Sala de espera
A d¨ªa de hoy se ha desvanecido ese poco de confianza que ten¨ªamos con los desconocidos y se ha impuesto el silencio
Pas¨¦ la ma?ana en una sala de espera del Hospital Miguel Servet. A mi madre le hac¨ªan una peque?a intervenci¨®n en la columna. Los pacientes han de ir acompa?ados aunque se trate de una cirug¨ªa sin ingreso. Como no era la primera vez, llev¨¦ lectura suficiente para no aburrirme. Est¨¢bamos unas 30 personas en la sala de espera. Solo tres mujeres ten¨ªamos un libro entre las manos. Un hombre le¨ªa las esquelas del peri¨®dico. Otro hac¨ªa sudokus en un cuadernillo comprado para la ocasi¨®n. El resto enredaba con sus tel¨¦fonos m¨®viles, o miraban al vac¨ªo sin m¨¢s. Lo que m¨¢s me extra?¨® fue el silencio. Los enfermos no hablaban con sus acompa?antes, ni hablaban entre s¨ª. Me extra?¨® m¨¢s trat¨¢ndose de una ciudad como Zaragoza, a la que llegu¨¦ en 1980 cuando era normal que los desconocidos entablasen conversaci¨®n en las paradas de autob¨²s, en las colas del banco, en un puesto del mercado, en el centro de salud, o en cualquier otro espacio p¨²blico. Esa confianza, que al principio me parec¨ªa un poco excesiva pero me hac¨ªa gracia, se ha desvanecido casi por completo a d¨ªa de hoy. Incluso las mujeres de edad avanzada, como mi madre, que no usa apenas el m¨®vil sino para llamar a su hermana, han aprendido a contenerse ante los desconocidos. A mi madre tampoco le hablaba yo porque est¨¢ sorda perdida y me daba verg¨¹enza que el resto de la sala siguiera nuestra conversaci¨®n.
Una enfermera sal¨ªa cada cierto tiempo a nombrar a los pacientes. Un tal Petru apareci¨® despu¨¦s de ser nombrado varias veces. Ven¨ªa solo. ?Y su acompa?ante? Ahora viene, dijo Petru con acento rumano. Yo me sumerg¨ª en mi lectura durante m¨¢s de una hora y me olvid¨¦ del resto del mundo. Cuando volv¨ª a la realidad, me pareci¨® que ya deber¨ªan haberme llamado desde la sala de recuperaci¨®n para ayudar a mi madre a vestirse y todo eso. Por unos momentos sent¨ª una punzada de mala conciencia, como si me hubiese desentendido de mis obligaciones, como si la lectura fuese un mal vicio que arrastrara al solipsismo. La enfermera sali¨® en ese momento y pregunt¨® por el acompa?ante de Petru. Entonces, una mujer mayor dijo que ella sab¨ªa que la hija de Petru estaba afuera, que la hab¨ªa visto en el pasillo con un cochecito de ni?o. Efectivamente, la joven mam¨¢ andaba algo despistada. Hablaba un castellano perfecto. Dej¨® al ni?o con la se?ora desconocida, encantada de hacer de ni?era, y entr¨® a por su padre. Al poco rato sali¨® Petru con su hija. El ni?o, de unos dos a?os, corri¨® a los brazos de su abuelo y la se?ora desconocida sonri¨® satisfecha, igual que yo.
Est¨¢ bien la discreci¨®n, pero tampoco est¨¢ tan mal entrometerse un poco, observar y actuar en el c¨ªrculo que abarca tu mirada
Est¨¢ bien la discreci¨®n, pens¨¦, no molestar a los desconocidos con preguntas o comentarios inc¨®modos. Est¨¢ bien que cada cual vaya a lo suyo, y a los suyos, s¨ª. Pero tampoco est¨¢ tan mal entrometerse un poco, observar y actuar en el c¨ªrculo que abarca tu mirada. De alguna forma, esa se?ora desconocida ¡ªque para m¨ª resultaba absolutamente familiar pues podr¨ªa ser cualquiera de mis t¨ªas¡ª tan solo pretend¨ªa poner orden en el caos, atar cabos, poner voz al silencio, y me la imaginaba quitando piedras del campo que hered¨® de su padre, o visitando a una vecina, y tambi¨¦n me la imaginaba atando un palito a un cactus torcido que su madre plant¨® en una tinaja.
Mi lectura, La isla de los conejos, de Elvira Navarro, estaba llegando a su fin, igual que la de mi vecina de asiento, que tendr¨ªa unas 900 p¨¢ginas (muy a mi pesar no pude averiguar cu¨¢l era el libro en cuesti¨®n).
Por fin me llamaron. Mi madre estaba recuper¨¢ndose. Le ofrecieron un caf¨¦ o un zumo. Me apetecer¨ªa un caldito, dijo ella. O¨ª una risa al otro lado de la sala. Era la mujer desconocida, que en ese momento acompa?aba a su marido, y mirando a mi madre dijo ¡°qu¨¦ maja¡±. Todos rieron, menos yo. El traumat¨®logo dijo que, como otras veces, la cosa hab¨ªa ido bien. Tenemos una sanidad estupenda, dijo mi madre, pero no pienso pasar m¨¢s veces por esta tortura. Siempre dices lo mismo, mam¨¢, pero luego vuelves.
A la salida del vestuario coincidimos con la mujer desconocida y su marido que, por cierto, era francamente antip¨¢tico, aunque lo m¨¢s seguro es que no se sintiera bien el hombre. Estuve tentada de dirigirme a ella, de agradecerle el gesto que hab¨ªa tenido con Petru en la sala de espera donde nadie se preocupaba por nadie que no fuese de su familia. Pero creo que la habr¨ªa asustado o me habr¨ªa tomado por loca si le hubiese dicho: ¡°Gracias a personas como usted, que permanecen atentas, el mundo contin¨²a funcionando¡±. As¨ª que me limit¨¦ a sonre¨ªr, y llevando a mi madre del brazo not¨¦ que nos segu¨ªa con la mirada.
Cristina Grande es escritora.
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