Poder creer
Es curioso lo f¨¢cil que nos resulta admirar lo que mont¨® alg¨²n poder en el pasado aunque lo despreciemos cuando est¨¢ reci¨¦n hecho
LO PRIMERO FUE ¡ªpor una vez y sin que sirva de precedente¡ª un tuit que despert¨® muchas respuestas: ¡°A veces, aqu¨ª, en la belleza, me da tanta pena no poder creerles¡¡±, dec¨ªa, sobre una foto de las nervaduras incre¨ªbles de Santa Mar¨ªa del Mar, en Barcelona. Y era cierto: por una vez y sin que sirva de precedente escrib¨ª en un tuit lo que pensaba.
Lo sigo pensando: ser¨ªa tanto mejor poder creerles, poder creer. Ver esas piedras y esas luces y sentirse parte, sentirse seguro; creer que hay algo, que hay alguien, que todo tiene sentido. Suponer que hay un orden, que lo que pasa pasa por alguna raz¨®n, que no me voy a deshacer como una rama al fuego. Debe ser tan f¨¢cil vivir sabiendo que te alcanza con obedecer algunas reglas para que un poder portentoso se haga cargo, para que dures para siempre. A veces, all¨ª, en la belleza, en medio de esos lugares incre¨ªbles que esa facilidad, ese miedo crearon, los que pueden me dan tremenda envidia.
Pero s¨¦ que yo no ¡ªque creer lo incre¨ªble es un don que no me ha sido dado¡ª y entonces, a veces, pienso que si por lo menos consiguiera pensar que esa es mi historia. Pensar que esto tambi¨¦n me pertenece: es verdad que buena parte de la belleza arquitect¨®nica europea se les debe. Sus catedrales, sus monasterios, sus ermitas y capillas y glorietas varias suelen ser lugares incre¨ªbles, llenos de magia y sugerencia: ser¨ªa tan gozoso poder reconocerme en esa tradici¨®n, sentirme orgulloso de los m¨ªos, pensar que hace siglos personas que pensaban como yo hicieron esas casas espl¨¦ndidas. Y no tener que pensar que las montaron unos se?ores repletos de ambici¨®n y de trampitas para que sus s¨²bditos siguieran comprando lo que les dec¨ªan, para que siguieran soport¨¢ndolos y engord¨¢ndolos so pretexto del cuento de su dios, que siguieran aceptando que ignoraban y deb¨ªan obedecer y creerse las historias m¨¢s absurdas.
Es dif¨ªcil; ser¨ªa tan maravilloso poder separar esas c¨²pulas audaces, esas vidrieras relucientes, ese aire espeso y esos rayos de luz de las llamas de la Inquisici¨®n, de sus conquistas y exclusiones y masacres, del rechazo de tantos saberes, de la prohibici¨®n de todo experimento, de los millones de mujeres y hombres que vivieron cautivos de sus ¨®rdenes, su represi¨®n, sus miedos.
Lo hacemos: con frecuencia lo hacemos. Es curioso lo f¨¢cil que nos resulta admirar lo que mont¨® alg¨²n poder en el pasado ¡ªsus alardes, sus petulancias hechas piedra¡ª aunque lo despreciemos cuando est¨¢ reci¨¦n hecho. Desde?amos los brillos nuevorricos; apreciamos los viejos. Los castillos y palacios son la casa de Ronaldo o los cuarteles y prisiones de esos siglos; las catedrales son sus torres corporativas m¨¢s vulgares. El tiempo, que todo lo limpia, todo lo enaltece, borra el abuso y lo vuelve belleza.
Gracias a eso esos brillos antiguos son un negocio extraordinario y la Iglesia de Roma se enriquece m¨¢s a¨²n. Es dif¨ªcil calcular cu¨¢nto es el lucro: a sus jefes les gusta hablar de ciertas cosas mientras practican otras. Pero sabemos, por ejemplo, que solo la catedral que asfixia la mezquita de C¨®rdoba les deja unos 13 millones de euros al a?o, y 10 m¨¢s la Giralda. Y que en Espa?a tienen otros 3.167 inmuebles de inter¨¦s cultural ¡ª18 son patrimonio de la humanidad, 78 son catedrales¡ª y muchos cobran entrada u hospedaje y, entre todos, les amasan fortunas. Ahora muchas de esas propiedades se han puesto en discusi¨®n, y va a ser para alquilar balcones ¡ªo salir con los cirios y las cruces. Una vieja corporaci¨®n que est¨¢ perdiendo las conciencias quiere guardar las piedras: son lo que queda de cuando mandaban con mano y cruz de hierro, de cuando discutirlos era condenarse; cuando eran, todav¨ªa, los felices porteros del infierno.?
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