Picasso, Renoir y la vulgaridad
En sus ¨²ltimos a?os, cuando el pintor malague?o se obsesion¨® con el sexo y la muerte, retrat¨® a partir de una fotograf¨ªa a su admirado colega franc¨¦s. Le envidiaba la capacidad para hacer que im¨¢genes vulgares se graben en la memoria de millones de personas
Fue en 1907, mientras pintaba Les demoiselles d'Avignony se internaba en el laberinto del cubismo, cuando Picasso se familiariz¨® con la pintura de Renoir. Antes hab¨ªa visto cuadros suyos en el Museo de Luxemburgo y en las tiendas de algunos comerciantes, especialmente en la de Vollard; pero fue en casa de sus nuevos amigos norteamericanos, Gertrud y Leo Stein, donde pudo mirarlos de cerca y con sosiego. En una carta de noviembre de aquel a?o les hizo una sugerencia juvenilmente impertinente: ¡°Mis queridos amigos: He pasado la tarde pensando en vuestro Toulouse-Lautrec. He visto un dibujo de Renoir en casa de Vollard. Y se me ha ocurrido que, si ese Lautrec fuera m¨ªo, se lo habr¨ªa cambiado ya a Vollard por el dibujo de Renoir¡±.
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Picasso sigui¨® admirando a Renoir. En sus ¨²ltimos a?os, cuando trabajaba obsesionado por el sexo y la muerte y hac¨ªa retratos imaginarios de los grandes inmortales de la pintura, adem¨¢s de a Rembrandt, Vel¨¢zquez, Rafael o el Greco, pint¨® a Renoir. Podemos reconocerle en un cuadro de 1970 del Museo Picasso de Par¨ªs, sentado en su sill¨®n Thonet, con el cuerpo encorvado y los mu?ones mutilados de artr¨ªtico terminal, mir¨¢ndonos con su mirada negra y desafiante de p¨¢jaro herido, tal como aparece en una fotograf¨ªa que Picasso pose¨ªa y copi¨® a l¨¢piz. Dos veces. (Nunca consigui¨® verle personalmente; Renoir no le admit¨ªa).
La intimidad, adem¨¢s de lo vulgar, tambi¨¦n conecta el maestro franc¨¦s la pintura del siglo XX
Como demostr¨® Hel¨¨ne Klein, el coleccionismo de Picasso era b¨¢sicamente funcional. Coleccionaba lo que pod¨ªa servirle para su propia pintura. Y fue de Renoir de quien acab¨® teniendo m¨¢s cuadros. Junto a Ingres y Rafael, Renoir es una de las fuentes m¨¢s evidentes de su per¨ªodo clasicista. Basta contemplar el espl¨¦ndido desnudo sentado titulado Eur¨ªdice, un cuadro que Picasso compr¨® en torno a 1920 y que cuelga ahora en la exposici¨®n del Museo Thyssen, para advertir su afinidad con los monumentales desnudos que el pintor espa?ol pintaba en esos a?os. Pero su fascinaci¨®n por el viejo maestro no se limita a esos desnudos ni al per¨ªodo neocl¨¢sico. Richardson la reconoce tambi¨¦n en sus maternidades y en los retratos de sus hijos. Mencionar¨¦ dos ejemplos. El primero es un retrato de Paul, vestido con traje blanco de Pierrot, pintado en 1925, que se conserva en el Museo Picasso de Par¨ªs y que es una transposici¨®n obvia de un retrato de Claude Renoir en 1909 vestido de clown con traje rojo. El segundo es un peque?o retrato de 1905, tambi¨¦n de Claude, esta vez comiendo sopa, que cuelga en la pen¨²ltima sala de la exposici¨®n del Thyssen prestado por el Worcester Art Museum. La sonrisa arcaica del ni?o (tomada quiz¨¢ del Kouros asclepeion del Louvre, o, simplemente, de la Nik¨¦ de Delos, tal como puede verse en la edici¨®n de 1904 del Apollo de Reinach) aflora de nuevo, carnosa y obstinada, en un retrato de Maya Picasso jugando con una mu?eca, pintado en 1938.
Si nos fijamos bien en esos cuadros vemos que no son sus supuestas cualidades cl¨¢sicas lo que Picasso busca en Renoir. Es su sello. Su fuerza. Y su vulgaridad, por decirlo sin ambages. Renoir, que era un visitante compulsivo de museos, impon¨ªa a sus modelos, cuando los pintaba, las poses m¨¢s comunes de la historia del arte. En el retrato de Mme. Thurneyssen con su hija, que puede verse tambi¨¦n en la exposici¨®n del Thyssen, el pintor reproduce el esquema compositivo de las madonnas de Rafael (que, a su vez, proced¨ªa de uno de los tipos m¨¢s populares de la escultura del Quattrocento florentino), haci¨¦ndolo pasar por el filtro de las estampas de ?pinal y deleit¨¢ndose luego, para remachar el clich¨¦ a contrario, en una ejecuci¨®n exageradamente pictoricista. En su autorretrato de 1923 como arlequ¨ªn del museo Thyssen, Picasso juega el mismo juego. Acude al tipo renacentista (tan frecuente en Cranach, por ejemplo) de Venus sentada mir¨¢ndose en un espejo, se pone a s¨ª mismo en lugar de la diosa y pinta el cuadro a la manera de las estampas de ?pinal, casi como una figura de naipe, con sus l¨ªneas pesadamente insistidas, sus vol¨²menes torpemente articulados y sus grandes superficies de color. Planas; pero, eso s¨ª, abolladas por una materia pict¨®rica exageradamente pastosa. (S¨ª. Picasso tambi¨¦n ¡°apesta a pintura¡±).
El Renoir tard¨ªo, por decirlo con una frase feliz de Guy Cogeval, ¡°osa y usa la vulgaridad¡± (¡°ose et use de vulgarit¨¦¡±). Como Rafael o como Murillo, no solo se atreve a ser vulgar, sino que hace de la vulgaridad costumbre. Y la pone al servicio de unas im¨¢genes capaces de grabarse indeleblemente en la memoria visual de millones de personas. Son muchos los pintores que han intentado hacer lo mismo, pero poqu¨ªsimos los que lo han conseguido. Picasso (como Apollinaire) admiraba y envidiaba esa cualidad, tanto en Renoir como en el aduanero Rousseau (aunque la de este era involuntaria).
Warhol redescubri¨®, d¨¦cadas m¨¢s tarde, la elegancia desde?osa de las sopas en lata
La vulgaridad, conviene precisarlo, no es la ¨²nica l¨ªnea que conecta al Renoir tard¨ªo con la pintura del siglo XX. Hay otra, m¨¢s substancial y transitada, de la que podemos encontrar ejemplos paradigm¨¢ticos en Bonnard, en Matisse y en Morandi, cada uno a su manera. Se centra en la intimidad, un valor muy diferente, aunque no incompatible con la vulgaridad. Una intimidad sensorial, que tiene poco que ver con los sentimientos y que encuentra su paradigma en la proximidad f¨ªsica del cuadro cuando el amateur lo tiene en sus manos. Matisse escribi¨® unas p¨¢ginas luminosas sobre esa pintura de intimidad. La exposici¨®n del Thyssen se centra en ella y el ensayo de Solana en el cat¨¢logo me dispensa de glosarla. Por otra parte, la fascinaci¨®n por la vulgaridad del ¨²ltimo Renoir, aunque minoritaria, tampoco fue exclusiva de Picasso. Fue tambi¨¦n, por ejemplo, una de las fuerzas dominantes de la pintura de Derain: v¨¦anse los desnudos que pint¨® en los a?os veinte y treinta.
Hacia el final de los treinta Picasso pint¨® algunos cuadros de gallos. Un joven artista norteamericano le pregunt¨® por qu¨¦ se hab¨ªa fijado en ese motivo. ¡°?Gallos? ¡ªcontest¨® Picasso¡ª. Siempre ha habido gallos. Pero como todo en la vida, hay que redescubrirlos. Como Corot redescubri¨® las ma?anas y Renoir las muchachas j¨®venes¡±. Tres d¨¦cadas m¨¢s tarde Warhol redescubr¨ªa la elegancia seca y desde?osa (dandy, en definitiva) de las sopas en lata, y Tom Wesselman (por en¨¦sima vez) la claridad luminosa de las muchachas en flor. En la pared de fondo de su Great American Nude n? 44, de 1963, cuelga un tondo con la imagen de Gabrielle ¨¤ la rose, un cuadro que Renoir hab¨ªa pintado en 1910. ?Es Renoir uno de los padres del pop? As¨ª lo afirma el cr¨ªtico y pintor norteamericano Walter Robinson en una entrevista de 1986 para Art in America. ¡°The greatest¡±, insiste.
Aunque no sea su cualidad m¨¢s importante, la vulgaridad del ¨²ltimo Renoir ha sido crucial para el arte del siglo XX. Y es que la pintura tiene una historia larga, pero ondulante. De vez en cuando decae y, como Anteo, necesita tocar tierra para recobrar fuerzas.
Tom¨¤s Llorens es historiador del arte y exdirector del Reina Sof¨ªa.
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