La supervivencia de los ¨²ltimos ¡®hombres del agua¡¯
Los chipaya, considerado el pueblo m¨¢s antiguo de Latinoam¨¦rica, sobreviven frente a conflictos territoriales, a una emigraci¨®n incensante y al impacto del cambio clim¨¢tico
"?Por aqu¨ª! Antes, en esta ¨¦poca, llegaba por aqu¨ª". A mediados de primavera, el r¨ªo Lauca es un regajo exhausto que apenas cubre los tobillos. El agua, atascada por las bolsas de pl¨¢stico y los desperdicios, culebrea lentamente por la llanura desolada e inmensa. El cielo aparenta estar tan cercano que por un momento simula fundirse con la tierra reseca, como un emparedado que atrapase todo lo que hay en medio: las dunas, los reba?os de llamas, al pueblo de casitas de adobe y a Filomeno Mollos que, agachado en la orilla, se?ala una marca imaginaria a la altura de su gemelo y dice que hace demasiado tiempo que no llueve
Una leyenda chipaya cuenta que su pueblo desciende de los ch?ullpas, una antigua raza prehumana que viv¨ªa en un rinc¨®n de la tierra donde la luna brillaba de forma perpetua. Pese a que hab¨ªan sido advertidos del pr¨®ximo nacimiento del sol, los ch?ullpas no se prepararon y cuando finalmente este apareci¨® casi todos murieron abrasados. Todos salvo una pareja que, para protegerse de sus rayos, aprendi¨® a nadar y a vivir bajo el agua durante el d¨ªa para salir a tierra al llegar la noche. Seg¨²n esta historia, sus descendientes ser¨ªan hoy los uru-chipaya, llamados desde entonces hombres del agua por sus vecinos aimaras, considerados en contraposici¨®n como los hombres secos.
Diversos testimonios recogidos por antrop¨®logos como el suizo Alfred Metraux cifran su origen en el 2.500 a. C. y coinciden en presentar a los uru-chipaya como la cultura m¨¢s antigua de Am¨¦rica. Nadie sabe exactamente de d¨®nde vinieron, las cr¨®nicas espa?olas como la del padre Calancha junto a las leyendas y testimonios de los pueblos, imperios y culturas con los que han coincidido los presentan como salvajes o b¨¢rbaros de origen desconocido, viviendo siempre cerca de alg¨²n punto de agua.?Los ¨²ltimos datos del Plan de Gesti¨®n Territorial Comunitario de la Naci¨®n Originaria Uru Chipaya de 2012 estiman la poblaci¨®n de chipayas en 2.003 habitantes exactos. Sin embargo, el Gruppo di Volontariato Civile (GVC), entidad que se encarga del desarrollo tur¨ªstico del proyecto chipaya, calcula tras su trabajo peri¨®dico con las comunidades que ese n¨²mero durante los ¨²ltimos a?os ha descendido hasta rondar las 1.500 personas. Se encuentran en los alrededores del Lago Poopo y el r¨ªo Lauca, en el departamento boliviano de Oruro, cerca de la frontera con Chile y uno de los rincones m¨¢s olvidados e inh¨®spitos de Latinoam¨¦rica. Nadie sabe exactamente de d¨®nde vinieron. Elementos preexistentes y silenciosos, los chipaya, como las monta?as o el sol, siempre parecen haber estado aqu¨ª, los pies firmemente hundidos en un r¨ªo, un lago o una laguna.
El flujo chipaya hacia Chile
Filomeno, como muchos chipayas, es pastor y agricultor. Est¨¢ preocupado porque es temporada de lluvias y el Lauca nunca ha llevado tan poca agua, repite, mientras pasea entre los campos de quinoa, delgados y verticales, apelotonados unos junto a otros. Pero si el r¨ªo Lauca llega a tierras chipaya disminuido no se debe solo a la falta de lluvia o al cambio clim¨¢tico. En 1961, Chile construy¨® una red de canales que desv¨ªan su curso para regar el valle de Azapa en su territorio. Las autoridades bolivianas se?alan que al pa¨ªs llega aproximadamente solo el 10% de su caudal y que se pierden aproximadamente 600 litros de agua por segundo debido a los diques construidos antes de llegar a Santa Ana. Pese a los litigios interpuestos desde hace a?os, el conflicto contin¨²a encallado, y la sequ¨ªa y la diplomacia contin¨²an debilitando progresivamente los cultivos chipaya. Sin embargo, el del agua no es el ¨²nico flujo que se escapa cada a?o en direcci¨®n a Chile.
Sebastian Mamani tiene siete hijos, y todos viven en Chile. ?De forma permanente? ¡°S¨ª, aqu¨ª solo vienen a las fiestas, a los carnavales, a los campeonatos deportivos¡¡± ?l mismo tambi¨¦n ha pasado la mitad de su vida en ese pa¨ªs, aunque ahora a su vejez ha vuelto para cuidar de su madre enferma. Situada a apenas 100 kil¨®metros de Santa Ana, la frontera de Chile recibe cada a?o a cientos de trabajadores chipaya. Muchos nunca vuelven. ¡°Antes pagaban mucho mejor, casi el doble. Ahora poco se paga. All¨¢ los chipaya somos cotizados porque trabajamos como animales y no nos quejamos¡±, dice Sebasti¨¢n. ¡°Aqu¨ª ahora siembro quinoa, ha subido mucho el precio desde que la consumen ustedes en todo el mundo. Pero para sembrarla hace falta agua, mucha. Si no, es imposible sacar nada¡±, dice.
Germ¨¢n L¨¢zaro comenz¨® hace 15 a?os a recoger el alfabeto chipaya por escrito
El suelo de Chipaya es salino debido a la cercan¨ªa del Salar de Coipasa, una capa blancuzca se adhiere a la tierra, y resuena a cada paso, crujiente como el hojaldre. Su reflejo brilla por toda la llanura, maltratando los ojos. La sal se pega a todos lados: a los neum¨¢ticos, a la ropa, a los sembrad¨ªos, a los muros de las casas y a las mejillas de sus habitantes, desgast¨¢ndolos, desmoron¨¢ndolos. Los chipaya han sido tradicionalmente maestros en domar los efectos de la sal sobre la tierra, gracias al agua. Inundan parcelas para lavar los excesos de salitre del suelo y llenar de nutrientes los terrenos que ser¨¢n f¨¦rtiles al a?o pr¨®ximo. De esta manera, la producci¨®n se garantiza hasta en los terrenos m¨¢s des¨¦rticos. Filomeno cree que si el Lauca muere, los chipayas tendr¨¢n que emigrar definitivamente. "Lo que la gente se queda ya no lo devuelve. Como lo de Chile con el mar. Pero al menos hay que lucharlo, ?no?"
Los cazadores de pariwanas
Juan, Florencio y Eloy caminan descalzos por el barrizal, (antes y cada vez menos, laguna). Es una ma?ana azul, dolorosa, llena de nubes blancas, suaves y difuminadas como si alguien las hubiese extendido con el dedo. No hay gente, solo varios reba?os de llamas que buscan yerbajos entre los pegotones de sal y la tierra mojada. Por la ma?ana el viento desaparece y el silencio es tan opresivo que la llanura parece un templo y cualquier gesto una ceremonia. Los tres hombres beben sorbitos de ron caf¨¦ y mascan hojas de coca. Hacen la chaya y piden perd¨®n de antemano a la laguna por lo que van a arrebatarle. Despu¨¦s se dispersan: Eloy se queda en el centro acuclillado, Juan y Florencio se alejan trabajosamente hacia los costados. El chapoteo gelatinoso de sus pasos resuena en la laguna mientras al fondo, como figuras de pl¨¢stico en un vest¨ªbulo, esperan, quietos, los pariwanas (flamencos).
Los chipayas llevan cazando pariwanas desde hace milenios. Cada familia puede cazar unos cinco al a?o, no m¨¢s, solo cuando hace falta un poco de carne para variar la dieta o cuando vienen ¡°los otros¡± de Chile. Sus hijos nos son tan h¨¢biles como ¨¦l, pero tiene un sobrino que es ¡°cap¨ªsimo¡± (muy bueno), dice Eloy Mamani. Mientras, saca lentamente el squ?i, una especie de honda, que esconde tras su espalda.
Hoy solo subsisten unos 1.500 chipayas en los alrededores del Lago Poopo y el r¨ªo Lauca
"Antes hab¨ªa m¨¢s flamencos, claro que tambi¨¦n hab¨ªa m¨¢s agua", susurra Eloy, acuclillado mientras espera. Todo sucede muy r¨¢pido. Dos o tres flamencos espantados por Florencio y Juan graznan acerc¨¢ndose por la izquierda. El cazador se incorpora, hundido en el barro hasta las pantorrillas, y empezar a balancear su arma. El disparo es casi imperceptible, como un guijarro en el aire. Segundos despu¨¦s el animal aletea a unos 20 metros, un amasijo de vida palpitante y enredado que se agita cuando Eloy se acerca. Apenas se oye el crujido. Luego, Eloy bebe directamente del cuello la sangre del animal porque, seg¨²n la creencia chipaya, esta es buena para la tuberculosis.
Una lengua para seguir existiendo
Durante el mes de diciembre, en Santa Ana de Chipaya el viento llega puntual todas las tardes. Sobre las seis de la tarde emprende un rugir oce¨¢nico y los remolinos de arena y polvo empujan a los habitantes del pueblo hacia sus casas. En la plaza desaparecen las ¨²ltimas mujeres de gorros puntiagudos como gnomos y las calles se quedan casi completamente a oscuras. Un todoterreno con turistas franceses procedentes del Salar de Coipasa se dirige hacia el albergue que en estos d¨ªas de temporada baja apenas recibe visitantes. El conductor es boliviano y solo ha tra¨ªdo aqu¨ª a sus clientes porque se les ha echado la noche encima. Se detiene y pregunta por el inter¨¦s del lugar. Apenas tiene, como muchos en este pa¨ªs, referencias de los chipaya. "Dicen que son el primer pueblo de Latinoam¨¦rica, pero yo lo que he escuchado es que siempre han sido medio salvajes. ?De verdad hay algo que ver aqu¨ª?"
En medio de la plaza, una leyenda de la flamante Casa de Gobierno certifica que la Chipaya es una naci¨®n reci¨¦n estrenada. No hace ni dos a?os que la comunidad apoy¨® su nuevo Estatuto de autogobierno dentro del Estado Plurinacional de Bolivia. Zacar¨ªas Warachi, Ilacata, es la m¨¢xima autoridad de toda la comunidad chipaya. Tiene fe en que, a pesar de las dificultades, ahora que son naci¨®n las cosas mejorar¨¢n para su pueblo ¡°Para que los j¨®venes vuelvan hay que ofrecerles algo. El futuro es ampliar el turismo, ah¨ª podr¨ªa haber una fuente de trabajo que los haga regresar¡±.
A?os despu¨¦s de volver a Santa Ana, su hija de 19 a?os le dijo un d¨ªa a Filomeno: ¡°Ni un minero tendr¨ªa oro para comprar lo que significa para m¨ª tener una lengua propia¡±. Ese d¨ªa Filomeno llor¨®. ¡°Despu¨¦s de a?os fuera yo me volv¨ª aqu¨ª porque no hay dinero que pueda comprar que tus hijos crezcan con sus abuelos, sus primos y sobre todo puedan hablar su propia lengua. Me volv¨ª porque mis hijos ya estaban empezando a olvidarla¡±.
Sobre la importancia de las lenguas para los hombres sabe mucho Germ¨¢n L¨¢zaro. Mirada azul, hablar pausado, ling¨¹ista autodidacta, profesor de secundaria del colegio de Santa Ana y el hombre que ha puesto en papel una lengua milenaria que apenas habla un millar de personas y que est¨¢ a punto de apagarse. Con la ayuda de antrop¨®logos y ling¨¹istas, hace 15 a?os comenz¨® a recoger el alfabeto chipaya por escrito. Germ¨¢n ha escrito los primeros libros que existen en uru. El primero fue la traducci¨®n del Nuevo Testamento, luego un diccionario, un manual para aprender la lengua uru y, por ¨²ltimo, un diccionario de sin¨®nimos y ant¨®nimos.
Ahora est¨¢ con una enciclopedia sobre usos y saberes chipaya ¡°para recopilar todo lo que aprend¨ª de mi abuelo¡±. ¡°La influencia de la lengua espa?ola, la migraci¨®n, ha hecho que nuestra lengua se est¨¦ perdiendo. En Chile solo hablan castellano y pierden sus costumbres. Hacen falta profesores. ?Qu¨¦ representa su lengua para Germ¨¢n? ¡°Mi identidad, el espejo que refleja lo que yo soy al mundo¡±. ?Y qu¨¦ le gustar¨ªa hacer ahora? Ahora quiero salvar lo que pueda. Hacer textos, muchos textos¡¡±.
Al colegio de Santa Ana han venido hoy unos formadores de Naciones Unidas para hablar de proyectos educativos con los profesores. Germ¨¢n tiene un d¨ªa ajetreado y entra y sale de su despacho con sus libros de chipaya a cuestas. Los ni?os, algunos en poncho, juegan al f¨²tbol en el patio mientras otros padres esperan. Paulino Quispe observa a su hija correr tras el bal¨®n. ¡°Yo no he podido marcharme a Chile porque mis hijos son peque?os; si no, me hubiese ido al tiro. Hay harto trabajo all¨¢, harta plata¡±. ?l trabaja en la ¨²nica flota de transportes que va y viene cada d¨ªa de Oruro y de momento ha decidido quedarse, aunque en cuanto pueda, dice, se ir¨¢. Cada a?o algunos parientes llegan y traen buenas noticias del otro lado de la frontera. ¡°Bah, algunos vuelven para dar una vuelta a las casas, a los mayores¡ Pero ya no se quedan. Se adaptan, logran sus permisos de residencia y se olvidan. El que se va no vuelve¡±.
¡°?Qu¨¦ c¨®mo nos tratan los chilenos? Nos dejan sin agua, sin mar, sin gente¡ a ver qu¨¦ pasa con lo del mar. Ya sabes, de nosotros dicen que somos los hombres del agua ¡ªsonr¨ªe burl¨®n¡ª y sin eso no podemos vivir. Si Evo consigue que nos devuelvan el mar, me quedo¡±.
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