Springsteen se confiesa en Broadway: ¡°He tenido un ¨¦xito absurdo. Me lo invent¨¦ todo¡±
Esta es una historia que empieza en Madrid, llega hasta un teatro de Manhattan y acaba en Central Park, cuando el autor se tropieza con Bruce, paseando solo, con una gorra calada, cojeando y un caf¨¦ en la mano
Nunca he alardeado de ser el mayor admirador de Bruce Springsteen (Nueva Jersey, 1949). Soy solo un seguidor afortunado que ha podido escuchar Jersey girl en Nueva Jersey o New York City Serenade en Nueva York, y reunir tiempo y dinero suficientes a lo largo de los a?os para ver a Bruce en directo (con la E Street Band, con la Seeger Sessions Band o en solitario) m¨¢s de 40 veces. A¨²n as¨ª, me considero la punta del iceberg del fen¨®meno fan de Springsteen. He tenido adem¨¢s el privilegio de entrevistarle (para mi pel¨ªcula The Second Act of Elliott Murphy) en su estudio de grabaci¨®n en Colts Neck, Nueva Jersey, experiencia de la que sal¨ª con un p¨®ster firmado y una sonrisa de oreja a oreja. As¨ª que, insisto, soy un seguidor afortunado, y lo valoro.
Cuando esta residencia en un teatro de Nueva York se anunci¨® a finales del pasado verano, todos hicimos n¨²meros. Con un aforo de menos de 1.000 butacas y un total de 160 actuaciones (del 3 de octubre de 2017 al 30 de junio de 2018), lo que arroja un n¨²mero de entradas disponibles similar al de un par de conciertos de la E Street Band en el Camp Nou, la probabilidad de asistir a este espect¨¢culo era tremendamente remota. Dar¨ªa para otro art¨ªculo si los artistas est¨¢n obligados o no a satisfacer la demanda de sus seguidores; es obvio que, al menos en esta ocasi¨®n, Bruce ha optado por ignorarla.
Cuando interrumpe 'Growin¡¯ up', se separa del micr¨®fono y grita: ¡°Nunca he visto el interior de una f¨¢brica. He tenido un ¨¦xito salvaje y absurdo escribiendo sobre algo de lo que no tengo absolutamente ninguna experiencia personal. Me lo invent¨¦ todo¡±
As¨ª que ah¨ª estaba yo, bien bregado en batallas en la cola virtual de Ticketmaster (¡°embudo virtual¡± ser¨ªa un t¨¦rmino m¨¢s apropiado), convencido de que jam¨¢s iba a conseguir esas entradas, pero incapaz de dejar de intentarlo. Imaginad mi estupor cuando me hice con ellas con m¨¢s facilidad que la ¨²ltima vez que vi a la banda en un estadio. Mi acierto fue elegir para el concierto una fecha inh¨®spita, un martes de finales de enero (el pasado 23), que tal vez no fuera la m¨¢s deseada en los primeros minutos a la venta. Precios: desde 75 a 800 d¨®lares (de 60 a 645 euros).
Compr¨¦ dos entradas por inercia, pero en mi actual estado civil la segunda me sobraba. Todos a mi alrededor me animaban a revenderla para sufragar mi viaje. Estoy moralmente en contra de la reventa de entradas, que no es otra cosa que especular con la ilusi¨®n de mel¨®manos como yo, y estaba seguro de que querr¨ªa volver a ver el espect¨¢culo tan pronto como terminara, as¨ª que opt¨¦ por intercambiar mi entrada extra del martes por otra para el mi¨¦rcoles (24 de enero). Mi benefactor se llamaba Ted y la matr¨ªcula de su coche era nada menos que ¡°BRN2RUN¡± (lo que no es un logro peque?o para alguien empadronado en Nueva Jersey). Deduje que estaba tratando con un fan leg¨ªtimo y no con un reventa profesional.
El distrito teatral es un reclamo tur¨ªstico de Manhattan, y la marca Springsteen, otra vaca que orde?ar tanto como se pueda. As¨ª, te encuentras con bares que ofertan bebidas inspiradas en el Boss y tiendas de souvenirs que dise?an sus propias camisetas con gusto dudoso, aunque m¨¢s atractivas que el merchandising oficial, de una aton¨ªa insoportable. Yo ya he gastado cuanto me puedo permitir, as¨ª que me alimentar¨¦ de porciones gigantes de pizza a un d¨®lar hasta el final de mi viaje y me abstendr¨¦ de darle ni un c¨¦ntimo m¨¢s a la maquinaria Broadway/Springsteen.
Para entrar al Walter Kerr Theatre hay que atravesar nada menos que dos detectores de metales. El ne¨®n hortera de la fachada es digno de un espect¨¢culo de telepredicador evang¨¦lico (algo que no dista tanto de la realidad, como acabar¨¦ descubriendo). El teatro tiene unas dimensiones acogedoras, tanto que incluso carece de vest¨ªbulo; seg¨²n entras por la puerta, ya est¨¢s en mitad de la platea. Mi butaca es la m¨¢s lateral posible de la ¨²ltima fila. Tres pasos m¨¢s y estar¨ªa en la calle. Pero no, estoy dentro, maldita sea, y realmente no hay butaca mala en este recinto.
Lo in¨¦dito aqu¨ª es el nivel de intimidad que el p¨²blico alcanza con una estrella de semejante calibre. Hasta el ¨²ltimo espectador del anfiteatro podr¨ªa gritarle algo a Bruce y este le oir¨ªa; los de las primeras filas podr¨ªan incluso subir al escenario. La cuesti¨®n es que nadie lo hace
Los acomodadores no tienen otra misi¨®n que entregarte el caracter¨ªstico programa Playbill de Broadway y recordarte en tono intimidatorio que est¨¢ prohibid¨ªsimo hacer fotos dentro del teatro. En la puerta de los aseos, un cartel te anima a usar el lavabo que m¨¢s se ajuste a tu identidad de g¨¦nero. Hace dos a?os, Springsteen cancel¨® un concierto en Carolina del Norte en protesta por una ley aprobada en ese estado que recortaba las libertades de las personas transg¨¦nero. Deduzco entonces que ese cartel no est¨¢ ah¨ª por accidente.
El p¨²blico es totalmente blanco y de mediana edad (la diversidad racial y la renovaci¨®n generacional brillan por su ausencia en los espect¨¢culos americanos de Bruce), y con cierto poder adquisitivo. Algunas se?oras con pelo cardado y abrigo de pieles parecen frecuentar antes los espect¨¢culos de Broadway que los conciertos de rock: imposible no acordarse de John Lennon pidiendo a la burgues¨ªa que hiciera tintinear sus joyas en un concierto de los Beatles.
Hay tambi¨¦n una buena cuota de p¨²blico europeo (los espa?oles nunca pasamos desapercibidos) que me hace sentir acompa?ado. Y por ¨²ltimo, un goteo diario de amiguetes famosos que no habr¨¢n experimentado nunca las delicias de intentar conseguir una entrada en Ticketmaster. La primera noche que asist¨ª, la mayor luminaria en la platea era Bono, de U2; en la segunda, el perpetuamente risue?o Hugh Jackman.
Hay electricidad en el aire, generada por 900 personas agradecidas que est¨¢n justo donde quieren estar. Todos tienen ganas de hablar con todos. En mi segunda noche, la holandesa sentada a mi lado en el angosto anfiteatro me contar¨¢ c¨®mo sali¨® cinco a?os con un fan espa?ol de Bruce, para aclararme de inmediato, eso s¨ª, que no tiene pensado repetir.
Quien haya le¨ªdo la autobiograf¨ªa conocer¨¢ la mayor¨ªa de historias de esta obra. Pero claro, no arrasa emocionalmente de la misma forma leer que ¡°perder a Clarence (Clemons) fue como perder la lluvia¡± que o¨ªrlo por boca de un Springsteen con la voz quebrada
Llega la parte dif¨ªcil de esta cr¨®nica: transcribir una emoci¨®n. Hay en YouTube una grabaci¨®n de audio bastante buena de la actuaci¨®n de Springsteen en Broadway del pasado 9 de enero. Acabo de escucharla y he aqu¨ª la paradoja: aunque es exactamente lo que vi, sencillamente no es lo mismo. Hay algo irreproducible en este espect¨¢culo que nunca podr¨¢ reflejarse en ninguna grabaci¨®n. A ver si logro explicar con palabras el qu¨¦.
Bruce Springsteen sale al escenario a las ocho en punto. La escenograf¨ªa es austera, la luz tenue, y ¨¦l viste vaqueros y una camiseta negra. El mensaje es: ¡°No hay nada que esconder¡±. Y quiz¨¢ no lo haya. Lo que vamos a ver es una versi¨®n teatralizada de su autobiograf¨ªa, un espect¨¢culo dedicado a deconstruir su persona y su personaje, y autoconsciente de su propia mitolog¨ªa.
No han transcurrido ni cinco minutos cuando interrumpe Growin¡¯ up, se separa del micr¨®fono y? explica, a grito pelado: ¡°Nunca en mi vida he trabajado cinco d¨ªas por semana. Hasta ahora. ?Y no me gusta! Nunca he visto el interior de una f¨¢brica. He tenido un ¨¦xito salvaje y absurdo escribiendo sobre algo de lo que no tengo absolutamente ninguna experiencia personal. Me lo invent¨¦ todo¡±. La autocr¨ªtica reaparecer¨¢ a lo largo de las dos horas y cuarto de actuaci¨®n, casi siempre con prop¨®sitos humor¨ªsticos y sin profundizar tanto como en el libro.
Lo in¨¦dito aqu¨ª es el nivel de intimidad que el p¨²blico llega a alcanzar con una estrella de semejante calibre. Hasta el ¨²ltimo espectador del anfiteatro podr¨ªa gritarle algo a Bruce y este le oir¨ªa; los de las primeras filas podr¨ªan incluso subir al escenario. La cuesti¨®n es que nadie lo hace. Se podr¨ªa o¨ªr caer un alfiler: todos los presentes estamos atrapados en una suerte de hipnosis colectiva. Ese magnetismo que irradian las verdaderas estrellas, tan potente que les permite proyectarlo a las ¨²ltimas filas de un estadio, es casi abrumador en un peque?o teatro. Y eso que Bruce juega aqu¨ª la carta de la austeridad, consciente de que poder lograr m¨¢s con una mueca de lo que consigue subi¨¦ndose al piano en un pabell¨®n, m¨¢s con una pausa dram¨¢tica que con un alarido.
Este espect¨¢culo nunca saldr¨¢ de gira por Europa porque gran parte de ¨¦l requiere que los espectadores dominen bien el ingl¨¦s. No son las canciones las protagonistas del espect¨¢culo, tan solo parte integral del mismo. Una historia puede comenzar con una introducci¨®n de diez minutos y continuar en la propia canci¨®n, que a veces se aproxima m¨¢s a un recitado. El ¨¦nfasis no est¨¢ tanto en la m¨²sica, que aqu¨ª cumple a menudo la funci¨®n de banda sonora, como en la palabra, que es la que tiene un efecto cat¨¢rtico en la audiencia.
En la tarde entre conciertos, voy caminando por una calle cerca de Central Park cuando me cruzo con un hombre mayor, algo cojo, con un caf¨¦ en la mano y una gorra calada. Sin exagerar, podr¨ªa ser un vagabundo. Tardo en reconocer al mismo hombre que nos ha hipnotizado sobre el escenario la noche anterior
Con habilidad, Bruce ha depurado su propia historia para hacerla universal. ?Qui¨¦n no ha tenido de vez en cuando una relaci¨®n de amor-odio con su ciudad natal (My hometown), con su pa¨ªs (Long walk home), con su estirpe (My father?s house), con su pareja (Brilliant disguise)? Las historias son tan cotidianas que, si escapas del trance, te das cuenta de que has pagado una pasta para que un t¨ªo te cuente c¨®mo, de peque?o, regaba de az¨²car hasta enterrarlos sus ya de por s¨ª hipercal¨®ricos cereales. La cuesti¨®n es que nunca sales de ese trance, porque los cuentacuentos vocacionales saben apasionarte por la m¨¢s nimia de las historias. Y al fin y al cabo, todos hac¨ªamos eso con los cereales, ?no?
Quien haya le¨ªdo la autobiograf¨ªa conocer¨¢ la mayor¨ªa de historias de esta obra. Pero claro, no tiene el mismo impacto la palabra escrita que la hablada; no arrasa emocionalmente de la misma forma leer que ¡°perder a Clarence (Clemons) fue como perder la lluvia¡± que o¨ªrlo por boca de un Springsteen con la voz quebrada.
Se comprende que Bruce no pueda emocionarse noche tras noche de la misma manera cada vez que recuerda al fallecido saxofonista: ah¨ª es donde entra en juego la parte teatral de este espect¨¢culo. El trampantojo consiste en que sea emocionalmente honesto para ti. Y a juzgar por el nudo en las gargantas de los espectadores, que se olvidan hasta de respirar durante ese pasaje, la impostura funciona. Bruce en esta obra es un actor haciendo de s¨ª mismo, consciente de la voltereta de metalenguaje que eso conlleva, y ci?¨¦ndose al guion por primera vez en su carrera (ese es el reto aqu¨ª).
La impudicia de hacer espect¨¢culo de la propia vida toca techo con la aparici¨®n de su mujer Patti Scialfa, con la que realiza delicados d¨²os en Tougher than the rest y Brilliant disguise. Me divierte imaginarla a ella en el camerino cada noche, aburrida de esperar sus escasos diez minutos de actuaci¨®n. Pero hay que reconocer que su somera presencia deja poso en un espect¨¢culo as¨ª: los espectadores les contemplan arrobados, como queriendo volver a creer en el amor verdadero. Si eso est¨¢ de verdad sobre el escenario o solo en el ojo del que mira... nunca lo sabremos. Por cierto, la voz de Patti y la de su marido armonizan mejor sin el estruendo de una banda detr¨¢s y sin la necesidad de hacerse o¨ªr por encima de ella.
Springsteen on Broadway pierde foco y prop¨®sito en el ¨²ltimo cuarto de hora, que es b¨¢sicamente un bis para despedir con una sonrisa al p¨²blico (aunque supongo que quejarse de o¨ªr Dancing in the dark, Land of hope and dreams y Born to run en ac¨²stico en un teatro es hacerlo por vicio, s¨ª). El momento m¨¢s extra?o de esos ¨²ltimos minutos es cuando Bruce nos recita ?un Padre Nuestro! Y m¨¢s extra?o resulta todav¨ªa que con esa ac¨²stica, esa cadencia y esa voz cavernosa, sea incluso grato de o¨ªr. Hasta ese punto llega el hechizo.
El espect¨¢culo se prolonga unos minutos m¨¢s para aquellos que intentan conseguir una foto o una firma de Bruce a las puertas del teatro. La polic¨ªa corta la calle y la escolta es digna de un jefe de estado; a falta de realeza, los americanos vuelcan toda la pompa y circunstancia en sus celebridades. Bruce no se resiste a serlo cuando toca y saluda a derecha e izquierda como si se tratara del Papa. Cuando la comitiva se aleja, solo veo caras exultantes a mi alrededor.
En la tarde entre conciertos, voy caminando por una calle cerca de Central Park cuando me cruzo con un hombre mayor, algo cojo, con un caf¨¦ en la mano y una gorra calada. Sin exagerar, podr¨ªa ser un vagabundo. Tardo en reconocer al mismo hombre que nos ha hipnotizado sobre el escenario la noche anterior. Pienso en decirle algo pero, realmente, qu¨¦ queda por decir: al menos por su parte, todo est¨¢ en esta obra. As¨ª que le observo alejarse, levanto la vista para ver el nombre de la calle y sonr¨ªo por la iron¨ªa. Puedo alardear de haber visto ¡°Springsteen on Broadway¡± tres veces seguidas. S¨ª que soy un fan afortunado.
El autor, Jorge Arenillas (Madrid, 1978), es guionista, director de pel¨ªculas como 'Otro verano' o 'The Second Act of Elliott Murphy' y, sobre todo, seguidor de Bruce Springsteen, al que ha visto m¨¢s de 40 veces.
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