Regreso a Grecia
Siempre que el nacionalismo no saque su horrible cabeza, no est¨¢ mal que uno a?ore la lengua que perdi¨®, los pueblos o barrios de los juegos infantiles, el colegio donde estudi¨® y los ritos familiares entre los que creci¨®
Un muchacho griego, hace medio siglo, harto de la falta de trabajo y el caos que lo rodeaban en su pa¨ªs natal, consigui¨® escapar a Suecia. Sobrellev¨® all¨ª la dif¨ªcil vida del inmigrante. Gan¨¢ndose la vida como pod¨ªa, aprendi¨® la lengua y tan bien que all¨ª se descubri¨® una vocaci¨®n de escritor y comenz¨® a escribir en sueco. Tuvo bastante ¨¦xito. Tanto, que pudo ganarse la vida escribiendo novelas y ensayos. Se cas¨® con una sueca, tuvieron hijos, nietos, se compraron un apartamento, luego una casita de verano y un peque?o piso donde ¨¦l se encerraba ma?ana y tarde a leer y escribir. Theodor hab¨ªa cumplido ya los setenta y tantos a?os cuando un d¨ªa, de pronto, experiment¨® algo que no hab¨ªa conocido hasta entonces: un bloqueo intelectual. Miraba el rodillo de su peque?a m¨¢quina port¨¢til y ten¨ªa la mente en blanco, sin una sola idea sobre la cual escribir. Sali¨® a caminar junto al oc¨¦ano, algo que siempre lo apaciguaba. Pero esta vez no funcion¨®; d¨ªas, semanas, meses estuvo as¨ª, sin nada que decir, agobiado por la par¨¢lisis y el estre?imiento intelectuales. Gunilla, su mujer, inquieta, le propuso un viaje. ?Por qu¨¦ no a Grecia, su lejana tierra natal? Desde el fondo de su desmoralizaci¨®n, ¨¦l acept¨®.
Otros art¨ªculos del autor
Llegaron a Atenas en avi¨®n. All¨ª alquilaron un autom¨®vil y se lanzaron a la carretera, rumbo al Peloponeso, donde se hallaba aquel pueblecito diminuto, Molaoi, donde Theodor hab¨ªa nacido. All¨ª estaba, polvoriento, eterno y efusivo. Algunos parientes centenarios segu¨ªan all¨ª, intangibles, como los olivos, los almendros, las cabras, los gatos y las enredaderas. Lo reconocieron en la calle. La escuelita fue alertada. Los maestros le organizaron un homenaje. Tuvo lugar al anochecer, cuando una brisa ligera reemplazaba al bochorno del d¨ªa, bajo una luna redonda como un queso. Cuando los ni?os cantaban en su honor, Theodor sinti¨® que dos gruesos lagrimones se descolgaban por sus viejas mejillas.
A la ma?ana siguiente, en la antigua pensi¨®n donde se alojaba la pareja, Theodor se levant¨® al alba, como lo hab¨ªa hecho siempre en Suecia. Prepar¨® su maquinita port¨¢til y, sintiendo que todo su cuerpo temblaba, comenz¨® a escribir. Con la misma inseguridad y el terror a equivocarse en cada palabra, como lo hab¨ªa hecho cada ma?ana en ese medio siglo de vida sueca. Pero esta vez no escrib¨ªa en su lengua adoptada, sino en griego. Sin dejar de temblar, cada vez m¨¢s muerto de miedo, las palabras aflu¨ªan, llenaban las p¨¢ginas y ¨¦l sent¨ªa una excitaci¨®n extraordinaria, la misma que experiment¨® all¨¢, al fondo de los tiempos, cuando escribi¨® su primera historia sueca.
¡®Otra vida por vivir¡¯ del griego? Theodor Kallifatide cuenta el redescubrimiento de la ni?ez
El libro que escribi¨® en griego Theodor Kallifatides ¡ªel primero de su historia de escritor¡ª se acaba de traducir al espa?ol por Selma Ancira (Galaxia Gutenberg) y se llama Otra vida por vivir. Me ha conmovido profundamente. Por la historia que cuenta y que acabo de resumir sucintamente, pero, tambi¨¦n, por la naturalidad y la destreza con que la cuenta, como si se tratara de algo perfectamente natural, y no el cataclismo sicol¨®gico que debi¨® de ser, para ese casi octogenario, redescubrir la lengua de su ni?ez, la lengua olvidada, sustituida por la del inmigrante, que, luego de aquel bloqueo traum¨¢tico, redescubre el griego, y al mismo tiempo recupera una vocaci¨®n que cre¨ªa estar perdiendo. Es un muy bello libro, el de una verdadera muerte y resurrecci¨®n espiritual, un milagro contado con la tranquila naturalidad con que se describe un hecho trivial y cotidiano.
Tal vez la tremenda impresi¨®n que he tenido ley¨¦ndolo se deba a que, a diferencia de Theodor Kallifatides, no hay en mi vida lo que en la suya, esa aldea, Molaoi, perdida en las entra?as del Peloponeso, donde todo empez¨®, el lugar en el que arrancan sus recuerdos. Yo no s¨¦ d¨®nde empiezan los m¨ªos. No en Arequipa, desde luego, donde nac¨ª, porque mi madre y mis abuelos me sacaron de all¨ª cuando ten¨ªa solo un a?o, antes de que comenzaran mis recuerdos. Estos fueron cochabambinos, pero en la gran casona de la calle Ladislao Cabrera, all¨¢ en Bolivia, todas las memorias de mi familia b¨ªblica eran arequipe?as, y yo las hered¨¦ sin haberlas vivido. En Cochabamba aprend¨ª a leer, lo mejor que me ha pasado, pero creo que s¨®lo comenc¨¦ a vivir de verdad en Piura, una ciudad que ya ha desaparecido bajo una modernidad que enterr¨® esa peque?a ciudad rodeada de arenales, donde se llamaba ¡°piajenos¡± a los burritos y ¡°churres¡± a los ni?os, y donde aprend¨ª que las cig¨¹e?as no tra¨ªan a los beb¨¦s de Par¨ªs. Fui a vivir a Lima a mis once a?os y tuvieron que pasar muchos a?os antes que dejara de detestar esa ciudad que me apart¨® de mis abuelos y mis t¨ªos.
Siempre pens¨¦ que ser un ciudadano del mundo era lo mejor que pod¨ªa ocurrirle a una persona y todav¨ªa lo sigo creyendo. Que las fronteras son la fuente de los peores prejuicios y que ellas enemistan a los pueblos y provocan las est¨²pidas guerras. Y que, por eso, hay que tratar de adelgazarlas poco a poco hasta desaparecerlas del todo. Est¨¢ ocurriendo, sin duda, y esa es una de las buenas cosas de la globalizaci¨®n, aunque haya tambi¨¦n algunas malas, como que ella aumenta hasta extremos vertiginosos la desigualdad econ¨®mica entre las personas.
La lengua primera es una verdadera patria, que, luego, con el tr¨¢fago de la vida moderna, a veces se va perdiendo
Pero es verdad que la lengua primera, aquella en que uno aprende a nombrar a la familia y las cosas de este mundo, es una verdadera patria, que, luego, con el tr¨¢fago de la vida moderna, a veces se va perdiendo, confundiendo con otras, y eso es probablemente la prueba m¨¢s dif¨ªcil a la que tienen que enfrentarse los inmigrantes, esa marea humana que crece cada d¨ªa, a medida que se ensancha el abismo entre los pa¨ªses pr¨®speros y los miserables, la de aprender a vivir en otra lengua, es decir, en otra manera de entender el mundo y expresar la experiencia, las creencias, las menudas y grandes circunstancias de la vida cotidiana.
Theodor Kallifatides cuenta todo esto como si fuera f¨¢cil, como si se alcanzara tal reconstrucci¨®n ling¨¹¨ªstica de la persona de una manera natural, y no significara algo dificil¨ªsimo de lograr, algo que est¨¢ fuera del alcance de una enorme mayor¨ªa de inmigrantes, que jam¨¢s consiguen integrarse a su nuevo pa¨ªs como ¨¦l lo logr¨®. Pero tambi¨¦n cuenta c¨®mo, aun en los casos m¨¢s exitosos, como el suyo, pervive siempre, sepultado posiblemente en lo m¨¢s hondo y secreto de la personalidad, aquella ra¨ªz, aquel punto de partida, hecho de paisaje, memoria, lengua, familia, que, de pronto, se vuelve exigencia perentoria, una nostalgia que reclama sus fueros. Yo recuerdo, en mi juventud miraflorina, a un viejecito polaco que era peletero y hab¨ªa sobrevivido a los campos de exterminio nazi. Dec¨ªa detestar a Polonia, porque, seg¨²n ¨¦l, los polacos se hab¨ªan cruzado de brazos cuando aquello ocurr¨ªa, pero, siempre que convers¨¢bamos, volv¨ªa a Polonia, a su familia, al pueblecito donde pas¨® su infancia, a la ciudad donde su padre y su abuelo hab¨ªan sido tambi¨¦n peleteros. A veces se le aguaban los ojos recordando esa tierra que dec¨ªa detestar.
Siempre que el nacionalismo no saque su horrible cabeza, no est¨¢ mal que uno a?ore la lengua que perdi¨®, los pueblos o barrios de los juegos infantiles, el colegio donde estudi¨® y los ritos familiares entre los que creci¨®. Ese es un sentimiento sano, c¨¢lido, necesario, y as¨ª lo muestra Otra vida por vivir, un libro sin pretensiones que es, sin embargo, profundamente optimista y humano, pues describe otra cara de la inmigraci¨®n y presenta el amor a lo propio sin pizca de patrioterismo ni sensibler¨ªa.
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