Decimoquinta
CUANDO ESTO ESCRIBO, hace s¨®lo cuatro d¨ªas que termin¨¦ una nueva novela. 576 p¨¢ginas de mi vieja m¨¢quina Olympia Carrera de Luxe, la cual, me temo, est¨¢ a punto de fenecer tras el tute a que la he sometido (cada p¨¢gina tecleada tres veces como media). Empieza a fallar, y si no consigo reponerla dejar¨¦ de escribir, supongo: a estas alturas de mi vida no me veo capacitado para pasar a un ordenador, renunciar al papel y a las correcciones a mano y a pluma sobre cada versi¨®n de cada p¨¢gina. Con ese ya arcaico instrumento saco tambi¨¦n adelante estas piezas dominicales, que sufren parecido proceso de revisi¨®n y enmiendas. Agradezco a mis empleadores que me permitan seguir entregando un producto que les da m¨¢s tarea de la habitual. Seguro que si fuera un joven meritorio me mandar¨ªan a paseo y me dir¨ªan: ¡°Ni?o, cons¨ªguete un ordenador. ?Qu¨¦ te crees, que a¨²n vivimos en el siglo XX?¡±
No en otros, pero en este aspecto me cuesta vivir en el XXI. Mi primera novela se public¨® en el remoto 1971, a mis diecinueve a?os. En el largu¨ªsimo periodo transcurrido desde entonces, no se puede decir que haya escrito muchas: la reci¨¦n concluida es la decimoquinta, si cuento como tres los vol¨²menes de Tu rostro ma?ana, que aparecieron en 2002, 2004 y 2007. Forman una obra unitaria, pero para m¨ª cada uno me supuso el esfuerzo de una novela distinta. En suma, salgo a una media de una cada tres a?os. Si me comparo con maestros del pasado y del presente (y por supuesto con muchos que no lo han sido ni lo son), soy un novelista tirando a escaso.
Si me comparo con maestros del pasado y del presente (y por supuesto con muchos que no lo han sido ni lo son), soy un novelista tirando a escaso.
Quiz¨¢ por eso, porque empleo mucho tiempo en ellas, y tambi¨¦n porque nunca s¨¦ si habr¨¢ m¨¢s en el futuro, la terminaci¨®n de una me trae sentimientos encontrados. El inmediato y dominante es incredulidad: ¡°?He logrado poner fin a esto? Si todas estas hojas estaban vac¨ªas ¡¡± En el presente caso, han pasado veinticinco meses desde las dubitativas l¨ªneas iniciales. He estado m¨¢s de dos a?os conviviendo ¨Cno a diario, qu¨¦ m¨¢s quisiera¨C con unos personajes nuevos al principio y que al final son m¨¢s que amistades. Aunque uno no se siente ante la m¨¢quina ¨Cy son muchas las jornadas en que es imposible hacerlo, por viajes y quehaceres varios¨C, durante el tiempo de composici¨®n lo rondan incesantemente. Uno piensa en ellos con m¨¢s intensidad que en los seres reales que lo rodean: de ¨¦stos no est¨¢ contando la historia, ni asiste a ella con el mismo grado de cercan¨ªa, y desde luego carece de capacidad decisoria sobre sus vidas, como s¨ª la tiene sobre las de sus entes de ficci¨®n, por recuperar la vieja f¨®rmula. As¨ª que despedirse de ellos es en cierto sentido un cataclismo personal. ¡°?C¨®mo¡±, se pregunta uno, ¡°ahora he perdido a estos amigos? ?No tengo que ocuparme m¨¢s de ellos, no he de conducirlos a diario? ?Aqu¨ª los abandono y me abandonan? Si algunos no han muerto, ?es que el resto de lo que les ocurra no me interesa?¡± S¨ª, me interesa, pero soy consciente de que a los posibles lectores futuros tal vez no; de que estar¨¢n a punto de cansarse de seguirlos, o de que las mejores historias son las que no se relatan completas, no de cabo a rabo.
Y ah¨ª empieza el siguiente sentimiento ambiguo: mientras uno escribe (siempre hablo por m¨ª, claro), no se plantea mucho lo que por lo dem¨¢s resulta evidente: lo hace para ser le¨ªdo. De tan evidente, uno puede hacer caso omiso. Sin embargo, una vez puesto el punto final, la idea reaparece con todas sus consecuencias. ¡°No s¨®lo me despido de estos amigos, sino que dentro de unos meses estas criaturas que manten¨ªa encerradas y que nadie m¨¢s conoc¨ªa, se har¨¢n amigas de personas que ni siquiera he visto, de los gentiles lectores que tengan a bien molestarse en abrir este libro¡±. La perspectiva es extra?a. Ahora mismo, mi primera y quiz¨¢ mejor lectora lleva ya 200 p¨¢ginas de esas 576. Va sabiendo qu¨¦ me he tra¨ªdo entre manos durante los dos ¨²ltimos a?os. Qu¨¦ he concebido, qu¨¦ he armado, qu¨¦ me ha preocupado, me hace alg¨²n comentario sobre alguna situaci¨®n o personaje; qu¨¦ he pensado y con qu¨¦ me he abstra¨ªdo. Para quien ha guardado todo eso en secreto, es desasosegante. Pero tambi¨¦n es una alegr¨ªa. El sino m¨¢s triste de una novela es que nadie tenga la menor curiosidad por leerla. As¨ª que ojal¨¢ estas ¡°criaturas del aire¡± (como acertadamente las llam¨® Savater hace mucho) consigan hacer incontables amistades nuevas, aunque yo no est¨¦ invitado a sus fiestas particulares con cada lector atento. Me queda el ¡°consuelo¡± de que, lo mismo que ahora he recuperado personajes de Tu rostro ma?ana, acaso un d¨ªa vuelva a encontrarme con Berta Isla. El t¨ªtulo todav¨ªa no est¨¢ decidido, pero podr¨ªa ser este nombre, Berta Isla, para inscribirme en una largu¨ªsima y a menudo noble tradici¨®n: la de Jane Eyre, Anna Karenina, Oliver Twist, David Copperfield, Madame Bovary, Robinson Crusoe, Tess de los d¡¯Urberville, Eug¨¦nie Grandet, Tom Jones, Tristram Shandy, Moll Flanders, Daisy Miller, Jean Santeuil y tantos otros t¨ªtulos memorables. Ay, si con eso bastara para aproximarse un poco a ellos ¡
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