Diario de un cubano (XIII): Las olas del tiempo
En esta nueva entrega de la vida de un cubano en Espa?a, el autor recuerda cuando encontr¨® un cad¨¢ver en un hotel donde trabajaba
El chico se apoyaba a la pulida y larga barra de aquel hotel donde sol¨ªa ir cada invierno. Al principio lo hac¨ªa por aburrimiento, despu¨¦s porque le llamaba tanto la atenci¨®n de aquel peque?o televisor donde se acoplaba un teclado que llego a cambiar las sesiones de piscina por el placer de ver a aquellos hombres hablando diferentes idiomas y recurriendo continuamente al ordenador para sacar, como por arte de magia, los datos.
Entonces corr¨ªa el a?o 1986 y los ordenadores eran una novedad. Tal fue la constancia de su visita que hasta una vez lo entraron detr¨¢s de la barra y le ense?aron el manejo de aquella maravilla. Ese d¨ªa su vida cambi¨® y, secretamente, sin ¨¦l saberlo, hab¨ªa tomado una decisi¨®n: quiz¨¢s un d¨ªa ser¨ªa recepcionista.
Pero la vida dio muchas vueltas y, aunque los caminos presumiblemente lo llevaron por otros andares, aquel ni?o, o sea, yo, no pod¨ªa imaginar que aquellas im¨¢genes me acechar¨ªan como si de una marea de tiempo se tratara. As¨ª de caprichoso es el pasado. De pronto me vi, sin tener conciencia de ellos, en un pa¨ªs tan lejano, dando vueltas con un desconocido entre un laberinto de hoteles rumbo a un puerto con la intenci¨®n de cuidar unos almacenes.
Algo en mi interior me impuls¨® a preguntar si entre tantos hoteles no habr¨ªa posibilidad de trabajar para quien supiera algo de idiomas e inform¨¢tica. El hombre, algo confundido, me pregunt¨® si yo era capaz de trabajar como recepcionista. Fue un giro del destino, las olas del tiempo y la memoria impactaron en mi interior, nunca fui consciente de que me hab¨ªa estado preparando la vida entera para aquel momento.
El coche cambiaba de trayectoria, ya no ¨ªbamos al puerto; en un par de minutos estaba dentro de un hotel. La misma barra, quiz¨¢s m¨¢s peque?a, anacarada, reluciente. En una esquina un ordenador y detr¨¢s de la barra un hombre completamente uniformado y luciendo su mejor sonrisa, casi igual al de mis recuerdos. Despu¨¦s del obligatorio saludo me quede all¨ª durante toda la noche aprendiendo los detalles, a¨²n sin creerme que aquello estaba pasando.
Me encontr¨¦ de bruces con un cuerpo ensangrentado y varios hombres a su alrededor
Se sucedieron muchas noches despu¨¦s, detr¨¢s de aquel frio mostrador, peleando con el sue?o que pretend¨ªa vencerme y sin otro aliado que una peque?a radio donde se repet¨ªan las canciones cada cierto tiempo. Por suerte la prensa llegaba todos los d¨ªas a las seis de la ma?ana y pod¨ªa leer un poco.
El tedio y el aburrimiento pronto pasaron a ser parte de aquellas interminables jornadas que sacaban de m¨ª no solo las horas de placentero sue?o, sino tambi¨¦n todas mis fuerzas. Rara vez venia alguien a charlar, las familias que estaban de visita iban y ven¨ªan y yo all¨ª, como parte del mobiliario, con mi sonrisa de ¡°hola y adi¨®s¡±. Al menos ten¨ªa un trabajo, al menos ya no ten¨ªa que salir corriendo con un manojo de billetes y afrontar las deudas que me esperar¨ªan si hubiese llegado a irme cuando todos los caminos se me cerraron.
Las mon¨®tonas noches comenzaron a tornarse diferentes; los vagabundos pretend¨ªan entrar a quedarse en los sof¨¢s, los alcoh¨®licos trasnochados ped¨ªan mecheros, los artistas ven¨ªan cansados de cantar en los restaurantes de la zona, los animadores ya tra¨ªan algunas copas de m¨¢s, las parejas entraban y sal¨ªan¡ La noche tomaba vida y aquellos eran sus personajes.
El cuerpo inerte fue sacado envuelto en bolsas de basura
Una de esas noches llenas de f¨¢bulas y transe¨²ntes recib¨ª una llamada de unos vecinos que escucharon gritos en una de las escaleras. Sal¨ª hacia el lugar y all¨ª me encontr¨¦ de bruces con un cuerpo ensangrentado y varios hombres a su alrededor. Me quede inm¨®vil, sin saber qu¨¦ decir, qu¨¦ hacer. Uno de los presentes se me acerc¨® y me dijo con voz muy tranquila, en un espa?ol muy mal hablado: "No has visto nada, aqu¨ª no ha pasado nada¡ No llames a la polic¨ªa, nosotros nos ocuparemos de todo".
Vir¨¦ la espalda, camin¨¦ por el largo pasillo acompa?ado de este hombre que, con simulada gentileza, me abri¨® la puerta del ascensor y me indic¨® que buscara los ruidos en la planta superior¡ No sab¨ªa qu¨¦ me esperaba arriba. El est¨®mago se me encogi¨®, empec¨¦ a sudar a pesar del fr¨ªo y cuando se abri¨® la puerta del elevador no hab¨ªa nadie esperando.
Camin¨¦ por la terraza hasta el bloque contiguo y baj¨¦ a recepci¨®n por otro camino. Tom¨¦ el m¨®vil y tecle¨¦ el 112, pero cuando sali¨® la operadora colgu¨¦. Me invadi¨® de nuevo la zozobra, la inclinaci¨®n a salvarme; parec¨ªa que todo ocurr¨ªa dentro de una pel¨ªcula.
Un coche a lo lejos me dio luces para que abriera la barrera. Unos pasos muy apurados, casi sincronizados, se escuchaban por la escalera. El cuerpo inerte fue sacado envuelto en bolsas de basura. Justo salieron por el ¨¢ngulo en el que la c¨¢mara no grababa: todo estaba calculado fr¨ªamente. El coche abri¨® su maletero y sali¨® rechinando las gomas; solo me qued¨¦ con la mirada de quien me acompa?¨® al elevador antes. Un leve giro de su cabeza me repet¨ªa la sentencia.
Se alzan las olas. Sus crestas se enfurecen,
f¨ªjate en las luces de los m¨¢stiles.
Se han desperdigado, han naufragado,
todos salvo mi buque,
que remonta la ola y se desliza en la galerna
Virginia Woolf
Media hora despu¨¦s el mismo hombre vino sonriendo, bajo el brazo una caja como si fuera de una pizza. Se me acerc¨® y me pregunt¨® en tono acusativo: "?llamaste a la polic¨ªa?". Un silencio se hizo en mi interior, mis ojos quedaron fijos tratando de escudri?ar qu¨¦ pod¨ªa haber en aquella caja. Negu¨¦ t¨ªmidamente con la cabeza y trat¨¦ de pensar en mi hijo, en la vida que dejar¨ªa detr¨¢s...
Hubo una pausa, una eterna pausa de varios segundos. El hombre abri¨® la caja y me ense?¨® una pizza acabada de hornear. "La compr¨¦ para ti", me dijo. Me dio las gracias y estrech¨® mi mano. Yo temblaba, pero acopi¨¦ el valor que me quedaba y extend¨ª la m¨ªa sin reparos. El hombre se march¨® sonriente, mis piernas flaquearon y ca¨ª sobre las sillas. Cort¨¦ un pedazo de pizza y supe entonces c¨®mo sab¨ªa el primer bocado despu¨¦s de que perdonaran a un penitente.
Aquella noche fui consciente de que me encontraba navegando en un mar de olas cruzadas y que yo solo era un simple gale¨®n que se dejaba llevar, quiz¨¢s con la ¨²nica alternativa de aprender a sobrevivir en la cresta de la primera ola y sabiendo que tambi¨¦n debajo de esa ola se esconden los peligrosos y perfectos arrecifes.
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