Un poquito m¨¢s de idiotez
A veces, para reconocer el mundo, para ser parte de ¨¦ste, para asistir a lo real y para olvidarnos de la muerte, lo que nos hace falta es irreflexi¨®n, desconcierto e idiotez
Hacia el final de Lo real, el fil¨®sofo franc¨¦s Cl¨¦ment?Rosset condensa, con una inteligencia y una sensibilidad abrumadoras y como no consigue hacer de nuevo en ninguna otra de sus obras, su idea de aquello que ¡ªen ¨²ltima instancia¡ª nos hace humanos.
Lo que nos diferencia del resto de las especies y de nuestros antepasados evolutivos es enterarnos, de manera inesperada pero tambi¨¦n inevitable, que la muerte est¨¢ ah¨ª, que se halla al final de nuestro camino ¡ªsea cual sea el que elijamos¡ª, que espera con paciencia infinita por cada uno de nosotros.
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Saber que vamos a morir, dice Rosset, condiciona nuestra existencia desde el momento mismo en que lo sabemos e impide, esto es lo realmente importante, cualquier forma de la felicidad, pues nuestros apetitos ¡ªtanto los espirituales como los carnales¡ª son neutralizados, al tiempo que nuestros dones ¡ªnacidos siempre de la percepci¨®n o de la imaginaci¨®n¡ª son amputados de golpe.
La neutralizaci¨®n de nuestros apetitos y la amputaci¨®n violenta de nuestros dones nos condenan a ser por siempre y para siempre seres temerosos y melanc¨®licos, animales que, aunque hemos recibido el regalo de la inteligencia, tambi¨¦n hemos sido condenados a no poder escindirnos nunca de la imagen de nuestra propia fecha de caducidad, una fecha de caducidad que, por supuesto, no refiere ¨²nicamente la expiraci¨®n individual, es decir, la de uno mismo.
Y es que lo verdaderamente mortal no es el tener conocimiento de que yo voy a morir, es tener conciencia de que conmigo tambi¨¦n caducar¨¢, de que junto a m¨ª tambi¨¦n habr¨¢ de morir todo aquello que en alg¨²n momento nutri¨® mi carne y mi esp¨ªritu, es decir, todo aquello que fue capaz de seducirme, de enga?ar por un momento a mis temores y a mi melancol¨ªa; todo aquello que, como un rel¨¢mpago o en la forma de esas r¨¢fagas moment¨¢neas que llamamos revelaciones, deja vus o premoniciones, sacude nuestros dones y nuestros apetitos.
De esta manera, asevera el fil¨®sofo franc¨¦s ¡ªsin duda alguna, uno de los m¨¢s importantes de los ¨²ltimos 50 a?os¡ª, cuando uno muere, todo aquello que uno am¨®, admir¨® o goz¨® tambi¨¦n queda penado, puesto a vista de funeral por el m¨¢s implacable de los dioses, quiz¨¢ el ¨²nico: el tiempo. Y es que el sujeto prolonga y contagia su fragilidad a todos los objetos y fen¨®menos que alguna vez lo interesaron; por supuesto, en el caso del ser humano, el fin es la muerte, as¨ª como en el caso de los objetos y de los fen¨®menos el fin es, m¨¢s bien, su anulaci¨®n. Como escribiera Musil: "tras mi muerte, nadie habr¨¦ sido ni nada habr¨¢ tampoco sido".
Conscientes de esto: no s¨®lo de nuestra finitud sino de la anulaci¨®n de todo lo que nos rodea, nos acompa?a, nos interesa y nos dota de sentido, los hombres y mujeres dejamos de ser los seres vivos que podr¨ªamos y nos convertimos, literalmente, en unos muertos que no dejan, sin embargo, de estar vivos: "?es posible vivir despu¨¦s de haber conocido lo que no deb¨ªa conocerse, es decir, una vez reducidos yo y el mundo al estado de muertos vivientes?". "?Es posible hacerlo sin abocarnos a salidas f¨¢ciles, a falsas soluciones de ceguera voluntaria?", pregunta entonces Rosset.
Por suerte, ¨¦l mismo responde: "s¨®lo hay una noci¨®n que permite la perpetuaci¨®n de la vida en el seno de la muerte, la voluntad de vivir a pesar del conocimiento del fin: la noci¨®n de gracia". Desde la gracia jur¨ªdica ¡ªque no es otra cosa que el perd¨®n de la pena¡ª, hasta la teol¨®gica ¡ªuna asistencia extraordinaria de parte de Dios¡ª, pasando por la gracia en su sentido m¨¢gico ¡ªel levantamiento de un maleficio por un nuevo encantamiento¡ª y por la de sentido est¨¦tico ¡ªel encanto que cura a trav¨¦s de su poder de seducci¨®n¡ª.
En todos los casos, sin embargo, la cura por gracia conlleva una paradoja: al ser siempre un regalo ¡ªno hemos hecho nada por conseguirla, no nos la hemos merecido¡ª, no hay argumento que sustente la remisi¨®n de la pena. Por esto, aunque pareciera haber desparecido, permanece ¨ªntegra su materialidad: en lugar de supresi¨®n, se da una negaci¨®n, una simulaci¨®n, un hacer como si la pena no existiera.
Ahora bien, ?es posible escapar del castigo que implica conocer nuestro fin y el de todo aquello que amamos o nos acicate¨® el esp¨ªritu y la carne sin tener que fingir que nuestra pena no existe, sin tener que hacer como si nuestra condena no fuera nada y sin requerir de una intervenci¨®n milagrosa?
S¨ª, dice Rosset, a trav¨¦s del "sentimiento que resume toda la fuerza de la gracia sin preguntarse por una incierta instancia sobrenatural. Este sentimiento, de experiencia ordinaria, pero no menos misteriosa que la que los te¨®logos entienden por la gracia, se llama alegr¨ªa. Y esta alegr¨ªa no es otra cosa que el s¨®lo y estricto amor por lo real: es decir, ni el amor a la vida ni el amor a una persona ni el amor a s¨ª mismo ni el amor a Dios".
Y es que el amor por lo real ¡ªno aquello que se conserva sino aquello que est¨¢ presente en todo momento, es decir, no una pintura sino la realidad que ¨¦sta festejaba¡ª es previo al amor a la vida, porque lo real es anterior a la vida y, por lo tanto, trasciende a la muerte, pues ser¨¢ lo ¨²nico que permanecer¨¢ despu¨¦s de ¨¦sta. Desgraciadamente, esta alegr¨ªa, este amor por lo real, es inconfesable, porque es siempre incomprensible cuando nos toma; como es inesperado, igualmente, el instante en que nos toma.
Nuestra alegr¨ªa es ¡ªlo ser¨¢ siempre¡ª irracional, inexplicable e incompartible. Tan irracional, inexplicable e incompartible que se vuelve ¨²nica cada vez que nos secuestra, tan ¨²nica y tan diferente a la de cualquier otro ser humano ¡ªe incluso a cualquier otra alegr¨ªa que nos tome a nosotros mismos en otro instante¡ª, que se vuelve total y absolutamente idiota.
Y est¨¢ es la clave del asunto: para que la alegr¨ªa nos rapte, para que podamos trascender la consciencia de la finitud, esa conciencia que nos condena a ser muertos vivientes, es decir, para volver a ser, aunque sea por un instante, seres vivos y en plenitud, debemos cultivar y abrazar nuestra propia idiotez.
?C¨®mo podemos hacer esto? Primero: neg¨¢ndonos a seguir los mandamientos de la moral y la ¨¦tica impuestos por el capitalismo; segundo: revel¨¢ndonos contra las culpas impuestas por las tres religiones de El Libro, y tercero: dinamitando todas las formas de individualidad.
Pero, sobre todo, amando lo real, es decir, fomentando las situaciones que nos ayudan a traspasar las apariencias y que acontecen entre dos o m¨¢s personas: compartiendo sentimientos, dej¨¢ndonos secuestrar por una obra art¨ªstica, alterando nuestros estados de conciencia, poni¨¦ndonos en el lugar del otro.
La ¨²nica condici¨®n que enfrentamos es la de estar dispuestos a deshabitarnos, a abandonarnos permitiendo que aquellos que tambi¨¦n somos, que aquellos que mantenemos en nuestros m¨¢rgenes, sin darnos cuenta, nos gobiernen de tanto en tanto.
Y es que, a veces, para reconocer el mundo, para ser parte de ¨¦ste, para asistir a lo real y para olvidarnos de la muerte, lo que nos hace falta es irreflexi¨®n, desconcierto e idiotez.
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