Historia de una sedici¨®n
Donde una persona encontraba motivo para encarcelarme durante a?os, otra decidi¨® que no hab¨ªa raz¨®n para enjaularme. No hab¨ªa delito. No hab¨ªa caso
A M? LA PALABRA sedici¨®n me resulta familiar. Sobre todo me hace evocar una mirada: el horror haciendo a?icos los ojos de mi madre.
Fue mi madre quien abri¨® cuando llamaron a la puerta, golpeando con insistencia la aldaba. Viv¨ªamos en una casa apartada que mi padre, alba?il, hab¨ªa levantado con sus manos en un monte del extrarradio. ?l ya se hab¨ªa ido. Madrugaba mucho. Desayunaba caf¨¦ negro bien cargado, un huevo fresco, bebido, y una aspirina. Y all¨¢ se iba, con su v¨¦rtigo, a los andamios. A m¨ª me despert¨® la aldaba, pero sobre todo una extra?a voz de mando y las preguntas alarmadas de mi madre. Sal¨ª al pasillo. Y ella se volvi¨® hacia m¨ª, con aquella mirada: siglos de miedo. Y tambi¨¦n de desesperaci¨®n. Ella me hab¨ªa avisado con sus voces. Deseaba que saltase por la ventana, que desapareciese en el bosque. Me lo dijo m¨¢s tarde, sin rodeos: ¡°A¨²n est¨¢s a tiempo, ?vete de este pa¨ªs!¡±.
Era un d¨ªa lluvioso del oto?o de 1977. Me dieron el tiempo justo para ponerme un anorak. Quien me llevaba detenido era una patrulla de la Polic¨ªa Militar. Y fue un juez militar el que me tom¨® declaraci¨®n. Yo trabajaba entonces de freelance y hab¨ªa publicado una cr¨®nica en el diario La Regi¨®n informando de una masiva intoxicaci¨®n alimentaria de soldados en el antiguo cuartel coru?¨¦s de Zalaeta. En el interrogatorio no se cuestionaban los hechos. El verdadero inter¨¦s del instructor era la identidad de los informantes. Otros periodistas escribieron sobre el suceso, pero la noticia nunca sali¨® impresa. Me negu¨¦ a revelar las fuentes. Las cosas se complicaron cuando, tras dictamen del auditor de guerra, se acord¨® ¡°elevar a causa el procedimiento previo n? 295/77¡±. Se me acusaba de un delito de sedici¨®n y se decretaba mi procesamiento para ser juzgado por un tribunal militar. Acababa de cumplir 20 a?os.
Hubo un relevo en la Capitan¨ªa General de la entonces VIII Regi¨®n Militar. Por lo que se comentaba, un militar duro hab¨ªa sustituido a otro m¨¢s duro. ?O viceversa? Un d¨ªa mi abogado recibi¨® una comunicaci¨®n verbal sorprendente. Ten¨ªa que presentarme ante el nuevo capit¨¢n general en su despacho. Fue una conversaci¨®n muy breve. Me pregunt¨® si hab¨ªa pretendido ofender a Espa?a y a su Ej¨¦rcito.
¡ªNo, se?or ¡ªrespond¨ª¡ª. Yo solo quer¨ªa informar de una intoxicaci¨®n alimentaria.
Me mir¨® un rato en silencio. Creo que estaba desconcertado con semejante ¡°enemigo¡±. Me dijo: ¡°Bien. ?Puede irse!¡±. Y me fui. Nunca m¨¢s volv¨ª a saber de aquel asunto. ?Qu¨¦ me hubiera pasado de no haber ese relevo, de persistir el criterio del auditor de guerra y del instructor? Esa fue una de las cosas que pens¨¦ en aquel momento al salir del pazo de Capitan¨ªa General, en la Ciudad Vieja coru?esa. Pens¨¦ que el factor humano era m¨¢s imprevisible de lo que parece. El profesor Caeiro, que era abogado y fil¨®sofo, nos hab¨ªa hablado un d¨ªa en el instituto de la etimolog¨ªa y el significado de escr¨²pulo. Esos detalles fascinantes que nunca se te olvidan. En su origen, para los romanos, un escr¨²pulo era la m¨¢s peque?a y ocasional unidad de peso, un guijarro diminuto, una piedrecita, una arena, una china, que pod¨ªa equilibrar lo desequilibrado. As¨ª nos lo explicaba. En alguna parte de mi proceso hab¨ªa aparecido un escr¨²pulo. Donde una persona, o una cadena de mando, encontraba motivo para encarcelar durante a?os a un joven, y aterrorizar a su familia, otra persona lleg¨® a una conclusi¨®n bien diferente: no hab¨ªa raz¨®n para enjaular a nadie. No hab¨ªa delito. No hab¨ªa caso.
Mi proceso de sedici¨®n qued¨® en una irrelevante an¨¦cdota personal. Lo que recuerdo de aquel episodio fue el desgarro, los a?icos, las v¨ªsceras de la historia en la mirada de mi madre. Y esa idea obsesiva del escr¨²pulo.
He vuelto muchas veces a esa imagen de la unidad de medida que contrapesa la injusticia. El escr¨²pulo, en uno de los momentos extraordinarios de la boca de la literatura universal, el cap¨ªtulo de Los miserables, de Victor Hugo, cuando el antiguo oficial de prisiones y polic¨ªa Javert, encarnaci¨®n absoluta del orden, entra en crisis. El implacable perseguidor de Jean Valjean, a quien consideraba paradigma del ¡°fuera de la ley¡±, cambia su mirada: ¡°La posibilidad de una l¨¢grima en los ojos de la ley¡±. Esta es la transformaci¨®n de Javert: ¡°Le acomet¨ªan escr¨²pulos de una clase desconocida¡±. Al dejar en libertad a Valjean, se pregunta: ¡°?Qu¨¦ hice? ?Mi deber? No. Algo m¨¢s¡±.
Hay muchas cosas preocupantes en el horizonte espa?ol, pero, al menos, a ver si tenemos este a?o una suficiente cosecha de escr¨²pulos para respetar las libertades.?
Tu suscripci¨®n se est¨¢ usando en otro dispositivo
?Quieres a?adir otro usuario a tu suscripci¨®n?
Si contin¨²as leyendo en este dispositivo, no se podr¨¢ leer en el otro.
FlechaTu suscripci¨®n se est¨¢ usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PA?S desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripci¨®n a la modalidad Premium, as¨ª podr¨¢s a?adir otro usuario. Cada uno acceder¨¢ con su propia cuenta de email, lo que os permitir¨¢ personalizar vuestra experiencia en EL PA?S.
En el caso de no saber qui¨¦n est¨¢ usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contrase?a aqu¨ª.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrar¨¢ en tu dispositivo y en el de la otra persona que est¨¢ usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aqu¨ª los t¨¦rminos y condiciones de la suscripci¨®n digital.