El cielo no queda lejos ni cerca de la tierra
Leer unos p¨¢rrafos de amor a un ¨¢rbol herido de muerte, que se desangra rodeado de vida, desentierra un recuerdo lejano
De C¨¦sar Vallejo: ¡°En realidad, el cielo no queda ni lejos ni cerca de la tierra. En realidad, la muerte no queda lejos ni cerca de la vida¡±. Y en el mismo librito Carnets, que public¨® Interzona: ¡°Cuando leo, parece que me miro en un espejo¡±. Lo envidio, si bien deb¨ªa cuidar mucho los libros elegidos. Yo no me miro en un espejo cuando leo, hay que reemplazar el del ba?o y tengo la c¨¢mara del m¨®vil estropeada, as¨ª que para saber de m¨ª utilizo el ascensor, algo que por otra parte he hecho siempre; donde el vecino ve un ascensor yo veo un camerino: as¨ª empez¨® el Quijote. Cuando no salgo de casa, y eso pasa a menudo, paso muchas horas sin verme. Es un ejercicio estupendo, porque de este modo hay que palparse para envejecer. Siempre se aprende con las manos lo que no puede aprenderse con los ojos.
En Tierra de mujeres (Seix Barral), Mar¨ªa S¨¢nchez cuenta hacia el final de ese libro tan necesario c¨®mo un d¨ªa, con su padre, se sentaron los dos a descansar en un alcornoque muerto. ¡°La hija se levanta, necesita tocar el corcho que nunca m¨¢s se separar¨¢ del ¨¢rbol. No volver¨¢ a separarse del cuerpo, no habr¨¢ lugar para la regeneraci¨®n. La envoltura se convierte en un ata¨²d para el propio ¨¢rbol¡±. De repente marco la p¨¢gina y desentierro, como en una consulta, un recuerdo fresqu¨ªsimo que no hab¨ªa tenido nunca. Se juntan varias cosas, la primera de ellas haber visto despu¨¦s de muchos a?os a mis primos lejanos Olga y Jos¨¦, y estar con sus padres, Chicho y La Nena, en una boda reciente. Son de O Seixal, la aldea que visitaba de ni?o con mi abuelo, los d¨ªas de matanza do porco y los d¨ªas que no. La segunda, leer esos p¨¢rrafos de amor a un ¨¢rbol herido de muerte, que se desangra rodeado de vida (¡°los p¨¢jaros anidan, los insectos se alimentan, las setas se aprovechan de la materia org¨¢nica. Si alguna rama permanece seguir¨¢ siendo sombra, descanso, refugio. La vida siempre contin¨²a, a pesar de la muerte¡±).
Aquel d¨ªa yo jugaba al f¨²tbol fuera de casa, solo, con una pelota verde. Uno de esos disparos dio en un ¨¢rbol, y fui hacia ¨¦l, le ped¨ª perd¨®n y le di un beso. Lo que pas¨® despu¨¦s fue que mir¨¦ el ¨¢rbol que estaba m¨¢s cerca, me dio una pena inmensa que no sabr¨ªa calificar, una clase de l¨¢stima que he arrastrado siempre, fui hacia ¨¦l y le di otro beso. Y mir¨¦ otro. Y otro. Fui d¨¢ndoles besos (un besito, tampoco es que los morrease) a todos por una raz¨®n: si dejase uno sin besar, esa noche la pasar¨ªa llorando. En aquella ¨¦poca de piedad por las cosas del mundo y terrores nocturnos me pasaban esas cosas. Cre¨ªa en el cielo y tambi¨¦n cre¨ªa que empezaba en la tierra.
Me gustar¨ªa contar que pas¨® cuando ten¨ªa 24 a?os, pero deb¨ªa de tener ocho, no recuerdo bien. Lo que s¨ª recuerdo es la tristeza infantil de entonces que no solo ten¨ªa que ver con aquellos ¨¢rboles sino con mu?ecos o juguetes, algo que no pod¨ªa dejar atr¨¢s ni preferirlo a otra cosa, una sofisticada tristeza que reconozco en mi hijo, incapaz de decir que prefiere un animal a otro, un juguete a otro, porque reparte el afecto entre todos hasta obligarme a poner la misma cara que mi abuelo puso cuando me encontr¨® con los labios pegajosos preparado para dedicar los siguientes a?os de mi vida a besar los bosques gallegos. La cara del adulto que distingue entre las misiones que sirven y las inservibles. Sin saber nunca si las est¨¢ distinguiendo bien.
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