Jueces de los difuntos
PARECE QUE LOS pol¨ªticos no tengan otra cosa que hacer que cambiar los nombres de las calles y retirar estatuas, placas y monumentos. Mientras algunas ciudades se degradan d¨ªa a d¨ªa (el centro de Madrid est¨¢ a¨²n m¨¢s asqueroso que bajo Gallard¨®n y Botella, que ya es decir), los mun¨ªcipes y sus asesores las desatienden y se entretienen con ociosidades diversivas, es decir, maniobras llamativas con las que disimulan sus gestiones p¨¦simas y sus frecuentes cacicadas. En Espa?a hay larga tradici¨®n con este juego. Durante la Rep¨²blica se cambiaron nombres, m¨¢s a¨²n durante la Guerra, el franquismo fue una apoteosis (hasta se carg¨® los cines y cafeter¨ªas ¡°extranjerizantes¡±, el Royalty pas¨® a ser el Col¨®n, etc), y durante la Transici¨®n, m¨¢s discretamente, se recuperaron algunas antiguas denominaciones (por fortuna, Pr¨ªncipe de Vergara volvi¨® a ser esa calle y no la del nefasto General Mola, conspicuo compinche de Franco).
La mayor¨ªa fueron calamitosos, algunos desaprensivos, muchos ego¨ªstas y unos cuantos fatuos hasta decir basta. ?Y qu¨¦? No se los honra por eso.
Pero ahora, sin que haya variado el r¨¦gimen democr¨¢tico, a ciertos pol¨ªticos y a ciertas gentes les ha dado un ataque de pureza con el asunto, y no s¨®lo aqu¨ª, sino en los Estados Unidos y en Francia, y no digamos en Sabadell, donde un pseudohistoriador considera a todo espa?ol impuro y ha propuesto suprimir del callejero a Machado, Quevedo, Calder¨®n, Lope, Larra y no s¨¦ cu¨¢ntos impostores m¨¢s, a unos por ¡°franquistas¡±, a otros por ¡°anticatalanes¡± y a otros simplemente por ¡°castellanos¡±. Huelga decir que entre los primeros, con anacr¨®nico rigor, contaba a G¨®ngora, Lope y Quevedo. Pero, m¨¢s all¨¢ de este lerdo y xen¨®fobo individuo y de su lerdo y xen¨®fobo Ayuntamiento que le encarg¨® el proyecto, hemos entrado en una din¨¢mica tan absurda como imparable. Las actuales sociedades pretenden ser impolutas (cuando no lo son en modo alguno) y que lo sea su callejero, lo cual es imposible mientras se sigan utilizando nombres de personas. Una cosa es que haya calles y plazas dedicadas a asesinos como Franco y sus generales, Hitler y sus secuaces o Stalin y los suyos. Se trata de individuos que lo ¨²nico notable que hicieron fue sus cr¨ªmenes. Pero hay otra mucha gente compleja o ambigua, imperfecta, a la que se rinde homenaje por lo bueno que hizo y a pesar de lo malo. Se tiende est¨²pidamente, adem¨¢s, a juzgar todas las ¨¦pocas por los criterios de hoy, como si los muertos de pasados siglos hubieran debido tener la clarividencia de saber qu¨¦ ser¨ªa lo justo y correcto en el XXI. Alguien que en el XVII o en el XVIII pose¨ªa esclavos no era por fuerza un desalmado absoluto, como s¨ª lo es quien hoy los posee o los que pregonan la esclavitud, el Daesh. ?Que en el XVIII hab¨ªa ya algunos abolicionistas (Laurence Sterne uno de ellos)? S¨ª, pero se los contaba con los dedos de las manos. En Francia se habla de retirarle todo honor a Colbert, que cometi¨® pecados, pero tambi¨¦n fue un Ministro extraordinario y un valedor de las artes y las ciencias. Si nos pusi¨¦ramos a analizar con minucia las vidas de cada cual (no ya de pol¨ªticos y militares, sino de escritores y artistas, en principio m¨¢s sosegados), nunca encontrar¨ªamos a nadie sin tacha. T¨¦ngase en cuenta, adem¨¢s, que desde hace d¨¦cadas el hobby de los bi¨®grafos es ¡°descubrir¡± lacras, esc¨¢ndalos y turbiedades en sus biografiados. Este era machista, aquel abandon¨® a su mujer, el otro maltrat¨® o acomplej¨® a sus hijos; Neruda y Alberti escribieron loas a Stalin, D¡¯Annunzio fue mussoliniano una ¨¦poca, Lampedusa era arist¨®crata, Heidegger simpatiz¨® con el nazismo, Ridruejo fue falangista, Cort¨¢zar y Vargas Llosa apoyaron la dictadura de Castro un tiempo, Garc¨ªa M¨¢rquez hasta su ¨²ltimo d¨ªa, Sartre no se inmut¨® ante los asesinatos en masa de Mao, Pla y Cunqueiro estuvieron conformes con Franco. Pero si todos esos escritores tienen calles en alg¨²n sitio, no es por esos lamparones, sino pese a ellos y porque adem¨¢s lograron buenos versos o prosas o filosof¨ªas. Y algunos rectificaron a tiempo y abjuraron de sus errores.
Si se hurga en lo personal, estamos perdidos. Quiz¨¢ el mejor poeta del siglo XX, T. S. Eliot, se port¨® dudosamente con su primera mujer, Vivien. No digamos el detestado Ted Hughes con las dos suyas. Si alguien los homenajea no elogia esos comportamientos, sino sus respectivas grandes obras y el bien que con ellas han hecho. En mi viejo libro Vidas escritas recorr¨ªa brevemente las de veintitantos autores, entre ellos Faulkner, Conan Doyle, Conrad y Stevenson, Emily Bront?, Mann, Joyce, Rimbaud, Henry James, Lowry y Nabokov. La mayor¨ªa fueron calamitosos, algunos desaprensivos, muchos ego¨ªstas y unos cuantos fatuos hasta decir basta. ?Y qu¨¦? No se los honra por eso. Si uno observa al microscopio a los benefactores de la humanidad, como Fleming, probablemente encontrar¨¢ alguna mancha. Como la tienen, a buen seguro, cuantos hoy, erigidos en arrogantes jueces de los difuntos, se empe?an en ¡°limpiar¡± sus callejeros y sus estatuas. Desde que tengo memoria, no recuerdo una sociedad tan hip¨®crita y puritana como la actual, ni tan sesgada. M¨¢s vale que recurra a los n¨²meros para distinguir las calles, o a la antigua usanza inofensiva: Cedaceros, Curtidores, Milaneses, ya saben. ?stas, en Madrid, a¨²n existen.
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