Suyo es el reino
Nuestra ¨¦poca parece haberse contagiado del mal humor y el resentimiento de las redes sociales: nadie ha sido nunca digno de respeto ni admiraci¨®n
Desde que hace a?os se desat¨®, entre muchos hombres, una desaforada carrera por adular a las mujeres (y entre muchas mujeres por adularse a s¨ª mismas), son frecuentes las versiones period¨ªsticas, cr¨ªticas, literarias y cinematogr¨¢ficas seg¨²n las cuales el m¨¦rito de las obras de los varones notables correspond¨ªa en realidad a sus mujeres, amantes, amigas o secretarias. A veces fue as¨ª, sin duda: en Espa?a es conocido que Mar¨ªa Lej¨¢rraga hac¨ªa de ¡°negra¡± de su marido, el dramaturgo Mart¨ªnez Sierra, si bien ¨¦ste nunca fue notable, la verdad. Pero toda fabulaci¨®n es admisible, sobre todo en la ficci¨®n, y as¨ª, nada hay que oponer a que se presente a Zenobia Camprub¨ª como la fautora de los versos de Juan Ram¨®n Jim¨¦nez, a Alma Reville como el genio tras las pel¨ªculas de Hitchcock, a una joven como fuente de las im¨¢genes de Shakespeare, a Gala como poseedora del talento de Dal¨ª (yo a ¨¦ste no le veo ninguno, pero en fin), a la copista de Beethoven como alma de su Novena, y as¨ª hasta el infinito. Que por ilusi¨®n no quede, todo puede ser.
Pero en los ¨²ltimos tiempos se ha dado un paso m¨¢s. La operaci¨®n consiste no ya en atribuirles o restituirles los m¨¦ritos a las mujeres que quedaron en sombra, sino en presentar a todo var¨®n notable como a un redomado imb¨¦cil. Es en el cine donde esto se percibe mejor. Har¨¢ un lustro le toc¨® el turno a Hitchcock, creo que algo escrib¨ª ya en su d¨ªa, disc¨²lpenme. Hubo al menos dos pel¨ªculas sobre ¨¦l. En una lo encarnaba el gn¨®mico actor Toby Jones (que ya hab¨ªa hecho de Truman Capote) y en la otra Anthony Hopkins en una de las peores interpretaciones de su muy decadente carrera. Por supuesto su mujer, Alma Reville, aparec¨ªa como la lista y sabia de la pareja, pero eso es lo de menos. Sin duda trabajaron juntos. Lo llamativo es que en esos retratos Hitchcock no s¨®lo era un s¨¢dico, un hist¨¦rico, un d¨¦spota, un engre¨ªdo y un acosador, sino un completo idiota. Tal vez fuera todo lo anterior, pero idiota es seguro que no. Basta con leer su c¨¦lebre libro de conversaciones con Truffaut para comprobar que sab¨ªa lo que se hac¨ªa, y por qu¨¦, en mayor medida que casi ning¨²n otro artista. Hopkins lo representaba, en cambio, como si hubiera sido deficiente, y ni siquiera imitaba bien su forma de hablar.
La operaci¨®n consiste no ya en atribuirles o restituirles los m¨¦ritos a las mujeres que quedaron en sombra, sino en presentar a todo var¨®n notable como a un redomado imb¨¦cil
Ahora le ha tocado a Churchill, al que en poco tiempo he visto deformado en tres ocasiones. En la serie The Crown, le daba caricatura?John Lithgow, que no se parece nada al Premier brit¨¢nico y lo hac¨ªa fatal, en vista de lo cual fue elogiado y premiado. En la pel¨ªcula Churchill, el actor era Brian Cox, que tampoco se parece nada y ofrec¨ªa escenas grotescas sin parar. (La abandon¨¦ tras ver a Churchill arrodillado a los pies de su cama y rog¨¢ndole histri¨®nicamente a Dios unos cuantos disparates.) En El instante m¨¢s oscuro, la tarea se hab¨ªa encomendado a Gary Oldman, que merece ser ahorcado ¡ªmetaf¨®ricamente, todo hay que advertirlo¡ª y en cambio se llev¨® el ?scar de este a?o. Como a¨²n se parece menos a Churchill, le colocaron pr¨®tesis y maquillaje a raudales, y el resultado es una fofa figura de cera que recuerda m¨¢s a Umbral (esos labios finos y cuasi paral¨ªticos, esas gafas) que al pobre Sir Winston. Pero, m¨¢s all¨¢ de eso, en las tres versiones Churchill resulta ser un memo integral. Su mujer, Lady Clementine, es m¨¢s inteligente, pero eso nada tiene de particular y acaso fuera verdad. Por supuesto es un borracho constante, un grosero, un iracundo, un balbuciente, un confuso, un dementoide, alguien que se equivoca en casi todo, otro hist¨¦rico feroz. Yo no conoc¨ª a Churchill, claro est¨¢, pero he o¨ªdo sus discursos, lo he visto en im¨¢genes, lo he le¨ªdo e incluso seleccion¨¦ y traduje un excelente relato suyo de miedo en mi antolog¨ªa Cuentos ¨²nicos. De la bonhom¨ªa ir¨®nica de su expresi¨®n no queda rastro. Tampoco de su contrastado ingenio (y puede que fuera la persona m¨¢s ingeniosa de su tiempo). De su magn¨ªfica oratoria, poco, o la estropean. De su visi¨®n pol¨ªtica y b¨¦lica, m¨¢s bien nada. Ya he dicho: un bobo insoportable y zafio.
Mi impresi¨®n es que, una de dos: o hay una campa?a antiChurchill en su pa¨ªs (v¨¢yase a saber por qu¨¦), o todo esto responde a la necesidad de nuestro siglo de no admirar nunca a nadie. No se trata ya de las vetustas ¡°desmitificaciones¡± de moda en los a?os setenta, sino de convertir en mamarrachos a cuantos llevaron a cabo algo sobresaliente. Es como si nuestra ¨¦poca se hubiera contagiado del mal humor y el resentimiento, presentes y retrospectivos, que dominan las redes sociales. Nadie ha sido nunca digno de respeto, y a¨²n menos de admiraci¨®n. Todo el mundo ha sido un farsante y el genio no existe ni ha existido jam¨¢s. As¨ª que ya no basta con ¡°descubrir¡± que tal individuo insigne fue un racista, el otro un imperialista, el otro un ad¨²ltero sexista, tir¨¢nico el de m¨¢s all¨¢. No, es que todos eran unos cretinos sin excepci¨®n. Es como si la sociedad actual no soportara su propia aton¨ªa o inanidad general y, para consolarse, tuviera que negarles el talento, la perspicacia, el valor, a todo bicho viviente y a todo predecesor bien muerto. Siempre he estado convencido de que la incapacidad de admirar (o s¨®lo aquello que se sabe que es malo y que por lo tanto ¡°no amenaza¡± de verdad) es lo que m¨¢s delata a los acomplejados y a los mediocres. Suyo es, por desgracia, el reino en el que vivimos hoy.?
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