Carta abierta al papa Francisco
La ¡°perversi¨®n¡± est¨¢ en la Iglesia, en su negativa a reconocer la importancia de la sexualidad y las desastrosas consecuencias de reprimirla
Querido Francisco:
Le escribo el 15 de agosto, d¨ªa de la Asunci¨®n de la Virgen Mar¨ªa, despu¨¦s de haberme enterado por la radio esta ma?ana, al levantarme, de otro nuevo esc¨¢ndalo de pedofilia que ha ¡°salpicado¡± a la Iglesia Cat¨®lica ¡ªesta vez en Pensilvania¡ª, con un millar de ni?os violados o agredidos sexualmente por sacerdotes durante los ¨²ltimos 70 a?os. Y, teniendo en cuenta la rapidez con la que los responsables se deshacen de las pruebas y la verg¨¹enza y la resistencia de las v¨ªctimas a alzar la voz, podemos estar seguros de que las cifras reales son m¨¢s elevadas y de que los casos conocidos, ya de por s¨ª numerosos, no son m¨¢s que la punta del iceberg.
Probablemente le habr¨¢ llamado la atenci¨®n, como a m¨ª y como a otros, el parecido entre esta oleada de ¡°escandalosas¡± revelaciones y la que ocupa los titulares desde hace casi un a?o, relativa al acoso sexual de las mujeres en la calle y en el lugar de trabajo. Lo que est¨¢ en juego en ambos casos es la propensi¨®n de los hombres a aprovecharse de su poder pol¨ªtico y f¨ªsico para satisfacer sus necesidades sexuales. Si pusi¨¦ramos a disposici¨®n de los ni?os de todo el mundo una plataforma de Internet en la que pudieran decir la verdad de forma secreta y an¨®nima, la avalancha de quejas superar¨ªa en violencia y en volumen a la campa?a de #MeToo. Es cierto que muchas v¨ªctimas de sacerdotes no podr¨ªan dar testimonio, por su edad (18 meses, en un ejemplo o¨ªdo esta ma?ana) o por su pobreza (ni?os del Tercer Mundo que son analfabetos o no est¨¢n ¡°conectados¡± a Internet).
Por supuesto, no basta con las denuncias. Podemos gritar hasta quedarnos roncos, pero, si no hacemos algo para eliminar los factores que favorecen estos actos inapropiados, seguir¨¢n produci¨¦ndose. En el caso de los depredadores sexuales normales y corrientes, es fundamental que busquemos las causas de su comportamiento sexista. En el de los sacerdotes cat¨®licos, no hace falta buscar nada. La causa es evidente.
Denunciamos el ¡®burqa¡¯ por b¨¢rbaro, pero mantenemos el dogma del celibato
?Por qu¨¦ son los ni?os sus v¨ªctimas preferidas? No porque los sacerdotes sean ped¨®filos ¡ªla proporci¨®n de ped¨®filos entre ellos seguramente no es mayor que entre la poblaci¨®n en general¡ª, sino porque esos hombres tienen miedo, y los j¨®venes, que son m¨¢s d¨¦biles, m¨¢s vulnerables y m¨¢s f¨¢ciles de intimidar, tienen muchas menos probabilidades de denunciarlos que los mayores. Si los curas sacaran sus penes entumecidos ¡ªesos pobres ¨®rganos frustrados, eternamente reprimidos¡ª en presencia de sus feligreses adultos, o visitaran habitualmente a trabajadores del sexo, los ¡°atrapar¨ªan¡± de inmediato. Con los j¨®venes, pueden hacer lo que quieren durante a?os e incluso decenios. Tienen a su alcance a todos esos ni?os reci¨¦n llegados al coro, las ni?as que acaban de recibir su confirmaci¨®n, una joven virgen en la intimidad del confesionario, un guapo adolescente en un campamento de verano... El poder y la influencia de los sacerdotes sobre esas personas son sobrehumanos, casi divinos. Y pueden volver a hacer lo mismo al a?o siguiente, con los mismos grupos o con otros nuevos. Esto no tiene nada de sagrado, Francisco: es una profanaci¨®n.
Salvo que creamos que los interesados en incorporarse al clero son todos ped¨®filos y pervertidos, debemos reconocer que el problema no tiene que ver con la pedofilia ni la perversi¨®n, y olvidarnos de los clich¨¦s de una vez por todas. El problema es que a unas personas normales se les pidan cosas anormales. La ¡°perversi¨®n¡± est¨¢ en la Iglesia, en su negativa a reconocer la importancia de la sexualidad y las desastrosas consecuencias de reprimirla.
En las ¨²ltimas d¨¦cadas, varios pa¨ªses cristianos ¡ªo Estados no confesionales pero hist¨®ricamente cristianos¡ª se han aficionado a denunciar las costumbres extranjeras que consideran b¨¢rbaras o injustas; me refiero, en particular, a la circuncisi¨®n femenina y la obligaci¨®n de llevar burqa. Nos gusta se?alar a los que practican esas costumbres que en ning¨²n lugar del Cor¨¢n (por ejemplo) se estipula que haya que mutilarles el cl¨ªtoris a las ni?as o cubrirles el rostro a las mujeres, que esas costumbres se inventaron en un momento hist¨®rico concreto para contribuir a organizar los matrimonios y distribuir la riqueza. Como nos parece que esas tradiciones son intr¨ªnsecamente incompatibles con los valores humanos universales (libertad, igualdad y fraternidad) y los derechos individuales, en especial el derecho a la integridad f¨ªsica, nos sentimos autorizados para prohibirlas dentro de nuestras fronteras.
Pero quienes se entregan a estas pr¨¢cticas las consideran indiscutibles e inseparables de sus identidades, exactamente lo mismo que opina la Iglesia sobre el dogma del celibato sacerdotal. No es este el sitio en el que discutir las m¨²ltiples y complejas razones por las que, tras la separaci¨®n entre la Iglesia de Oriente y la de Occidente, esta ¨²ltima decidi¨® diferenciarse de la primera imponiendo el celibato a sus sacerdotes. Es sabido que Jes¨²s no dijo nada al respecto. Aunque ¨¦l no se cas¨®, entre sus ap¨®stoles s¨ª hab¨ªa hombres casados, y, en otras formas y otras ¨¦pocas, el cristianismo ha permitido y sigue permitiendo que sus oficiantes se casaran. El dogma cat¨®lico del celibato se remonta a la Edad Media, mil a?os largos despu¨¦s de la muerte de Cristo.
Jes¨²s no dijo nada al respecto y entre sus ap¨®stoles hab¨ªa hombres casados
Lo que hay que subrayar es que ese dogma, tan da?ino, al menos, como la circuncisi¨®n femenina y el burqa, es consecuencia de una decisi¨®n hist¨®rica concreta. Y eso significa que se puede revocar con otra decisi¨®n hist¨®rica, que solo usted, Francisco, est¨¢ en situaci¨®n de tomar. S¨ª, solo usted tiene el poder de eliminar la obligatoriedad del celibato para los sacerdotes cat¨®licos y, de esa forma, proteger a un n¨²mero incalculable de ni?os, adolescentes, hombres y mujeres en todo el mundo.
El celibato forzoso no sirve de nada. Est¨¢ suficiente y repetidamente demostrado. La mayor¨ªa de los sacerdotes no logran conservar la castidad. Lo intentan, pero fracasan. Hay que reconocer la verdad y enterrar este inicuo dogma de una vez por todas. Es un crimen seguir tergiversando la realidad y perdiendo tiempo con la cantidad de vidas destruidas por su culpa. Sabe que eso es as¨ª, Francisco; todos lo sabemos. El papel de la Iglesia no es proteger a los poderosos, sino a los indefensos, no a los culpables, sino a los inocentes. Jes¨²s dijo: ¡°Dejad que los ni?os se acerquen a m¨ª, no se lo impid¨¢is, porque el reino de los cielos es de quienes son como ellos¡± (Mateo 19:14). En el ¨²ltimo milenio, ?cu¨¢ntos millones de ni?os se han apartado de la Iglesia, asqueados de ella, sin poder acudir a Jes¨²s despu¨¦s de haber vivido este trauma?
Por eso le pido, Francisco, que tenga el valor para decir BASTA. Como autoridad suprema de la Iglesia cat¨®lica, ser¨ªa, con gran diferencia, el acto m¨¢s importante, m¨¢s valeroso y m¨¢s cristiano de todo su mandato. S¨¦ que no lo har¨ªa en busca de gloria personal, pero es indudable que se la dar¨ªa. Los sacerdotes y sus congregaciones le rendir¨ªan homenaje eterno por su clarividencia, su humanidad y su sabidur¨ªa.
Sea valiente, se lo ruego. Ha llegado el momento. La Iglesia debe dejar cuanto antes de permitir (es decir, perpetuar, es decir, cometer) unos cr¨ªmenes que han arruinado tantas vidas en todo el mundo durante 10 siglos. ?Di BASTA, Francisco!
Y si no lo dice, al menos, tenga la amabilidad de explicarnos las verdaderas razones de su decisi¨®n.
Nancy Huston es escritora. Uno de sus libros recientes es La especie fabuladora (Galaxia Gutemberg).
Traducci¨®n de Mar¨ªa Luisa Rodr¨ªguez Tapia
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