Georgia O'Keeffe, una solitaria en tierras infinitas

EN 1978, Nueva York volv¨ªa a recibir a la que por entonces ya era considerada ¡°la madre¡± de la modernidad norteamericana: Georgia O¡¯Keeffe. Con 90 a?os y graves problemas en la vista, la pintora extraordinaria de los colores brillantes, las flores vivas y los paisajes infinitos regresaba a esa ciudad que hab¨ªa amado y pintado como pocos hasta que, paulatinamente, la fue sustituyendo por Nuevo M¨¦xico
En la primavera de 1929, huyendo de lo rutinario en la cr¨®nica familiar, buscando nuevas fuentes de inspiraci¨®n, O¡¯Keeffe se hab¨ªa embarcado en un largo viaje con mucho de inici¨¢tico y de renuncia a la vida de ¨¦xitos que llevaba junto a Alfred Stieglitz, m¨ªtico fot¨®grafo, editor de la revista Camera Work y propietario de la galer¨ªa neoyorquina 291. Casi de repente, la artista tomaba el tren hacia el oeste junto a su amiga y amante Rebecca Strand, pintora autodidacta brit¨¢nica y esposa del fot¨®grafo Paul Strand. A partir de 1929, O¡¯Keeffe realiz¨® viajes anuales a Nuevo M¨¦xico, y en 1949, fallecido ya su marido, termin¨® por establecer su residencia de forma permanente, entre las grandes extensiones y los espacios abiertos. El periplo al oeste fue dr¨¢stico, sin duda, pero no excepcional. Otros creadores quisieron por entonces ¡°buscar Am¨¦rica¡± tras los pasos de los colonizadores. Primero fue un modo de rescatar lo pret¨¦rito, acallado por el ruido de las grandes ciudades, que rug¨ªan; despu¨¦s, una estrategia para encontrar las ra¨ªces, un punto de gravedad tras la ca¨ªda de la Bolsa en 1929; incluso, una exploraci¨®n de la pobreza y el dolor, a la manera de Dorothea Lange. A?os despu¨¦s se convirti¨® en una f¨®rmula revolucionaria para la generaci¨®n beat cuando Jack Kerouac describi¨® esa ruta sin fin en la novela de 1957 En el camino.
Sin embargo, en 1978 la revoluci¨®n habitaba otros lugares. Las cosas ¨Cy el mundo¨C hab¨ªan cambiado radicalmente. A su regreso a Nueva York, la metr¨®polis a la que se hab¨ªa mudado en 1916, con 28 a?os, dispuesta a dejar atr¨¢s la ense?anza para entregarse a la creaci¨®n, O¡¯Keeffe ¨Ccuya obra puede verse hasta el 30 de octubre en una retrospectiva en la Tate Modern de Londres¨C fue adorada como un cl¨¢sico del arte estadounidense.
En la primavera de 1929, la pintora emprendi¨® un viaje con mucho de inici¨¢tico y de renuncia a la vida de ¨¦xitos con su marido, el fot¨®grafo alfred stieglitz.
El motivo de la visita era asistir a la inauguraci¨®n de la muestra fotogr¨¢fica Georgia O¡¯Keeffe: A Portrait, de Alfred Stieglitz en el Museo Metropolitan. La exposici¨®n le devolv¨ªa una visi¨®n inesperada de s¨ª misma: m¨²ltiple, abierta, m¨®vil, con nuevos trazos en cada encuadre, imposible de pespuntear o atrapar; distante incluso, como si la persona en aquellas maravillosas im¨¢genes no fuera ella. ¡°Cuando miro las fotograf¨ªas que me hizo ¨Calgunas de ellas hace m¨¢s de 60 a?os¨C, me pregunto qui¨¦n ser¨¢ esa persona. Parece que hubiera vivido muchas vidas. Si esa persona existiera hoy en el mundo, ser¨ªa alguien muy diferente. Pero no tiene importancia, Stieglitz la retrat¨® entonces¡±, escrib¨ªa la artista (Wisconsin, 1887-Nuevo M¨¦xico, 1986) en el texto introductorio del cat¨¢logo.
Pese a todo, la misma O¡¯Keeffe hab¨ªa escogido las im¨¢genes para exponer entre las m¨¢s de 300 que su marido le hab¨ªa tomado a lo largo de 20 a?os, entre 1917 y 1937, incluso tras la separaci¨®n. Era su homenaje al que fuera su mentor ¨CStieglitz promocion¨® a su mujer en 21 exposiciones individuales y numerosas colectivas¨C y esposo, si bien la protagonista, aquella tarde tambi¨¦n, fue la pintora. No era la primera vez. De hecho, algunas de las instant¨¢neas expuestas se hab¨ªan presentado ya a principios de 1921 en las Galer¨ªas Anderson de Nueva York. Eran fotos de O¡¯Keeffe fechadas entre 1918 y 1920 ¨Cciertas poses muy atrevidas, con el cuerpo de la modelo desvelado, la artista al desnudo¨C que causaron curiosidad, fascinaci¨®n y hasta esc¨¢ndalo en la ciudad. Stieglitz hab¨ªa despertado las fantas¨ªas er¨®ticas masculinas y, como buen hombre de negocios, daba a entender que las mejores segu¨ªan sin mostrarse al p¨²blico. O¡¯Keeffe, audaz ya entonces ¨Canticipo de la posterior dama solitaria¨C, miraba las im¨¢genes de frente, igual que en su d¨ªa hab¨ªa mirado el objetivo.
Eran mucho m¨¢s que retratos er¨®ticos: eran un juego casi de performance?¨Cpor la complicidad entre la modelo y el fot¨®grafo¨C que hablaba de la libertad sorprendente de O¡¯Keeffe, aquella que la llevar¨ªa hacia el oeste en su huida de lo convencional, la que inspirar¨ªa sus ¨®leos y sus delicadas acuarelas, tierras ilimitadas donde la mirada puede perderse y encontrar, por fin, Am¨¦rica. De ah¨ª la importancia de estas fotos m¨¢s all¨¢ de lo que suele leerse como ¡°la gran historia de amor norteamericana¡±, otra forma de construir el mito de esta artista que nunca se sinti¨® del todo comprendida por nadie.
Desde su exposici¨®n en la galer¨ªa de Stieglitz a primeros de 1920, la cr¨ªtica ¨Cincluido el propio marido¨C se obstin¨® en ver en las formas tendentes a lo abstracto de su producci¨®n cuerpos y sexualidades velados para no herir la sensibilidad del espectador por el mero hecho de estar pintados por una mujer. Ve¨ªan piernas, muslos, caderas¡ donde solo se vislumbran l¨ªneas y colores. Despu¨¦s, estar¨ªan los genitales en la flor poderosa, desafiando a la mirada con tonos tenues o intr¨¦pidos. Dicho de otro modo, se empe?aban en ver en las obras de O¡¯Keeffe una especie de autorretrato encubierto.
Desde sus inicios, la cr¨ªtica se obstin¨® en ver cuerpos y sexualidades en su obra, autorretratos encubiertos que, en realidad, nunca existieron.
Esa manipulaci¨®n de lo que no era sino un conflicto espacial le har¨ªa desear que alguna f¨¦mina escribiera sobre su obra: ¡°Creo que hay algo sin explorar sobre las mujeres que solo una mujer puede ver¡±, coment¨®. El deseo la llev¨® incluso a pedir textos a varias de ellas, propuesta que acept¨® la mecenas Mabel Dodge Luhan, quien a mitad de los a?os veinte escribir¨ªa un testimonio desa?fortunado en el cual explicaba c¨®mo el arte de O¡¯Keeffe era un acto inconsciente al servicio de Stieglitz. Cuando m¨¢s tarde la feminista Judy Chicago la represent¨® en su instalaci¨®n The Dinner Party como ¨®rganos y v¨ªsceras, tambi¨¦n le desagrad¨® profundamente. No es de extra?ar. Aquella interpretaci¨®n volv¨ªa a caer en la trampa: detr¨¢s de los colores y las l¨ªneas se camufla el cuerpo. Siempre que los colores y las l¨ªneas sean de una mujer, claro.
Pero O¡¯Keeffe, que nunca fue feminista en el sentido estricto de la palabra ¨Caunque s¨ª en sus decisiones¨C, no hizo jam¨¢s autorretratos. Al menos en su pintura, si bien los de Stieglitz tuvieron algo de autor¨ªa compartida en cuanto acto de performance. Por eso, cuando en uno de sus testimonios a prop¨®sito de los encuentros con Duchamp recordaba la broma sobre la ausencia de un autorretrato en su muestra, O¡¯Keeffe se estaba tal vez rebelando contra su propio destino: ¡°La siguiente vez que me encontr¨¦ con Duchamp fue en mi primera gran muestra de 1923, en el ¨²ltimo piso de las Galer¨ªas Anderson. Se acababa de inaugurar. No hab¨ªa mucha gente cuando ¨¦l entr¨®¡ Era un cuarto muy amplio y le vi dando vueltas. Se acerc¨® a m¨ª y dijo: ¡®Pero ?d¨®nde est¨¢ tu autorretrato? Todo el mundo tiene uno en su primera exposici¨®n¡¯. Bueno, yo no lo ten¨ªa, y empezamos a re¨ªr¡±.
En efecto, no hab¨ªa ¨Cno hay¨C autorretratos en la producci¨®n de O¡¯Keeffe, sino hermosos paisajes eternos, f¨ªsicos y mentales: los que poblaban su cabeza y la hac¨ªan despertarse cada ma?ana en su casa del oeste para volver a mirar esa belleza como si fuera la primera vez; aquellos que los dibujos y pinturas de esta excepcional solitaria en busca del horizonte en medio de la inmensidad ofrecen como exquisito regalo a los espectadores. Su propuesta es sencilla: que los ojos se sumerjan en lo m¨¢s parecido al infinito.
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