Los reyes de la selva
ESTOS LEONES NO saben que son funcionarios. No lo saben, quiero decir, con sujeto, verbo y predicado, que es como lo sabemos nosotros. Pero quiz¨¢ lo sienten. F¨ªjense, si no, en esa mirada perfectamente burocr¨¢tica con la que observan el paso de los coches en el Safari, unas instalaciones ¡°naturales¡± que se levantan a 40 kil¨®metros de Madrid, en la localidad de Aldea del Fresno. Hay hast¨ªo en esa actitud. Hay muchas horas de oficina. Est¨¢n ah¨ª para distraer a la gente, para asustar a los ni?os, que provocan a los animales golpeando las ventanillas de los autom¨®viles al objeto de que se muevan. Pero son ya muchos trienios, mucho cansancio acumulado. Si quer¨¦is espect¨¢culo, parecen decir, idos al circo.
Tan hartos est¨¢n de su trabajo que uno dir¨ªa que han acudido a la oficina sin ducharse, sin peinarse, sin adecentarse lo m¨¢s m¨ªnimo. Tienen el pelaje triste, sin vida, mortecino, pese a haber en el mercado veterinario tan buenos productos cosm¨¦ticos para dar volumen a la melena e hidratar la piel. Estamos ante un macho y una hembra que, a base de hac¨¦rselo sin muchas ganas en el cuarto de las fotocopias, han tenido un hijo que aparece detr¨¢s del le¨®n, ya con maneras de que la gente le carga. Las actividades de cara al p¨²blico exigen una exposici¨®n excesiva. Agotan, en fin, sobre todo cuando el p¨²blico es maleducado.
¡ª?Los atiendes t¨² o los atiendo yo? ¡ªparece preguntar la hembra al macho.
¡ªQue los atienda su madre ¡ªda la impresi¨®n de responderle el macho.
Y as¨ª, en medio de ese paisaje de imitaci¨®n, transcurre la vida de los reyes de la selva. Pobres.?
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