La alegr¨ªa de vivir
Ella, la que supo hacer del feminismo un arma no de guerra sino de conquistas pac¨ªficas y democr¨¢ticas
Siempre que me preguntan sobre lo que el feminismo aporta a mi vida insisto en la alegr¨ªa. La alegr¨ªa de tener las ventanas siempre abiertas, la alegr¨ªa de reconocer mi vulnerabilidad, la alegr¨ªa de aprender sin descanso de tantas maestras, la alegr¨ªa al fin de descubrir la importancia del orden amoroso de la vida. En el aprendizaje de esa actitud vital, que es tambi¨¦n una forma de compromiso ¡ªya saben, lo personal es pol¨ªtico¡ª, han sido y son esenciales las mujeres que he tenido la suerte de ir encontrando por el camino. Han sido ellas las que me han regalado una lima con la que ir poco a poco desgastando los barrotes de la jaula de mi virilidad. Como si fueran una especie de diosas de carne y hueso capaces de hacer que este descre¨ªdo se deje interpelar por las luces del feminismo, como quien se agarra un tronco capaz de salvarle del naufragio. La lucha tit¨¢nica de alguien que hace tiempo se olvid¨® de rezar.
Una de esas diosas, a la que yo siempre so?¨¦ como si fuera una actriz italiana que hubiera escapado de una de mis pantallas adolescentes, fue Carmen, la Alborch, la que bien mereci¨® calificarse as¨ª, con el art¨ªculo y su apellido ¨²nico, como las grandes divas de la ¨®pera o de los escenarios. La catedr¨¢tica que fue capaz de liberarse de las reglas de los mercados y aliarse con el fuego siempre en combusti¨®n del arte. La mujer que supo como nadie ejercer poder y ganarse autoridad, romper con los azules oscuros casi negros y convertir la pol¨ªtica en un territorio de oportunidades. La que bien nos ense?¨® la urgente necesidad de usar otros m¨¦todos y palabras en lo p¨²blico, la que no se amedrent¨® en los salones en las que ellas eran minor¨ªa, la que supo hacer del feminismo un arma no de guerra sino de conquistas pac¨ªficas y democr¨¢ticas.
Como si fuera un personaje que bien podr¨ªa haber imaginado Virginia Woolf, una especie de Mrs. Dalloway en b¨²squeda de flores, o un Orlando travestido de arco¨ªris o, por qu¨¦ no, la Vita arrolladora que tanto am¨® la autora de Las olas, Carmen se hizo presente en la vida p¨²blica con la fuerza que solo tienen las mujeres que han roto el espejo en el que, gracias a ellas, nosotros nos ve¨ªamos m¨¢s grandes. La Alborch fue una de esas mujeres con poder¨ªo, liberadas al fin de sus eternos cautiverios que dir¨ªa Marcela Lagarde, y que consigui¨® que la cultura, esa hermana pobre a la que los pol¨ªticos suelen usar como escaparate, se convirtiera en una especie de terraza luminosa desde la que era posible imaginar las utop¨ªas. No las que parecen condenadas a paralizarnos, sino las que, como si fueran un virus dulce, nos contagian de energ¨ªa transformadora y nos hacen c¨®mplices de enredaderas que abrazan. Ese es justamente el principio esperanza que, a lo Bloch, uno era capaz de adivinar en la sonrisa siempre glotona de la valenciana.
Esa se?ora que yo tanto hab¨ªa so?ado entre mis fotogramas salt¨® un d¨ªa de la pantalla e hizo posible que mi vida, fragmentos de mi vida, ya casi al final de sus d¨ªas, estuvieran llenos de esos destellos que ella dejaba a su paso, como el hada que en vez de varita m¨¢gica hace bailar ideas y emociones en cada uno de sus suspiros. Anot¨¦ en mis cuadernos de aprendiz toda la sabidur¨ªa que tuve tiempo de ir atesorando cuando la escuchaba siempre optimista, radicalmente feminista, entusiasta hasta en medio de las tormentas. Nunca fui tan feliz como cuando dej¨¦ que ella, tan amante de las historias, se apropiara de la m¨ªa y presentara en su Valencia mi Autorretrato de un macho disidente. Aquella tarde fr¨ªa de hace tan solo unos meses, Carmen, la Alborch, volvi¨® a ense?arme que incluso desde el dolor es posible brindar por la vida. Nunca olvidar¨¦ c¨®mo su pelo rojo, su abrigo rojo, su alma roja y violeta hicieron que yo me sintiera el hombre m¨¢s feliz del mundo, tan felizmente peque?o ante una se?ora tan grande. Gracias a ella entend¨ª que esa es la tarea que justo ahora nos corresponde a los hombres: mirarnos en mujeres poderosas para reducir el tama?o excesivo que el patriarcado nos regal¨® nada m¨¢s nacer.
La tarde de octubre que not¨¦ un hueco profundo dentro de m¨ª, y que vi c¨®mo se rasgaban varias hojas de mi cuaderno, yo la pas¨¦ en el cine, viendo a una de esas mujeres a la que sin duda Carmen Alborch admiraba. La honda y sabia mirada de Glenn Close hizo que durante dos horas no pudiera olvidarme de la cl¨¢sica y moderna que tuve la suerte de abrazar. La que siempre, incluso cuando ya el aliento parec¨ªa no llegar a sus pendientes de colores, me ense?¨® la alegr¨ªa de vivir. Esa a la que hoy, pese a tanta tristeza, me agarro sabiendo que nos queda una larga tarea hasta conseguir que el feminismo sea declarado patrimonio inmaterial de la humanidad. Hoy m¨¢s que nunca s¨¦ que debemos hacerlo por ella y por todas las mujeres que parec¨ªan habitar en sus grandes bolsillos de estrella.
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