
¨CPrefiero actuar.
Max Tieck se recoloc¨® las gafas.
¨CEl comunismo es una capa de nieve que lo hiela todo. ?Qui¨¦n lo podr¨¢ detener? Los americanos son fuertes, herr?Andrade, y muy parecidos a nosotros porque tambi¨¦n creen que el poder es un derecho. Sin embargo, no tienen esp¨ªritu, son como ni?os, todav¨ªa nos necesitan para enfrentarse a papa¨ªto Stalin. Recuerde: todo instante, toda ¨¦poca contiene sus propios desaf¨ªos y una verdad que es preciso captar y configurar. Hay que estar muy atento, y especialmente en estos tiempos de plomo.
Quien realmente era un plomo era aquel t¨ªo, pens¨® Arturo. Y record¨® los rumores que apuntaban a la IBM como la encargada de los sistemas de catalogaci¨®n utilizados por los nazis en los campos de concentraci¨®n. Para haber sido tan enemigos, su amistad hab¨ªa comenzado con buen pie.
¨CPues que Dios se la depare buena ¨Cconcluy¨®.
Max Tieck se pas¨® la mano por el cabello, se alis¨® el bigotito y extendi¨® una mano. Arturo se la estrech¨®. Sin solt¨¢rsela, Tieck le mir¨® a los ojos, pero no hizo ning¨²n comentario. Finalmente realiz¨® un gesto para que lo condujeran a la salida. Le devolvieron las armas y se puso el abrigo y el sombrero. Montaron en el coche y cruzaron los bosques de vuelta a Berl¨ªn. Arturo no pudo evitar pensar de nuevo que las ciudades no eran m¨¢s que experiencias provisorias, temporales. Tarde o temprano los bosques lo reclamar¨ªan todo, se lo tragar¨ªan todo, y en mil a?os no quedar¨ªan m¨¢s que ruinas hundidas entre el follaje, animales que cruzar¨ªan las antiguas calles atestadas de ¨¢rboles cuyas ra¨ªces resquebrajar¨ªan el asfalto.
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