La jaula de los miedos
Lo que yo considero mi mayor gesta de bravura es una an¨¦cdota rid¨ªcula. Fue a principios de la Transici¨®n, unos tiempos convulsos y violentos.
En las diversas manifestaciones organizadas en protesta por la sentencia de La Manada se gritaba, junto con otros lemas, esta preciosa frase: ¡°Queremos ser libres, no valientes¡±. En efecto, ?con qu¨¦ justificaci¨®n se le puede exigir a una mujer que se deje apalear o matar por cinco energ¨²menos para ser cre¨ªda? Pero no era del machismo, en fin, de lo que quer¨ªa hablar hoy, sino de la valent¨ªa, esa resbaladiza frontera interior que a todos nos inquieta y que forma parte esencial de la regla con la que nos medimos. Todos tenemos un barrunto ¨ªntimo de nuestra bravura y nos calculamos, en el secreto de nuestras conciencias, m¨¢s o menos valientes o cobardes. Pero no creo que haya nadie que est¨¦ libre del desasosiego de la duda, porque tener o no suficiente coraje en un momento dado puede marcar la diferencia entre estar en paz contigo mismo o sentirte un miserable. Ya saben, una se plantea la t¨ªpica hip¨®tesis: ?ser¨ªa capaz de esconder a un jud¨ªo en mi casa en la Alemania nazi, con el riesgo de ser torturada por la Gestapo? Que la vida no me pruebe hasta esos l¨ªmites, eso ruego al destino; quiero creer que mi respuesta ser¨ªa afirmativa, pero no estoy segura en absoluto.
Los humanos no solemos tener en cuenta los logros conseguidos en aquellos terrenos en donde nos sentimos m¨¢s seguros, m¨¢s intr¨¦pidos: lo que nos obsesiona es nuestra cobard¨ªa
Sin llegar a casos tan extremos, lo cierto es que nos estamos probando todos los d¨ªas: el valor es un reto cotidiano. Hay que decir que existen muchos tipos de valor: ¨¦tico, emocional, intelectual, f¨ªsico. Y que, en estas cuestiones, el machismo maltrata m¨¢s a los varones, a quienes sobrecarga con una loca exigencia de coraje f¨ªsico. Resulta normal que una mujer se asuste ante el dolor, por ejemplo, o ante la violencia. Pero a los chicos no s¨®lo no se les admite el miedo en absoluto, sino que el entorno todav¨ªa parece exigirles p¨²blicas demostraciones de bravura. Son ritos de aceptaci¨®n social, como las duras ceremonias de iniciaci¨®n viril de las tribus ind¨ªgenas. Y me consta que a muchos hombres esa obligatoriedad de valent¨ªa les ha atormentado la infancia, la adolescencia e incluso toda la vida.
Pero las mujeres tampoco nos salvamos de la inquietud esencial, de la pregunta de si seremos lo suficientemente valerosas para vivir a la altura de nuestros ideales, para no dejarnos humillar, para considerarnos dignas a nosotras mismas. En cuanto a m¨ª, creo que soy muy cobarde en lo f¨ªsico, y tirando a valiente en los otros campos (o eso espero). Claro que los humanos no solemos tener en cuenta los logros conseguidos en aquellos terrenos en donde nos sentimos m¨¢s seguros, m¨¢s intr¨¦pidos: lo que nos obsesiona es nuestra cobard¨ªa. Cada cual arrastra sus propios miedos, su ¨ªntima jaula de temores. Por eso a veces nos parece heroico un hecho nimio, porque dentro de nosotros se libr¨® una feroz batalla entre el deber y el susto, aunque nadie m¨¢s fuera capaz de darse cuenta de ello.
Y as¨ª, lo que yo considero mi mayor gesta de bravura f¨ªsica es una an¨¦cdota rid¨ªcula. Fue a principios de la Transici¨®n, unos tiempos convulsos y violentos. Salir a manifestarse, por ejemplo, daba un miedo espantoso: de 1976 a 1979 murieron 40 manifestantes (disparos de polic¨ªas y de fascistas, cr¨¢neos rotos¡). Un d¨ªa hubo una concentraci¨®n en la plaza de Espa?a de Madrid y yo convenc¨ª a una amiga para que viniera conmigo; era una chica inocente que jam¨¢s se hab¨ªa metido en pol¨ªtica. Quedamos en medio de la plaza y casi me desmay¨¦ al verla llegar: calzaba unas enormes plataformas, por entonces de moda. Apenas me dio tiempo de explicarle su error, porque la polic¨ªa carg¨® y salimos todos de estampida. Unos metros m¨¢s all¨¢ me volv¨ª a mirarla y descubr¨ª con horror que no s¨®lo segu¨ªa en mitad de la plaza, sino que, caminando como un pato y mir¨¢ndose los pies para ver donde pisaba, se dirig¨ªa, en su ciego aturulle, hacia la l¨ªnea de pavorosos grises, en lugar de alejarse. Y ese fue el minuto estelar de mi valent¨ªa: hice de tripas coraz¨®n (me cost¨® much¨ªsimo) y regres¨¦ a por ella para arrastrarla en la direcci¨®n adecuada. No nos pas¨® nada: los grises debieron de creer que ¨¦ramos unas marcianas atrapadas por casualidad en la algarada (nadie iba a las manifestaciones con botas de drag queen). La burlona vida suele medir nuestro coraje con estos peque?os y grotescos momentos de gloria.?
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