El final del fuego
A VECES PASAN esas cosas: algo cambia, algo que hab¨ªa existido tanto tiempo, y ni siquiera lo notamos. Falta poco, muy poco; en realidad, ya estamos llegando. En unos a?os, imagino, alg¨²n avispado celebrar¨¢ el final de la Era del Fuego ¨Cy el ciclo m¨¢s decisivo de nuestra historia parecer¨¢ cerrado
El fuego hizo a los hombres. De todas las maneras: para empezar, no hay relato del origen que no se haya cocinado al calor de una llama. El griego, por ejemplo, cuenta c¨®mo un hombre decidi¨® dar a los suyos el saber de los dioses: para hacerlo, Prometeo rob¨® el fuego del Olimpo y lo trajo aqu¨ª abajo. Con fuego, los hombres empezaron a ser lo que ser¨ªan: los due?os de este bajo mundo.
El fuego hizo a los hombres. De todas las maneras: para empezar, no hay relato del origen que no se haya cocinado al calor de una llama.
No son s¨®lo historias para contar alrededor de un fuego: todo cambi¨® realmente hace medio mill¨®n de a?os, cuando aquellas bandas de carro?eros fr¨¢giles que vagaban atemorizados por llanuras y colinas aprendieron a manejar las llamas. Con ellas se calentaron, se iluminaron, se defendieron de las fieras, transformaron bosques impenetrables en planicies de caza, cocinaron: transformar los alimentos les permiti¨® comer tantas cosas que antes no, mejorar sus cuerpos, desarrollar sus cerebros, volverse m¨¢s y m¨¢s hombres. El fuego fue una de las primeras herramientas; gracias a ellas, los hombres se distinguieron de los animales: pudieron hacer mucho m¨¢s que lo que sus cuerpos les permit¨ªan, ser m¨¢s que lo que eran. Multiplicar sus fuerzas y, as¨ª, multiplicarse.
Despu¨¦s, durante todos estos milenios, el fuego fue el centro de nuestras vidas. Por algo el hogar se llama hogar, el lugar de las llamas. Todo depend¨ªa del fuego: la cocina, por supuesto, pero tambi¨¦n la calefacci¨®n, la agricultura, las armas, los cultos, las formas de transformar el metal y la madera y las dem¨¢s materias. Con el tiempo, otras funciones fueron agreg¨¢ndose: las m¨¢quinas que crearon las grandes industrias funcionaban a vapor, los transportes que cambiaron el mundo tambi¨¦n se mov¨ªan por combusti¨®n de carb¨®n o petr¨®leo; formas del fuego. Y as¨ª fue hasta hace nada: diez, quince a?os.
Pero ahora se termina. A fines del siglo pasado una casa ten¨ªa todav¨ªa sus espacios para el fuego: la cocina sol¨ªa usarlo, la calefacci¨®n, el calef¨®n. Ahora, en los pa¨ªses ricos, las casas ya no tienen: cocinas de vitrocer¨¢mica, calefacciones a aire o agua, calefones el¨¦ctricos; los coches van a ser m¨¢s y m¨¢s el¨¦ctricos, los trenes ya lo son. El fuego sobrevive en la pobreza, donde todav¨ªa es necesario; en la riqueza ha pasado a tener un lugar suntuario, nost¨¢lgico: aparece de tanto en tanto en una vela o una chimenea o un asado, memorias de c¨®mo eran esas cosas. Y la rara costumbre de meterse brasa en los pulmones languidece: fumar ya es cosa de perdedores sin remedio y la ¨²ltima raz¨®n para llevar una maquinita de hacer fuego ¨Cf¨®sforos, mecheros¨C en el bolsillo tambi¨¦n va cayendo en el olvido. As¨ª estamos llegando al final de la etapa m¨¢s larga de la historia humana: la Edad del Fuego se deshace en silencio, sin nadie que la llore como se merece.
Pero no todo se acab¨®. Se dir¨ªa que el fuego prepar¨®, silencioso, sibilino, su revancha: nos espera al final. El planeta est¨¢ demasiado lleno, las poblaciones son demasiado m¨®viles, las historias demasiado tornadizas, as¨ª que los viejos cementerios dejan cada vez m¨¢s su lugar a los modernos incineradores. Alguien dijo que donde hubo fuego quedar¨¢n cenizas: no s¨¦ si supo cu¨¢n cruel era su burla. Y as¨ª seguimos siendo, finalmente, en el final, del fuego.
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