La bella y las bestias
Es preciso que alguien ofrezca un plan cre¨ªble que incorpore de nuevo al proyecto com¨²n a los cientos de miles de catalanes engatusados hoy por las promesas del separatismo
Barcelona es una ciudad con un largo historial de algaradas callejeras.
?George Orwell. ¡®Homenaje a Catalu?a
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Escribo esta cr¨®nica en el crep¨²sculo de un viernes oto?al, mientras contemplo con estupor y extra?eza la televisi¨®n. De su pantalla emanan luces y sombras de mi pa¨ªs, im¨¢genes y sonidos que ilustran mejor que nada la realidad parad¨®jica y amarga de los d¨ªas en que vivimos. A un lado, una princesa adolescente y bella felicita a cient¨ªficos y artistas de todo el orbe, premiados por su servicio a la sociedad. Al otro, una jaur¨ªa de v¨¢ndalos, lacayos de un poder pol¨ªtico ejercido por gentes ignorantes e inmorales, destrozan una de las ciudades m¨¢s bellas del mundo y ensucian la historia de Catalu?a y Espa?a. Todo sucede en vivo y en directo.
Esta peculiar evocaci¨®n de la bella y las bestias podr¨ªa sugerir a cualquier narrador de cuentos infantiles un relato de terror y ternura para que soci¨®logos, polit¨®logos y tertulianos se lucieran con interpretaciones escatol¨®gicas sobre nuestro devenir pol¨ªtico. Por el momento nos sirve al menos para levantar acta del peligro inminente al que se enfrenta nuestra Monarqu¨ªa parlamentaria, por mucho oropel que la envuelva, y con ella el propio r¨¦gimen democr¨¢tico.
Frente a la ¨¦pica xen¨®foba de los independentistas, hay que enarbolar una ¨¦pica de la democracia constitucional
Cualesquiera que sean el origen y la naturaleza de un Estado, el deber inexcusable de quienes gobiernan es garantizar la unidad de su territorio y el mantenimiento del orden p¨²blico. Para conseguirlo, sus dirigentes han de promover y lograr la cohesi¨®n social en torno a un proyecto com¨²n, sin menoscabo de las libertades, la pluralidad de ideas y creencias y el respeto a los derechos individuales. Ni el Gobierno en funciones de Madrid, ni el triste payaso que preside la Generalitat, ni en general la mayor¨ªa de los l¨ªderes de los grandes partidos parecen por el momento capacitados para ello. En su logomaquia electoral, democracia, libertad, justicia¡ se proyectan como t¨¦rminos vac¨ªos que no representan valores, sino esl¨®ganes de campa?a o gritos de insumisi¨®n. Mientras tanto prometen cosas que saben no podr¨¢n cumplir, y propician la confrontaci¨®n al tiempo que jalean la unidad. Esta es la intrahistoria de unos sucesos que amenazan con desembocar en una crisis sist¨¦mica del r¨¦gimen.
La cuesti¨®n catalana, el hecho diferencial, va a condicionar irremediablemente el resultado de los pr¨®ximos comicios. No estamos ante un conflicto de intereses, sino ante una lucha de identidades en la que los argumentos dif¨ªcilmente se imponen a las emociones. Es por eso a la vez una oportunidad y una amenaza para los candidatos, y de manera espec¨ªfica para el presidente en funciones. De c¨®mo afronte la situaci¨®n en Catalu?a depende en gran medida su posibilidad de formar un Gobierno estable. Conviene por lo mismo que ¨¦l y sus ministros se aparten de una vez del lenguaje pol¨ªticamente correcto que les permite evadir el reconocimiento de la gravedad de los hechos. Catalu?a no tiene solo ni principalmente un problema de convivencia: este es consecuencia directa de una insurrecci¨®n popular contra los poderes del Estado, alentada y orquestada por su primer representante, cuya ¨²nica legitimidad, repetidas veces traicionada, procede de la Constituci¨®n que pretende derrocar.
No se trata de algo ins¨®lito. Cada vez que en Espa?a ha triunfado un r¨¦gimen democr¨¢tico, en Catalu?a se ha inaugurado un proc¨¦s hacia la independencia con consecuencias siempre desastrosas no solo para los independentistas, sino para las libertades y derechos de todos los ciudadanos. Ignoro si es verdad que algunos de nuestros pr¨®ceres no escriben los libros que firman, pero cabe sospechar que en muchos casos no leen los de los dem¨¢s, pese a que podr¨ªan extraer de ellos lecciones valiosas. Ah¨ª est¨¢n, por ejemplo, el documentado estudio de Alejandro Nieto sobre la rebeli¨®n separatista contra la Rep¨²blica, el de Gabriel Tortella acerca del entronque de Catalu?a en Espa?a, y hasta el m¨¢s antiguo de Am¨¦rico Castro Sobre el nombre y el qui¨¦n de los espa?oles. Son lecturas que ayudan a comprender algunos de los aspectos nucleares del problema catal¨¢n, en realidad, un problema espa?ol, y de las cuestiones m¨¢s conflictivas que suscita. La hoja de ruta iniciada en su d¨ªa por Artur Mas y Carles Puigdemont, con la complicidad de poderosas organizaciones de la sociedad civil, tiene muchos puntos de convergencia con la que en su d¨ªa siguieron los cabecillas de la revoluci¨®n derrotada en octubre de 1934. El victimismo separatista y la indignaci¨®n popular tuvieron su origen, entonces como ahora, en decisiones de la derecha que amplios sectores de la sociedad catalana consideraron aut¨¦nticas provocaciones. Una ley de cultivos y repetidos contenciosos entre los tribunales de justicia y el Gobierno de la Generalitat empujaron los primeros pasos de la revuelta de Companys. El recurso contra el actual Estatut, incoado por el PP mediante una recogida popular de firmas, y la consiguiente sentencia del Tribunal Constitucional constituyeron por su parte un punto de inflexi¨®n en la actual oleada separatista: en menos de diez a?os ha visto multiplicar por tres sus filas. En 1934 como en 2013 lo que se puso en marcha a partir de dichos sucesos fue un proceso que impulsara la movilizaci¨®n popular y la apelaci¨®n a los indiferentes para que se sumaran a la causa, en espera del momento oportuno para procurar su triunfo. Claro que es del todo impensable que la infatuada actuaci¨®n de Puigdemont y su sucesor tenga un desenlace como el de 1934. Un siglo despu¨¦s de entonces Espa?a y Catalu?a son pa¨ªses infinitamente mejores, m¨¢s cultos, civilizados y libres que lo eran en tiempos de la II Rep¨²blica. El separatismo no apela ya por eso al uso de las armas, prefiere sustituirlo por acuerdos parlamentarios que exceden el cometido de la C¨¢mara y vulneran las leyes de la democracia. Pero es preciso no perder de vista otras similitudes. Companys y sus colegas fueron condenados a 30 a?os de c¨¢rcel y se organizaron protestas populares contra la sentencia. La represi¨®n de las mismas galvaniz¨® los sentimientos del electorado, catalizando su respuesta en las elecciones de febrero de 1936 que dieron la victoria al Frente Popular. Se indult¨® enseguida a los responsables de la revuelta y estos pudieron volver a ocupar el poder. Aunque hoy est¨¦ de moda desenterrar a los muertos y convocar a sus fantasmas, mejor no continuar con la memoria hist¨®rica de lo que m¨¢s tarde acaeci¨®.
Ernest Maragall, candidato a la alcald¨ªa de Barcelona por Esquerra Republicana, ha denunciado lo que considera la desaparici¨®n del esp¨ªritu federalista que alumbr¨® la Constituci¨®n de 1978. Su argumentaci¨®n pretendidamente racional, y en ocasiones acertada, est¨¢ empero empa?ada de emociones; emocional es tambi¨¦n la ¨²nica soluci¨®n que sugiere: una rep¨²blica catalana independiente. No existen en Catalu?a poder pol¨ªtico ni apoyo popular suficientes que la hagan viable. Sabedor de ello, aunque no lo confiese, se pregunta si Espa?a tiene una soluci¨®n para Catalu?a mejor que la independencia y demanda que los partidarios de esta sigan ¡°trabajando para convertir la mayor¨ªa parlamentaria en mayor¨ªa social¡±. Su interrogante tiene sentido, al margen de la incorrecci¨®n formal de olvidar que no puede hablarse de una Espa?a sin Catalu?a, como si fueran entes aut¨®nomos a la hora de dialogar entre ellos. Espa?a, no solo su Estado, ha existido siempre con Catalu?a en su seno, hasta el punto de que el propio vocablo espa?ol es de origen occitano e importado por los catalanes para denominar a los pobladores de la antigua Hispania romana. Pero es cierto que nadie ha puesto seriamente sobre la mesa (los partidos catalanes tampoco) esa ¡°soluci¨®n mejor¡± al conflicto planteado, cuyo desenlace solo puede transitar por la Constituci¨®n si esta se reforma. Es preciso, pues, que alguien ofrezca un plan cre¨ªble que incorpore de nuevo al proyecto com¨²n a los cientos de miles de catalanes engatusados hoy por las promesas del separatismo. Frente a la ¨¦pica xen¨®foba y sectaria de los independentistas, hay que enarbolar una ¨¦pica de nuestra democracia constitucional que por el momento nadie interpreta. Maragall sabe de sobra, aunque lo niegue, que Espa?a es de hecho, y no solo en esp¨ªritu, un Estado federal sometido a la imperfecci¨®n de no reconocerse como tal en las definiciones legales. Necesitamos un acuerdo en las Cortes, ¨²nica residencia de la soberan¨ªa popular, para implementar las reformas precisas que garanticen a futuro esa realidad. Podremos rubricar as¨ª con un final feliz la inconfortable historia de la bella y las bestias.
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