Tierra quemada
Los pir¨®manos de la palabra aceleran la confrontaci¨®n y la m¨¢s burda frivolidad
Las pel¨ªculas, si son muy buenas, se salvan de caer en el previsible olvido cuando alguna de sus escenas se nos incrusta en la memoria. Suele ser la que concentra la esencia de todo el metraje. D¨ªas despu¨¦s de asistir al pase de prensa del ¨²ltimo filme de Oliver Laxe ¡ªuna historia de resistencia ¨ªntima de una madre octogenaria, Benedicta, y su hijo pir¨®mano, Amador, en la Galicia rural¡ª me asalta una secuencia de O que arde. Podr¨ªa ser su hechizante apertura, en la que un bosque de eucaliptos sucumbe de noche ante una fuerza que percibimos por el estruendo de unos motores y la luz artificial de unos focos. El cultivo de eucaliptos, cuya implantaci¨®n masiva se dio en Galicia durante el franquismo, carga, como Amador, con un estigma, pues abundan quienes lo consideran un ¨¢rbol maldito. Afirman sus detractores que expande, all¨ª donde se asienta, un desierto verde, porque degrada el suelo: debajo de sus altas copas ¡ªun falso disfraz de exuberancia¡ª la vida se apaga. En una de las regiones con mayor ¨ªndice de incendios de Europa, este problema se suma a otros factores, como el abandono de las tierras y la presi¨®n econ¨®mica, que la convierten en un polvor¨ªn.
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Las ra¨ªces de los eucaliptos, cuenta Amador, se extienden por el subsuelo formando una densa mara?a que frena la subsistencia de otras especies. La madre, en un derroche de sabidur¨ªa instintiva, le replica: ¡°Si hacen sufrir, es porque sufren¡±, comprensiva con los ¨¢rboles forasteros a los que nadie pregunt¨® si quer¨ªan ser trasplantados all¨ª. Y, c¨®mo no, la raz¨®n que subyace es econ¨®mica: el eucalipto abastece de madera barata para saciar la demanda mundial de papel, por ejemplo. Y la epidemia es global. Los ecosistemas de Am¨¦rica del Sur y ?frica retroceden ante los monocultivos expansivos de este ¨¢rbol. ?Qu¨¦ queda, hoy, de la explosi¨®n de rabia por los incendios en el Amazonas? La espesa humareda de un problema se traga otro, y as¨ª sucesivamente. La complejidad, en general, se burla de todo c¨¢lculo. Nos lo advirti¨® Hans Jonas, el fil¨®sofo que elabor¨® hace cuatro d¨¦cadas el principio ¨¦tico de responsabilidad hacia las generaciones futuras, habida cuenta de que, por una parte, la capacidad de transformar el medio ambiente, ya en aquel momento, superaba cualquier predicci¨®n, valoraci¨®n y juicio, y que, por otra, los l¨ªderes pol¨ªticos, entonces como ahora, suelen ocuparse de satisfacer a corto plazo, m¨¢s que a largo, las necesidades de sus votantes. Para el futuro, a?ad¨ªa Jonas, no hacen falta so?adores, sino vig¨ªas.
Pero la escena de O que arde a la que me refer¨ªa al principio es aquella en la que una llovizna sorprende a Benedicta en su ir y venir por entre los montes y su huerto. Busca cobijo, pues, en el tronco hueco de un ¨¢rbol aut¨®ctono, y espera. Da la impresi¨®n de que su corteza la abraza y la protege, del mismo modo que ha hecho ella con el hijo pr¨®digo. El equilibrio perdido se restablece por unos instantes. Benedicta, encarnaci¨®n de la bondad, parece sacada de una novela de Vasili Grossman. El novelista ruso afirmaba que esa cualidad ¡ªla bondad particular, sin testigos, min¨²scula, carente de ideolog¨ªa, intuitiva¡ª es la m¨¢s humana que hay. Cualquiera que conozca a una abuela de una aldea gallega ¡ªo, mejor a¨²n, que la haya tenido, como yo¡ª reconocer¨¢ el acogimiento caluroso que, nada m¨¢s ver a Amador, reci¨¦n llegado de la c¨¢rcel, le dirige, cuando este se presenta en casa: ¡°Tes fame?¡± (?Tienes hambre?). El amor materno incondicional, que es siempre nutricio, se traduce en unos huevos fritos de las gallinas del corral y en una rebanada de pan tostada sobre la encimera de la vieja cocina de le?a. En este microcosmos que Laxe retrata sin sensibler¨ªa habitan dos personajes que asisten casi mudos a la desaparici¨®n de su universo: eucaliptos y aserradoras por aqu¨ª, casas remodeladas para turistas y sepelios de ancianos sin que haya j¨®venes para llenar su ausencia.
Un d¨ªa condenan a unas mujeres fusiladas por la dictadura; otro d¨ªa tratan a los migrantes como moneda de cambio, o bien diluyen mediante eufemismos la violencia contra las mujeres
A la naturaleza solo le queda el silencio para enfrentarse a nosotros, se afirma en sendas novelas, Elizabeth Costello, de J. M. Coetzee, y Sobre los huesos de los muertos, de Olga Tokarczuk. Y mientras esa mudez se adensa, a medida que nos aproximamos al punto de no retorno del que nos avisan los cient¨ªficos, no se disipa el griter¨ªo de otra clase de pir¨®manos. No titubean siquiera antes de prender fuego tambi¨¦n al bosque de las palabras, que prenden con la facilidad de los eucaliptos cuando son viejos. La suya es una pol¨ªtica de tierra quemada. Emplean la lengua como acelerador de la confrontaci¨®n y de la m¨¢s burda frivolidad. Un d¨ªa condenan a unas mujeres fusiladas por la dictadura, o relativizan los efectos da?inos de la contaminaci¨®n; otro d¨ªa tratan a los migrantes como moneda de cambio, o bien diluyen mediante eufemismos la violencia contra las mujeres. Cortinas de humo, al fin y al cabo, detr¨¢s de las cuales agonizan, al fondo, bosques, selvas, oc¨¦anos y mares, como el Menor. Siempre he pensado que el vivo afecto por la nacionalidad que llevamos estampada en el pasaporte deb¨ªa pasar, antes que nada, por el cuidado, y el respeto, de la vida y el paisaje que nos rodean.
Marta Reb¨®n es escritora y traductora.
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