Sinfon¨ªas Urbanas
Las ciudades suenan
Una de las secuencias m¨¢s bellas de The Clock, una de las primeras pel¨ªculas de Vincente Minelli (1945), es aquella en que Judy Garland y Robert Walker pasean por Central Park en Nueva York de noche, luego de haberse conocido casualmente en la Gran Central Station. El muchacho llama la atenci¨®n sobre el silencio que parece reinar en el lugar. La protagonista le desmiente y le invita a prestar atenci¨®n a los sonidos que llegan desde lejos ¨Ccl¨¢xones, sirenas de barcos o ambulancias, voces distantes¨C, que se van configurando entre s¨ª hasta transformase en una melod¨ªa, que es a su vez la se?al para un primer beso.
No es casual que el cine sonoro no tardara en constatar que, en efecto, las ciudades suenan. En 1932, Rouben Mamoulian dedicaba los primeros minutos de su Love Me Tonight, a escenificar el amanecer de una ciudad a trav¨¦s de las sonoridades elementales ?que indicaban su despertar. Nada casual, puesto que ya antes de que las pel¨ªculas tuvieran voz, el cine mudo ya hab¨ªa percibido la actividad en las calles en t¨¦rminos musicales, hasta el punto de dar pie a un g¨¦nero que, adoptando el t¨ªtulo de la pel¨ªcula de Walter Ruttmann, Die Sinfonie der Gro?stadt (1927), se denomin¨® sinfon¨ªas urbanas¡, pel¨ªculas mudas ¨Cdirigidas por Joris Ivens, Manoel de Oliveira, Dziga Vertov, Jean Vigo¡¨C que procuraban convertir en im¨¢genes en movimiento los ritmos urbanos. Entre tantos otros ejemplos posteriores de c¨®mo el cine ha percibido la dimensi¨®n s¨®nica de las ciudades, pi¨¦nsese en el sonidista que protagoniza Lisboa Story (1995), de Win Wenders, pululando por las calles de aquella ciudad recolectando sonoridades.
Esa percepci¨®n de que lo que podr¨ªa antojarse como una colecci¨®n de ruidos era en realidad el concierto de una orquesta espont¨¢nea y sin director, ya estaba presente en los primeros cronistas de la modernidad. As¨ª, Charles Baudelaire pod¨ªa escribir en 1862 a su editor, Ars¨¨ne Houssaye, en una carta que recoge Mi coraz¨®n al desnudo (Visor):
"?Qui¨¦n de vosotros no ha so?ado, en sus d¨ªas de ambici¨®n, el milagro de una prosa po¨¦tica musical, sin ritmo, sin rima, tan flexible y da la vez como para poder adaptarse a los movimientos l¨ªricos del alma, a las ondulaciones del ensue?o, a los sobresaltos de la conciencia? Es especialmente el contacto de las grandes ciudades y del crecimiento de sus innumerables relaciones que nace este obsesionante ideal. Usted mismo, mi querido amigo, ?no ha intentado acaso traducir en una canci¨®n el estridente grito del vidriero y de expresar en una prosa l¨ªrica todas las desoladoras sugestiones que env¨ªa este grito a trav¨¦s de las m¨¢s altas incertidumbres de la calle hasta las m¨¢s rec¨®nditas buhardillas?"
En un sentido parecido escribir¨ªa Walter Benjamin sobre sus callejeos por Marsella en uno de los textos reunidos en Cuadros de un pensamiento (Imago Mundi):
"Arriba en las calles desiertas del barrio portuario est¨¢n tan juntos y tan sueltos como las mariposas en canteros c¨¢lidos. Cada paso ahuyenta una canci¨®n, una pelea, el chasquido de ropa sec¨¢ndose, el golpeteo de tablas, el lloriqueo de un beb¨¦, el tintineo de baldes. Pero es necesario estar solo y errante en este lugar para poder perseguir estos sonidos con las redes de cazar mariposas cuando, tambaleantes, se disuelven revoloteando en el silencio. Porque en estos rincones abandonados todos los sonidos y las cosas tienen su silencio propio, as¨ª como la tarde en las alturas existe el silencio de los fallos, el silencio del hacha, el silencio de los grillos. Pero la caza es peligrosa y finalmente el perseguidor se desploma, cuando una piedra de afilar, como un enorme avisp¨®n, lo atraviesa con su aguij¨®n silbante desde atr¨¢s."
Virgina Woolf hace que Clarisa, la protagonista de La se?ora Dalloway (Akal), lo explicite y, cruzando Victoria Street, piense para nosotros:
"En los ojos de la gente, en el ir y venir y el ajetreo; en el griter¨ªo y el zumbido; los carruajes, los autom¨®viles, los autobuses, los camiones, los hombres anuncio que arrastran los pies y se balancean; las bandas de viento; los ¨®rganos; en el triunfo, en el campanilleo y en el alto y extra?o canto de un avi¨®n en lo alto, estaba lo que ella amaba: la vida, Londres, este instante de junio".
Aunque no son solo las calles quienes generan sonoridades. Los mismos edificios lo hacen: murmuran, gimen, debaten... As¨ª lo notaba Paul Val¨¦ry cuando, en Eupalinos o el Arquitecto (Epeele), Fedro le dice a S¨®crates, hablando de arquitectura a orillas del Ilysus:
"?No has observado, al pasearte por esta ciudad, que entre los edificios que la componen, algunos son mudos, los otros hablan y otros en fin, los m¨¢s raros, cantan? No es su destino, ni siquiera su forma general lo que los anima o lo que los reduce al silencio. Eso depende del talento de su constructor, o bien del favor de las Musas."
Todos estos ejemplos literarios y cinematogr¨¢ficos deber¨ªan servir para resaltar la labor del Centre de recherche sur l'espace sonore et l'environnement urbain, CRESSON, dependiente de la ?cole Nationale Sup¨¦rieure d¡¯Architecture de Grenoble, que, m¨¢s all¨¢ del trabajo en paisajes sonoros, ha ensayado una lectura cifrada de las secuencias funcionales y po¨¦ticas que protagonizan los simples paseantes, un trabajo que lleva a una suerte de pentagrama las calidades pr¨¢ctico-sensibles de los escenarios de la vida cotidiana. Un trabajo met¨®dico e interdisciplinar este que compromete a ingenieros de sonido, arquitectos, urbanistas, music¨®logos, soci¨®logos, antrop¨®logos..., centrados en el estudio de las marcas ac¨²sticas que definen espacios frecuentados o habitados, la codificaci¨®n sonora de las interacciones humanas, el valor simb¨®lico de los sonidos tanto emitidos como escuchados. Todo ello para generar una clasificaci¨®n tipol¨®gica de los efectos sonoros que conoce un determinado entorno urbano y hacen de ¨¦l un ambiente: reverberaciones, m¨¢scaras, distorsi¨®n, emergencia, par¨¦ntesis, crepitaci¨®n, muro, inmersi¨®n...
Existe una materia sonora que no hace sino metabolizarse en vida social humana, puesto que, sea cual sea su fuente de emisi¨®n, somos los humanos quienes la convertimos en sentido y est¨ªmulo para la acci¨®n. Las ciudades suenan; uno puede reconocer la voz de un ser querido u odiado, pero tambi¨¦n la voz, como si fueran la de seres vivientes que en realidad son, del mercado, de la estaci¨®n, de la catedral o del prost¨ªbulo. Podemos incluso o¨ªr las voces de lo que no est¨¢ o de quien se ha ido, puesto que eso que llamamos memoria no es otra cosa que mera psicofon¨ªa y lo que se presenta como la Historia su institucionalizaci¨®n. Todo ese tel¨®n sonoro hecho de susurros, ecos, aullidos, bramidos, chirridos y chillidos no es un ambiente, un paisaje o un contexto sensible que nos rodea pasivo a la manera de un envoltorio; procedan de otros seres humanos o de las cosas con las que estos dialogan, esa masa de sonoridades testimonia nuestra existencia como seres que escuchan y son escuchados.
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