La l¨®gica del linchamiento
En todo momento se puede desatar en Internet una enloquecida tormenta de basura sobre casi cualquier individuo
Hemos inventado ya la prisi¨®n perfecta, se llama Internet y se parece al pan¨®ptico de Bentham, esa c¨¢rcel con forma de estrella en la que un solo guardi¨¢n pod¨ªa dar cuenta de la vigilancia de cientos de presos. Al final, el epicentro de la libertad ha resultado ser su negaci¨®n absoluta: un espacio en el que pens¨¢bamos actuar a nuestras anchas, pero en el que los movimientos m¨¢s m¨ªnimos est¨¢n controlados y queda registro de toda actividad.
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A veces no hay nada m¨¢s dif¨ªcil de penetrar que una verdad desnuda. La fantas¨ªa de la comunicaci¨®n parece desdibujar el hecho de que con cada b¨²squeda un domingo a las cuatro de la tarde, con cada like a una declaraci¨®n de ¡°dudosa moralidad¡± o cada distra¨ªdo whatsapp estamos redactando nuestra sentencia. Pero el estado policial en el que ya vivimos y cuyas consecuencias apenas podemos calibrar necesita sostener una ficci¨®n: la de que, al fin y al cabo, Internet sigue siendo el epicentro de toda libertad. En el que hasta eso es posible. Lo m¨¢s parad¨®jico es que esa libertad haya acabado adquiriendo formulaciones como el linchamiento. Se parece a la forma en la que Schopenhauer denigraba el enamoramiento como centro del esp¨ªritu rom¨¢ntico: cuanto m¨¢s piensa uno que est¨¢ sintiendo su individualidad, en el momento en que Margarita aparece al fondo del bar y uno se siente en el centro de su ser es el momento en el que se es m¨¢s marioneta del genio de la especie, el instante en que nuestros genes deciden por nosotros.
La paradoja intern¨¢utica es un bluf de proporciones igualmente colosales: cuanto m¨¢s pens¨¢bamos que ¨ªbamos a encontrarnos en el reino de la libertad individual, m¨¢s presos nos hemos visto de los peores comportamientos colectivos. Tal vez la mayor demostraci¨®n de esa deliberada inconsciencia sea la liviandad con la que nos entregamos al linchamiento. ?Por qu¨¦, si no, asistimos a esos movimientos con la misma impotencia y maravilla que ante la marea del oc¨¦ano o el movimiento de las placas tect¨®nicas?
Pens¨¢bamos que nos encontrar¨ªamos en el reino de la libertad individual y nos hemos visto presas de los peores comportamientos colectivos
La l¨®gica del linchamiento es moralizante, pero, en cierto modo, ajena a las ideolog¨ªas. Tras la esperanza ¡ªo de nuevo, fantas¨ªa¡ª de una justicia colectiva y espont¨¢nea se esconde una actitud en la que, m¨¢s que la imposici¨®n de unas ideas sobre otras, se defiende una actitud lim¨ªtrofe con el pensamiento m¨¢gico: la de que en todo momento se puede desatar una tormenta de basura sobre casi cualquier individuo y que esas tormentas son verticales, inevitables e irreversibles. Es como si hubi¨¦semos aceptado ponernos en manos de una deidad enloquecida y perfectamente aleatoria en la que no parece intervenir nuestra voluntad de individuos. M¨¢s que ejecutores o jueces somos canalizadores de una decisi¨®n ya tomada por una ¡°energ¨ªa social¡± a la que nos sumamos. Sea cual sea el verdadero rostro de esa ¡°energ¨ªa¡±, si el de corporaci¨®n internacional, buscador c¨¦lebre, Estado del primer mundo, persona o fuerza de la naturaleza, movimiento o simple y chusco partido pol¨ªtico, la respuesta est¨¢ lejos de ser clara y a estas alturas las bombas pueden estallar hasta en las manos del m¨¢s poderoso.
En el linchamiento tradicional el grupo se cohesionaba al tiempo que salvaguardaba los principios que lo un¨ªan, pero en este nuevo linchamiento admitimos hasta la posibilidad de que se defiendan en la intimidad los mismos principios que se denigran en el gesto p¨²blico. Al fin y al cabo, el linchamiento, m¨¢s que una acci¨®n deliberada y consciente, es una electricidad, un geist colectivo. Y esa ilusi¨®n de justicia, que se parece a la del anonimato que todav¨ªa sigue cruzando diagonalmente nuestro comportamiento en la web o a la de la inercia de la idea de que una fotograf¨ªa es la corroboraci¨®n de que algo ha ocurrido por mucho que llevemos m¨¢s de un siglo manipulando im¨¢genes, es un callej¨®n dial¨¦ctico perverso. Un cul de sac. Se parece a ese fant¨¢stico cuento de Arreola titulado La migala, en el que un hombre compra una tar¨¢ntula de picadura mortal y a continuaci¨®n la suelta en su casa para vivir a partir de entonces presa de un terror c¨®smico: cu¨¢ndo, en qu¨¦ circunstancia sentir¨¢ el mordisquito definitivo. En el momento de tratar de apoderarse de su propia muerte (ese inalcanzable m¨¢ximo) es precisamente el momento en que el personaje pierde la alegr¨ªa m¨¢s elemental de su propia vida y acaba entregado a un frenes¨ª el¨¦ctrico y expectante.
Los tiempos revolucionarios muchas veces no se miden tanto por la consistencia de sus ideas como por la facilidad con la que las personas est¨¢n dispuestas a entregarse al pensamiento idealista, y por ende no pocas veces tambi¨¦n al totalitarismo y a lo irracional. Es, desde luego, lo que hace que sean fascinantes, pero tambi¨¦n lo que los vuelve peligrosos. Basta echar la vista atr¨¢s a ese baqueteado y no tan lejano siglo XX. No descartemos que el linchamiento se convierta en el XXI en una de las bellas artes.
Andr¨¦s Barba es escritor.
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