El racismo y las personas superfluas
Escribi¨® Herman Melville en 1849: ¡°En la estatua de la Libertad encontramos la inscripci¨®n: ¡®En este pa¨ªs republicano todos los hombres han nacido libres e iguales¡¯. Pero debajo leemos en letra peque?a: ¡®A excepci¨®n de la tribu de los hamo (los negros). Lo cual echa por tierra el aserto precedente. ?Ay de vosotros, republicanos!¡±.
Lo cita Hans Magnus Enzerberger en su ensayo La gran migraci¨®n (Anagrama, 1992). El escritor alem¨¢n se remonta tambi¨¦n a Ant¨ªfones, que escribi¨® en De la verdad (siglo V): ¡°(¡) Nos estamos comportando como b¨¢rbaros los unos con los otros. (¡) Todos somos iguales, tal como se deduce de lo que, por naturaleza, es intr¨ªnseco al ser humano: todos respiramos por la boca y la nariz, y todos comemos con las manos¡±.
Todos somos iguales, pero¡ Considerar que los manteros y los emigrantes que vienen de ?frica en barcos penosos son una amenaza econ¨®mica responde a la pulsi¨®n racista que nos domina y que pervive en el siglo de las hipocres¨ªas. Hasta que no se diga que esto es racismo, los pol¨ªticos del rancio espa?ol abolengo seguir¨¢n jugando al ajedrez con las palabras. Enzensberger halla una met¨¢fora que explica la pulsi¨®n que los expulsa. Cuando vamos solos en el vag¨®n de un tren sentimos que esa es nuestra casa. En cuanto alguien se sube a compartir ese espacio nos revolvemos como si hubiera entrado el enemigo a usurparnos el sitio. Y hacemos lo imposible para se?alarles que no son bienvenidos. Antes ocurr¨ªa con los sudamericanos. Ahora con los negros.
Aqu¨ª se ha llenado la boca pol¨ªtica deplorando la desertizaci¨®n de pueblos y ciudades. Los mismos que expresan el horror al vac¨ªo acucian para que no entre un negro m¨¢s. Si los que vienen fueran ricos, dice Enzensberger, les abrir¨ªamos las puertas de las casas y de los palacios y de los bancos, y de los trenes, y no los reducir¨ªamos a ¡°personas superfluas¡± a las que les negamos el pan y la vivienda y los medicamentos. Y los sometemos a la incertidumbre de llegar, hacinados en alta mar, con su vida en peligro como si fueran, en efecto, personas superfluas, cantidades indeterminadas de carga insoportable.
Es el racismo, r¨¦mora incivilizada de la historia de la humanidad, frontera verdadera de la mente de un pa¨ªs que se hizo emigrando y que se hizo mejor recibiendo a los inmigrantes. Pa¨ªs de emigraci¨®n, sometido a creer que los b¨¢rbaros son los otros, como si no fu¨¦ramos tambi¨¦n emigrantes de nosotros mismos, acuciados por el lenguaje de palo de la hipocres¨ªa a aceptar que el racismo es el argumento que no se dice.
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