A la noche de los hombres infames
Los autores de los atentados yihadistas buscan protagonismo mundial. Los medios de comunicaci¨®n deben huir de montajes her¨®icos y mantener en el anonimato a los terroristas o reducir al m¨ªnimo las menciones de los criminales
Existen al menos tres motivos para dejar en el anonimato a los yihadistas que cometen un atentado.
El primero es que dar sus nombres, difundir una y otra vez sus rostros, en vida o una vez muertos, convertirles en protagonistas mundiales de este espect¨¢culo en que se ha convertido la guerra terrorista, equivale a hacer realidad uno de sus ¨²ltimos deseos: al fin y al cabo, los asesinos del Bataclan pidieron a sus rehenes, unos minutos antes de la matanza, que llamaran sin cesar a las cadenas de informativos, y el islamista del supermercado exigi¨® a una de esas cadenas que modificara sus cr¨¦ditos y su cinta continua. Y no es casualidad que el asesino m¨²ltiple de Niza dejara en su cami¨®n, como prueba, su carnet de identidad.
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El segundo motivo es que entrar en el detalle de esas vidas de zombis, devanar el hilo que va de una infancia invariablemente ¡°desgraciada¡± a una radicalizaci¨®n normalmente ¡°repentina¡±, recrearse en el supuesto misterio del monstruo que era al mismo tiempo buen padre, marido m¨¢s bien normal, vecino amable y servicial, es la v¨ªa m¨¢s corta hacia esa banalizaci¨®n del mal de la que sabemos hace tiempo que, en estas cuestiones, es uno de los peores peligros: ?de qu¨¦ sirve, por ejemplo, saber que el degollador de Saint-?tienne-du-Rouvray era ¡°estupendo¡±? ?Qu¨¦ dato decisivo nos proporcionan cuando nos muestran una y otra vez el testimonio de la viuda de uno de los asesinos de Charlie Hebdo, que dice que, un a?o despu¨¦s, sigue sin encontrar ninguna ¡°se?al precursora¡± de la radicalizaci¨®n de su misterioso marido? ?Hab¨ªa que pasar tantos a?os combatiendo la cultura de la justificaci¨®n para acabar dando la palabra al ¡°mejor amigo¡± del asesino de Niza, que nos asegura que era un hombre ¡°magn¨ªfico¡±, con ¡°los ojos almendrados¡±, que incluso proclam¨® ¡°Je suis Charlie¡±, pero que se sent¨ªa ¡°frustrado¡±, que se cargaba ¡°peluches¡±, y que fue su personalidad ¡°l¨ªmite¡± la que hizo ¡°caer en el extremismo¡±? Esta cr¨®nica interminable y a menudo rid¨ªcula del horror es una forma de desarmar las conciencias y, con el pretexto de mostrarnos el rostro del delito, de volvernos ciegos, en realidad, a lo que tiene de insostenible y repugnante.
El tercer motivo de fondo que deber¨ªa empujar a los medios a difuminar esos nombres cuya hipn¨®tica repetici¨®n punt¨²a hoy nuestros d¨ªas, o a mencionarlos solo con sus iniciales, o a rechazarlos siempre que sea posible, es que la ¨²ltima consecuencia de esa mezcla inestable de lo trivial y lo heroico, esta forma de decirnos al mismo tiempo que son hombres corrientes pero que han unido su destino a unos actos inolvidables, es la peor: el efecto de arrastre, la invitaci¨®n, para las mentes d¨¦biles, a seguir su ejemplo y pasar a la acci¨®n, con la alegr¨ªa anticipada de pensar en esa gloria p¨®stuma del asesino que les sirve de modelo.
El mecanismo es conocido. Es el que describi¨® Ren¨¦ Girard cuando, mucho antes de que estallara la nebulosa yihadista, subray¨® el aspecto mim¨¦tico de la violencia en general y el terrorismo en particular.
Hay un efecto arrastre para mentes d¨¦biles, una invitaci¨®n a seguir sus pasos y pasar a la acci¨®n
Es el mismo que, en los a?os de plomo de Italia, cuando la prensa se preguntaba si hab¨ªa que publicar o no los comunicados de las Brigadas Rojas, denunci¨® Marshall McLuhan: el autor de Guerra y paz en la aldea global estaba tan convencido de que el rumbo de la guerra se iba a decidir al final en los medios, que hizo la propuesta radical, seguida en parte por la prensa italiana, de no informar sobre las acciones de los grupos armados.
A esa misma conclusi¨®n hab¨ªan llegado mucho antes, a finales del siglo XIX, los testigos de la primera gran ola de atentados que sufri¨® la Francia moderna, cuando, el d¨ªa que no se apu?alaba a un presidente de la Rep¨²blica, se colocaban bombas en caf¨¦s o incluso en la Asamblea Nacional.
En aquellos meses de pesadilla, los lectores de Le Temps, Le Journal y Le Petit Illustr¨¦ se despertaban cada ma?ana con el temor a encontrar el nombre y la foto de un nuevo Ravachol, un imitador de Auguste Vaillant y Emile Henry. Francia estaba paralizada. Sus escritores estaban fascinados (Mallarm¨¦, Alfred Jarry) o espantados (Octave Mirbeau, Bernard Lazare).
Se debat¨ªa, con tanto ardor como hoy, si aquellos hombres eran monstruos o miserables, psic¨®patas o activistas, clientes de Esquirol o disc¨ªpulos de Kropotkin, ¡°neronistas¡± de sue?os desp¨®ticos, seg¨²n R¨¦my de Gourmont, o ¡°faquires¡± instalados definitivamente en la anarqu¨ªa.
En ese contexto, despu¨¦s de esos tres a?os de atentados sangrientos y de lo que empez¨® a denominarse la propaganda por el hecho, Gustave Le Bon culmin¨® su teor¨ªa de la ¡°psicolog¨ªa de las muchedumbres¡±, regida por los principios de sugesti¨®n y contagio (1895); Gabriel Tarde, el tercer padre de la sociolog¨ªa francesa junto con ¨¦l y con Durkheim, enunci¨® las ¡°leyes de la imitaci¨®n¡± en ¡°las muchedumbres y las sectas desde el punto de vista criminal¡± (Revue des Deux Mondes, finales de 1893); y los disc¨ªpulos italianos de Georges Sorel ofrecieron ¡°sus propios cuerpos en llamas¡±, como brulotes contra el mundo enemigo (¡°Matemos la luz de la luna¡±, Manifiesto futurista).
No basta con ocultar los nombres para romper la cadena de las simpat¨ªas y los mimetismos
El terrorismo, en la era del islamismo radical, ha alcanzado unas cimas inigualables de refinamiento y horror. Pero sigue vigente el principio del contagio macabro, de la viralidad aparentemente infinita entre un cuerpo y el siguiente, la reacci¨®n en cadena de unos nombres que inspiran a otros.
Nadie dice, por supuesto, que baste con ocultar los nombres para romper la cadena de las simpat¨ªas y los mimetismos. En primer lugar, porque el dominio de las redes supuestamente sociales limita enormemente el poder prescriptor de los medios. En segundo lugar, porque el yihadismo tiene muchas otras ra¨ªces que no est¨¢n en la historia de la comunicaci¨®n, sino de las religiones y los fascismos. Y adem¨¢s, porque, si se priva a X del vertiginoso placer de asociar su nombre al de Y en la nueva falange negra, a¨²n le queda otro, completamente opuesto pero con una fuerza equiparable: el de ver su nombre entretejido con el del Dios de los salmos o fundido con ¨¦l en un mismo nihilismo.
En esta guerra total que nos han declarado, ?no tenemos la responsabilidad de resistir como podamos, donde podamos, seg¨²n la situaci¨®n y el oficio de cada uno?
?Y no ser¨ªa hermoso que los creadores de opini¨®n dejasen de dar protagonismo a los infames, que intentaran al menos esa forma de gripar uno de los motores de esta m¨¢quina arrolladora?
En la guerra, como en la guerra.
Los medios de comunicaci¨®n deben llegar a un acuerdo para reducir al m¨ªnimo imprescindible las menciones de los criminales. En lugar de deleitarnos con montajes heroicos y mim¨¦ticos, es necesario enviar a los yihadistas a ¡°la noche de los hombres infames¡±.
Bernard-Henri L¨¦vy es uno de los fundadores del movimiento ¡°Nouveaux Philosophes¡± (Nuevos Fil¨®sofos) y autor de, entre otros, el libro Left in Dark Times: A Stand Against the New Barbarism [La izquierda en tiempos oscuros: una toma de posici¨®n contra la nueva barbarie].
Traducci¨®n de Mar¨ªa Luisa Rodr¨ªguez Tapia
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