C¨®mo vestir en un desastre nuclear sovi¨¦tico
El autor se siente muy identificado con los h¨¦roes de 'Chernobyl'. Sobre todo con la parte de ir a hacer algo muy, muy mal equipado
El otro d¨ªa me toc¨® enfrentarme a uno de mis grandes retos veraniegos: limpiar la piscina. La llamo piscina eufem¨ªsticamente y poni¨¦ndome estupendo porque en realidad es un gran dep¨®sito de agua redondo que hemos cortado por arriba para convertirlo en una especie de alberca circular de cemento gris. Pese a que la pintamos de azul intenso por dentro y la hemos intentado alegrar con dibujos de unos peces y una sirena ¨Cyo he contribuido con el perfil de un submarino clase Victor que parece salido de los astilleros de Komsomolsk¨C, la instalaci¨®n no deja de reclamar sus or¨ªgenes y recuerda m¨¢s a un silo nuclear que a una de esas alegres pinturas de piscinas de David Hockney en las que te zambullir¨ªas aunque est¨¦n colgadas de una pared en la Tate.
"Soy uno de los muchos que han seguido alucinados la serie 'Chernobyl' y han tratado despu¨¦s de cada cap¨ªtulo de irse a dormir, haci¨¦ndolo solo en medio de terribles pesadillas radiactivas. Pues la piscina es como lo de la serie, igualito"
Dado que nuestra digamos piscina se encuentra en un frondoso espacio de monta?a caracterizado por los veranos cortos, su uso es m¨¢s bien breve, as¨ª que tiramos con un poco de cloro y unas pastillas antialgas (el motor que adquirimos se oxida en la caseta de las herramientas como la flota rusa de sumergibles en Zapadnaya Litsa). El resto del a?o la dejamos a su aire, con lo que paulatinamente se convierte en un caldo biol¨®gico verdoso en el que flotan ramas, hojas y criaturas de lo m¨¢s variopinto, unas vivas y otras ahogadas.
La llegada del invierno, en el que la piscina se cubre de una capa de hielo que r¨ªete t¨² de la que atrap¨® al Terror y el Erebus de Franklin en el Paso del Noroeste y sobre la que puedes caminar e incluso jugar al hockey, trae cierta paz al lugar. Pero llega irremediablemente la primavera y la vida clama por sus fueros abri¨¦ndose paso impetuosamente. All¨¢ por julio, la descuidada piscina es ya un turbio hervidero de insectos y sus larvas, desprende un hedor intenso a descomposici¨®n y exige ponerse manos a la obra. La vaciamos, pero el desag¨¹e queda medio metro por encima del fondo y hay un momento en que no queda m¨¢s remedio que meterse dentro y acabar heroicamente la tarea. A mano.
Soy uno de los muchos que han seguido alucinados la serie de HBO Chernobyl y han tratado despu¨¦s de cada cap¨ªtulo de irse a dormir, haci¨¦ndolo solo en medio de terribles pesadillas radiactivas. Pues bien, la piscina es como lo de la serie, igualito. Lo que queda ah¨ª abajo es como el paisaje del reactor da?ado, un poso ucraniano espeso, opaco y siniestro, un revoltijo de agua p¨²trida y materia org¨¢nica no solo muerta sino tumefacta, que amenaza con infectarte hasta el colon ascendente y convertirte en algo tan repulsivo y mutante como lo que pisas. Yo no bajo ah¨ª sin tratar de prepararme, claro.
Pero lo hago siempre muy precariamente, porque carezco de equipo adecuado, como los liquidadores, los esforzados soldados y trabajadores que intentan limpiar Chernobyl en la serie. Se me suministran, como a ellos, violando todas las normas de seguridad, junto a proclamas y arengas in¨²tiles, equipos inservibles, vestuario y equipamiento de protecci¨®n dignos de la econom¨ªa de guerra sovi¨¦tica. Lo b¨¢sico es un cubo, una pala, unas botas de goma blandas que con los a?os y el sol filtran el l¨ªquido nada m¨¢s meterte y unos guantes de pl¨¢stico de fregar platos por los que asoman indefectiblemente los dedos.
Con el tiempo me ha pasado como a los personajes de Chernobyl, que me he resignado a mi (mala) suerte. As¨ª que, como ellos, me lo tomo como un ¨²ltimo servicio a la naci¨®n y me voy all¨¢ abajo, casi en pelotas al estilo de los rudos mineros del valiente Glukhov, silbando Buenos d¨ªas, Komsomoles, con mi vieja gorra del submarino K-19 y aferrado a una botella de vodka. Lo que ha de hacerse, ha de hacerse, camaradas.
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